martes, diciembre 16, 2008

ÁNGEL COTIDIANO


Saludos amigos y amigas, he estado dedicado a la vida cotidiana, que muchos deben encontrar aburrida y convencional, pero para mi encierra misterios increíbles. Como sea, yo mismo me sorprendo de lo intimidado que me siento por esa cosita llamada cotidianidad.

Como sea, quiero empezar este nuevo tiempo del Blog cambiando los colores, no es que me haya puesto bueno y Light, o que alguna vez haya sido el príncipe de las tinieblas, sólo quise cambiar, y seamos honestos, negro con letras blancas ni se leía… y como digo tonteras, pero las digo, me gusta que se lean.

Los dejo por ahora, ya regresaré...

miércoles, diciembre 10, 2008

Poema de combate No. 3462

En algún lugar de
nuestro cuerpo descansan
tanto la mente,
como el espíritu

la experiencia puede
acabar con ellos

unos pierden la mente
y se vuelven locos

otros pierden el espíritu
y se vuelven intelectuales

pero otros, pierden tanto
espíritu como mente
y se vuelven... aceptables

lunes, octubre 20, 2008

Aire


No queremos más
esperanza, cuentos al
negruzco aire

sábado, octubre 11, 2008

El Renegado



Veinte demonios
marchan por mi ventana
me pregunto donde van
y porque no me invitan

dudo que me tengan miedo,
quizás sólo les parezco aburrido,
opinión que seguramente compartes

ellos cantan canciones y beben vino tinto,
no discuten, sólo se alejan como un
carnaval que sólo puede conocer la alegría

no los culpo
paso demasiado tiempo con estos poemas
y muy poco atendiendo mis labores sindicales

un día simplemente regresaré al infierno,
cuando termine de recorrer el mundo
del hombre y derramar mi gentil aburrimiento
por cada uno de sus rincones.

viernes, octubre 10, 2008

Un Mito Zapoteca





Hola, quiero poner aquí un mito que aprendí en mi último viaje a méxico, disto mucho de ser autor de esta redacción, sólo la he tomado prestada y quiero compartirla con ustedes, los amantes de la mitología.


El rey Cosijopí, heredero directo de las hazañas de sus antepasados, era un terrible indio indómito, de bronceada tez, que tenía una hija, la bella Donají.

Este rey gustaba de tener distintos lugares como centro de sus correrías para defenderse de sus enemigos, los mixtecas, los aztecas y especialmente de los conquistadores.

Por ello mismo llegó a instalarse en el punto denominado Cerro Venado -de Dani , cerro, y Dixhina , venado-; en la cima de Dani Dixhina edificaron su palacio estando en inmediaciones del pueblo de Tlacotepec.

La joven princesa tenía la costumbre de dar sus cortos paseos matinales por lugares cercanos a su palacio y en uno de tantos descubrió un pequeño río que en su trayectoria formaba una caída, una cascada formando una laguna.

Las aguas desembocaban en ella pasando sobre una enorme piedra llana y saliente, de tal manera que por debajo quedaba una cueva grande que mucho le agradó y le llamó su atención, convirtiéndola en su baño natural.

En la actualidad, este lugar es conocido con el nombre de Guela Bupu, de Guela, hondo, y Bupu, espuma, (hondo espumoso) que producen las aguas en su caída.

Sin embargo, la princesa Donají no dejó su costumbre de dar sus paseos matinales por los cercanos bosquecillos, ya que a ellos afluían diversidad de pajarillos de vistosos plumajes o de admirables cantos que ella gustaba de ver y oír.

Después del paseo, solía bañarse en Guela Bupu; a veces gustaba alejarse de sus propios dominios.

Un día se alejó tanto que no hallando el camino para regresar se dispuso a descansar al pie de un frondoso pochote, quedándose dormida profundamente.

En tal estado la encontró un capitán castellano quien sólo se concretó a mirarla y admirarla. Deslumbrado por la belleza india que tenía a la vista no la turbó, hasta que el despertar fuese natural.

Despierta ya y espantada por la presencia del blanco junto a ella, se alejó y corrió hacia su palacio, donde halló a sus padres muy alarmados por haberse tardado en regresar, habiendo enviado a sus guardias a buscarla.

Al día siguiente y como de costumbre salió a su paseo a bañarse en el Guela Bupu; de regreso se halló con el blanco forastero, quien le habló de sus amores, siendo correspondido por ella.

No obstante el desconocimiento de las lenguas entre ambos, la simpatía y el donaire, la atracción y la admiración, las miradas jugaron definitivo papel y vino el entendimiento.

Natural da también que sus padres, los reyes, sabedores de los acontecimientos, no aceptaran en forma alguna la actitud de su real hija, para quien tenían reservada y resuelto ya su enlace con un broncíneo y valiente guerrero distinguido de los suyos.

La princesa rechazó inmediatamente y rotundamente la idea y proposición de sus venerados padres, les pidió clemencia, lo que no consiguió, jurando al cielo morirse antes que desposarse con el guerrero designado de su misma raza.

Llena de sórdida melancolía, desesperada e intranquila salió a su paseo ritual, a su cascada, a la Guela Pupu hermosa. Subió a lo más alto de la cima contigua desde donde se tiró para caer moribunda precipitadamente en Guela Butu, que arrastró el cuerpo inerme de la amada princesa, toda despedazada, toda ensangrentada.

Cuenta la leyenda que desde entonces los vecinos el lugar ven una hermosa jícara, siga , en zapoteco, que vaga en la superficie del agua y que nadie puede alcanzar, ni es capaz de intentarlo.

Saben que en ella va el corazón y la fuerza del amor de la hermosa Donají, símbolo de la virtud y la entereza de la glorificada raza zapoteca”.

martes, octubre 07, 2008

Una Zapatilla de Cristal





I

Quizás crean que es orgullo, pero están equivocados, no me queda nada de eso. Ustedes me han atribuido tremendas infamias, de las que claramente soy capaz, pero inocente.
Les pido que olviden mi nombre, ya poco significa. Una vez fue grande, así es, en la época en que mi padre estaba al servicio de la ciudad. Su espalda era ancha, su cabellera negra brillante. Nadie podía negar el poder de su espada, o desobedecer la voz de trueno que liberaba su garganta. Un día el viejo rey, que no sabía como pagar la deuda que la ciudad tenía con los amos del norte, mandó a mi padre y a otros valientes a combatir al oeste. Debían traer oro, especias y esclavos. Los ancianos les dieron una bendición, como es costumbre entre los guerreros de nuestro pueblo, los Vucari, ellos partieron.
Mi madre quedó esperando, las noches más frías lloraba, en silencio, abrazada a la a una de nosotras o la almohada. Mi hermana mayor le ayuda con las comidas, las venden en las calles, es invierno y ganamos algo de dinero calentando el cuerpo de nuestros ciudadanos.
Uno, dos, tres y cuatro años pasaron. La guerra del oeste se ha hecho larga, los hombres del norte quieren más tributos, nosotros debemos pagar. Más hombres salen con la luna nueva. Sus rostros están pintado de negro si son solteros, o visten piel de loba si tienen una dueña. No hay solteros para nosotras, nadie nos lleva a los baile de medialuna o pide la mano de mi hermana.
Los que regresan tienen tiznada la mirada, aunque tengan sus cuerpos sanos, ya no están enteros. Los reclamos contra el rey se hacen más fieros, los guerreros exigen que el viejo monarca envíe a sus hijos a morir, como las familias hacen con sus varones.
El séptimo mes del último año de la guerra, el rey accedió. Ilich, Re’haj y Cyan, tres de los cinco vástagos del rey han dejado nuestra justa ciudad. Los reportes de su desempeño fueron claros, eran valerosos, fuertes. Re’haj fue el primero en caer durante un asedio, el rey lo lloró tres noches, y construyó una gran chimenea para mantener el fuego su alma siempre viva. Luego caería Cyan, el primogénito. Su cabeza fue cortada y puesta en una pica, para asustar a nuestros hombres. Ilich hizo exactamente lo contrario, tomó a los hombres y les guió directo a la ciudad de nuestros enemigos. Tres noches se bañaron en la sangre de guerreros y nobles. Tomaron a los mujeres, sus riquezas, sus niños. Para evitar la maldición de sus dioses, la quemaron, las llamas se veían aún más allá de los bosques del este.
Ilich volvió como lo hace un héroe, erigió una segunda chimenea para su hermano mayor. Y ordenó al pueblo su mantención, eran signos de nuestra eterna victoria. Más tarde nuestro padre regresó, junto con un puñado de guerreros. Se veía distinto, como si alguien le hubiese robado parte de la vida misma. Estaba delgado, su pelo tenía canas, pero su sonrisa era la misma.
-Tengo que hace un anuncio – dijo solemne – le he traído una hermana.
Mi madre palideció, en todo este tiempo nunca le había sido infiel, pero esto deshacía todo su esfuerzo como una gran burla.
-La respetarán – dijo – y no hablaremos más de este tema.
Mi nueva hermana tiene el cabello rojizo, como las mujeres de oeste. Su piel es pálida, sus ojos grises. Es la burla viva a mi madre y su fidelidad.
Los inviernos pasan, la extraña chica reza cada noche a dioses que no conocemos. Lo hace en su lengua, a veces llora, algunas otras siento como si alguien le contestara. No le temo, pero conozco aquello que escapa a lo natural cuando lo veo, mi madre también.
-¿Cómo se llama su pueblo? – pregunté a mi padre.
-No lo sé – dijo.
Mi padre me miraba con un rostro que yo identificaba como tristeza, pero con el tiempo he venido a identificar con la culpa. Me hizo prometer aquel día que por siempre mantendríamos las chimeneas, ese sería nuestro legado a la ciudad. Lo prometí, pero el día de su muerte, dos lunas después de nuestra conversación, se hizo un juramente ritual. Nuestro nombres quedaría para siempre ligado a las cenizas de aquellos príncipes muertos.
En el patio de nuestro solar, se hizo una pequeña chimenea, similar a la de príncipes y reyes, en honor a él. Aquella que su nueva hija atendería en exclusividad

II

Las lunas, los hombres y las mujeres siguieron pasando. Nuestra hermana se hizo fuerte, hermosa, pero al mismo tiempo transparente, como la gran diosa. El rostro de mi hermana mayor languideció y se volvió amargo. Mi madre ya no salía de su habitación, sólo rezaba con nosotras, comía, y lloraba.
Un dolor íntimo recorrió el cuerpo de nuestra nación cuan el rey murió, era el último de un linaje de guerreros puros. Había sido hábil cuando joven, fuerte cuando el árbol de la adultez dio su flor, y sabio cuando sus ramas perdieron todo su follaje. Nuestros amos de norte vinieron a vaciar nuestras arcas, a cobrar lo que nuestro rey aún debía, no teníamos lo suficiente.
Childaric, el rey de nuestros señores, decidió que era tiempo de que su pueblo tuviese una ciudad en el sur; trescientos caballeros entraron por el portal que antes nuestros reyes habían cruzado orgullosos.
Una tercera chimenea se alza, para nuestro rey. Pero no la construimos nosotros, son los hombres del norte, la hacen para ganar un lugar en el corazón del pueblo, lo consiguen.
En tres meses somos como ellos, bebemos con ellos, cantamos y dormimos con ellos. Su dioses son adorados en nuestras arenas.
Nuestros hombres parten en sus campañas, en los cinturones llevan las cabezas de sus víctimas. Podríamos ser nosotros, dicen las mujeres y bajan sus cabezas. Guardan la vergüenza en sus vientres, entre sus piernas.
Ilich es prisionero en su palacio, el mismo que lo vio nacer hace veinte años. La espada de su padre descansa al costado de un trono vacío. Aparece sólo para mantener las brazas de la chimeneas que se levantaron para honrar a sus orgullosos hermanos. Canta letanías, derrama lagrimas. Nosotras lo espiamos, mi hermana es la primera en reconocer su amor por esta triste criatura, pero sé bien que lentamente me siento tan ligada a él como alguna vez estuve a mi padre.
Mi hermana pequeña con once años, ya no es una niña. Nobles y guerreros ya la han notado. Aunque siempre esta cubierta por el hollín de las chimeneas, se mantiene hermosa, exótica. Una hija de otro mundo. Lo que atrae a todos, a mi me asusta. Quizás son sus labios rojos, casi como la sangre, sus ojos fríos y sin vida. O las llamadas que hace a las bestias, que parecen obedecer sus ordenes. Hasta las ratas cantan sus canciones, y los lobos agachan sus cabezas al verla. Algo en la hija de las cenizas parece salido del mundo blando, donde viven los demonios, los hados y los dioses.
No soy la única en notar su sombra, su extraña conexión con la vida. Nos ofrecen dinero por ella, más del que necesitamos para vivir cómodas el resto de nuestras vidas. Desearía que mi madre dijera que sí, pero su honor se lo impide. Sin embargo, hemos decidido que debe pagar por el alimento que le damos.
El primero en tomarla es un hombre llamado Athal. Es un gran guerrero de norte, de cabellos como el fuego, ha matado a muchos, necesita poseer belleza para salvar su alma. Paga más de lo que cobramos, mi madre sonríe por primera vez en años, ha vengado la humillación que mi padre le regaló. Está lista para vivir otra vez.

III

La sacerdotisa anuncia claros augurios el sexto día de primavera, es un día secreto, que nuestros amos no conocen. Unos pocos hemos venido, no más de sesenta, los viejos guerreros. Habla de cuan grandes seremos si marchamos al oeste, pero no en campaña, o no, dice que debemos migrar, cambiar. Habla de diez nuevas lunas, habla de un nuevo rey. Habla de sangre, de venganza, de dulces días de verano, de la muerte en invierno.
-Ilich se levantará el día que tome una esposa – dijo con la voz calma que tienen aquellos que ven el futuro – entonces el pueblo tendrá un nombre otra vez y nuestras almas podrán ser libradas del infierno, conseguiremos el perdón de los viejos reyes. Las estrellas Zoria y Danica me lo han dicho.
Miente, o al menos, no dice toda la verdad, no como la conozco ahora. Nuestros hombres, que han matado por otros, agradecen el calor de un nuevo futuro. Nuestras mujeres, que han regalado tantas noches al amor del demonio, agradecen. Pero el resto, los ausentes, aquellos que ya han vendido su alma, deben morir.
-El primer día del verano Childaric debe organizar una fiesta, un carnaval para sus dioses. Esperaremos que una novia aparezca entre una de las familias nobles, veremos que sigue. La novia será hija de Chernobog, pero caminará con los pasos de Bielobog. Habrá sangre tras sus pasos.
Sigue mintiendo, ya sabe la respuesta. Lo sabe, pero quiere que juguemos al compás de la música de los inmortales. Cree en tiempos muertos, en una grandeza que no hemos conocidos desde los tiempos que el gran Perún caminaba en las tierras del este.
Nadie cree en un oráculo que ya no tiene capilla.

El invierno es duro, hay hambre, no sólo en nuestra villa, en las del sur, donde se levanta un gran imperio, la gente grita plaga. Lobos y osos han comenzado a atacar en los caminos, ni siquiera los sacrificios a los dioses del norte dan solución al demonio que vive en el pecho de mi gente, el miedo o más que eso, el terror que nos domina.
Mi hermana parece tranquila, espera por sus clientes de la tarde. Ya no llora, sólo está en silencio, en su habitación. Ese día, como otros, la escucho hablar con las ratas que se pasean por los corredores. Yo la espío en silencio.
Ha tomado una daga, la misma que mi padre usaba en las ofrendas de verano. Corta su mano izquierda, la primera sangre en dejar su cuerpo cae sobre su vestido, el resto la usa para hacer un pequeño circulo, suficiente para contenerla. En su extraña lengua llama a una de las ratas, la que se entrega feliz en sacrificio.
La daga abre su vientre, dejando viseras y sangre fluir en libertad plena. La sombra escucha el llamado y se desliza por el suelo, obedece al viejo ritual. Se desliza gentil por el piso, inunda la habitación.
-Llamaste – dice. – señora de las cenizas.
Mi hermana, en silencio levanta la vista y la contempla con sus ojos grises. Ya no sé quien es, o lo que es. El aire huele ocre, ácido, como ropa vieja y sudada.
-¿Cuál es tu nombre? – preguntó la niña.
-No has ganado el derecho a poseer mi nombre – dijo la aparición – pero puedes pedirme un don. Lo manda la tradición, un sacrificio, un deso, un pellizco, un beso. Son las viejas reglas. Todo tiene un costo.
-Conozco la lengua de los antiguos, vieja madrina, un día pediré tu favor y no podrás decirme que no.
-Hasta entonces.

IV

A nadie comenté mi visión, sólo guardé mi silencio. Bajo toda circunstancia evité los ojos cenizos de mi hermana. Ella simplemente fue un fantasma yendo y viniendo entre las chimeneas y la casa.
Los hombres se habían alejado de ella, hasta los más pequeños sentían algo de temor al enfrentarla. Pero la historia de terminar aquí, no valdría la pena.
Ilich aceptó hacer un baile de equinoccio, antes de que las nieves traigan el dolor y el hambre a los hombres. Nuestros amos lo tomaron como un divertimento menor. Y permitieron a todos los nobles concurrir con sus hijas.
La villa se vio visitada por viejos aliados, jóvenes visitas, y las hijas más hermosas de los poblados cercanos. Se mataron doce cerdos jóvenes, trece corderos y muchas más codornices. El olor de la abundancia se elevo hasta donde viven los dioses. A ellos no les gustan los excesos, el hombre debe ser humilde, o jamás conocerá la felicidad.
Mi hermana mayor y yo nos sabíamos invisibles. Pero debíamos ir, por lealtad y por amor. Para cumplir los planes de la sacerdotisa debemos

V

Las palabras pronunciadas las desconozco, tampoco conozco las visiones que la oscuridad regala a los que pueden vivir respirándola, pero entendía que el regalo que recibió no venía de este mundo. Su vestido, o la carreta que la llevó al castillo.
No la invitamos, la profecía aseguraba que la novia sería de nuestro pueblo, mi hermana no lo era, no del todo. Pero ella estaba ahí, hermosa como un espectro del bosque, como las dríadas que mi padre nombraba en sus cuentos.
Ilich y todos los demás asistentes la amaron, no como se ama a una mujer, sino como se ama TODAS las mujeres. Ella era deseo, cualquiera que hubiese caído entre sus piernas esa noche, habría enloquecido. Seis bailes se dieron esa noche, sólo el último fue para el príncipe.
Lo que se dijeron escapa a mi conocimiento, como muchas otras cosas, pero sé que ella tomó entre sus manos el puñal del príncipe, y cuando estuvo cerca de Childaric, el amo de los hombres del norte, enterró el crudo puñal en su entrepierna. Luego volvió a cortar, en ele, más arriba. Las vísceras negruscas del gran hombre fueron vertidas en el suelo, ella, mi hermana, bañada en su sangre siguió caminando. Ahora hacía otros señores, los guerreros intentaron defenderse, pero nada la detenía. Sus manos eran navajas, o mejor dicho, espadas. A los que gritaban, cortó la lengua, a los que se quedaron mirando, sacó los ojos. Era medianoche, la hora de las brujas, ella desaparecía, en el paroxismo de una noche, simplemente desapareció.

VI

Ilich se hizo fuerte en palacio y esa misma madrugada, junto a un puñado de hombres, asesinó a todos los mensajeros y visitantes, nadie contaría esta historia fuera de nuestra gente. En los bosques dio caza a los arqueros que parecían siempre acompañar a los hombres del norte y destruyó el altar de Wotán.
Pero la chiquilla que comenzó todo ya no estaba, sólo un zapato de cristal había sido dejado atrás. Se puso una recompensa, quien fuese su dueña sería su esposa. Todas las mujeres del pueblo fueron probadas. Hasta que a nuestra casa entró, mi hermana mayor quiso detenerlo y pagó con su vida la osadía. Nadie se pondría entre Ilich y su profecía.
Mi hermana dormía en el sótano, con sus ratas, y sus magias. El zapato era claramente suyo. Al oído confesó su identidad, él respondió haciéndola suya sobre el suelo cenizo. Sus gritos inundaron los patios y asustaron a los animales. Luego ordenó quemar la casa, mi madre y yo fuimos llevadas a palacio, donde meses más tarde fuimos juzgadas. Crueles, proxenetas, traidoras. Nos llamaron.
La nueva reina se sentó a la diestra de su señor. Las cenizas fueron lavadas de su cabello, y las yagas de sus pies sanadas. En invierno estaba embarazada del heredero. No hubo más ataques de los hombres del norte, aunque nuevos enemigos aparecieron, la leyenda de los príncipes sangrientos mantuvo alejado a muchos intrusos.
La vieja murió en la primavera, sin decir nunca nada en su defensa. Para mí hubo piedad. Me marcaron la cruz en la mejilla, para mostrar que había cometido un crimen contra mi gente, se me dieron monedas y un caballo. Emprendí rumbo norte, luego al oeste. Buscando el pueblo fantasma del cual mi padre engendró a su monstruosa hija. No lo he encontrado aún, pero moriré buscando conocer esas palabras, las que salvaron a mi pueblo y se devoraron mi vida.

viernes, agosto 22, 2008

¿Los Recuerdan?




Cameo de nuestros viejos amigos en otro jueguito que hicimos por ahí. Suerte!

lunes, agosto 11, 2008

Últimos trabajos

Ficciones, ficciones, sólo ficciones para construir la verdad.





jueves, agosto 07, 2008

Hogar



Vaciló un instante en el corredor y echó una última y larga mirada al camino que tenía a su espalda: a los verdes árboles que crecían a su vera, a los campos amarillos, a las distantes colinas y a la brillante luz del sol. Después abrió la puerta, entró y la cerró tras de sí.
Se volvió al oír el extraño ruido de la puerta al cerrarse y solamente apareció una pared en blanco. No existía picaporte ni cerradura y si acaso tenía bordes aquella puerta, ajustaban tan bien que no se distinguían en absoluto.
Ante él vio un vestíbulo lleno de telarañas. El piso tenía una espesa capa de polvo, en la que aparecían dos delgadas y alargadas huellas, como si fueran el testimonio del paso de dos serpientes muy pequeñas o dos gusanos muy grandes. Eran muy débiles y no reparó en ellas hasta que llegó a la primera puerta de la derecha, la que tenía la inscripción Aura Fidelis en viejos caracteres ingleses.
Detrás de la puerta encontró un pequeño cuarto rojo, no mayor que un vestidor grande. En un lado había una sola silla, con una pata rota y colgando un retrato, enmarcado con elegancia. Pendía torcido y el cristal estaba agrietado. No había polvo en el piso y parecía como si el cuarto hubiera sido limpiado recientemente. En el centro del piso yacía una cimitarra curva. Tenía manchas rojas sobre la empuñadura, y en el filo se podía apreciar una gruesa capa de un líquido verdoso. Fuera de esto, el cuarto estaba vacío.
Después de permanecer allí un largo rato, cruzó el vestíbulo y entró al cuarto del lado opuesto. Era grande, del tamaño de un pequeño auditorio, pero sus desnudas paredes negras lo hacían parecer más pequeño, a primera vista. Tenía muchas hileras de butacas de teatro de color púrpura, pero no se veía plataforma ni escenario alguno y los asientos comenzaban a tan sólo unos cuantos centímetros del liso muro de enfrente. No tenía nada más, aunque sobre el asiento más cercano descansaba una ordenada pila de programas. Tomó uno de ellos, pero se lo encontró en blanco, a excepción de dos anuncios comerciales en la contraportada, uno de cepillos de dientes Duralón y el otro anunciando un parque residencial. En una de las primeras páginas vio que alguien había escrito a lápiz la palabra o nombre Torres.
Se metió el programa en el bolsillo y regresó al vestíbulo, oteando ávidamente en busca de las escaleras. Detrás de una puerta cerrada frente a la que pasó, escuchó que alguien, obviamente aficionado, hacía surgir notas de lo que le pareció una guitarra hawaiana. Llamó a la puerta, pero sólo obtuvo por respuesta el sonido de unos pies alejándose precipitadamente, y después, el silencio. Cuando abrió la puerta y miró dentro, sólo vio un cadáver, en proceso de descomposición, colgando de la lámpara y el olor que lo asaltó fue tan nauseabundo que cerró la puerta apresuradamente y se dirigió a las escaleras.
Las escaleras eran angostas y estaban torcidas. No había barandilla y tuvo que apoyarse en la pared para subir. Se dio cuenta de que los siete primeros escalones estaban limpios, pero, en cambio, en el polvo que había más arriba del séptimo peldaño vio otra vez las huellas paralelas. A la altura del tercer escalón, partiendo de la parte superior, convergían y se desvanecían.
Entró en la primera puerta a la derecha y se encontró en una espaciosa habitación, lujosamente amueblada. Se dirigió a una gran cama de postes tallados en madera y descorrió las cortinas. La cama estaba muy bien hecha, y en la almohada vio un papel clavado con un alfiler. Una mano de mujer había anotada rápidamente, San Remo, 1931. Sobre el reverso, otra mano había copiado una ecuación algebraica.
Abandonó el cuarto en silencio, pero se detuvo en la puerta para tratar de percibir un sonido que provenía de atrás, de un portón negro al otro lado del corredor.
Era la voz profunda de un hombre cantando en una lengua extraña y poco familiar. Se elevaba y descendía en una cadencia monótona como un himno budista, repitiendo a menudo una incomprensible palabra que le parecía vagamente familiar, y la voz sonaba como la suya, pero ahogada por sollozos.
Permaneció con la cabeza inclinada hasta que la voz se esfumó en un triste y trémulo silencio y la penumbra se arrastró por la galería con la pericia de un experimentado ladrón.
Entonces, como despertando, caminó a lo largo del ahora silencioso corredor hasta que llegó a la tercera y última puerta y advirtió que su nombre estaba impreso, sobre el panel superior, en diminutas letras de oro. Quizá habían mezclado radio con el oro de las letras, porque brillaban en la semioscuridad del amplio pasillo.
Permaneció un buen rato con la mano sobre el picaporte, y finalmente entró, cerrando la puerta a su espalda. Escuchó el chasquido de la cerradura y supo que nunca se abriría de nuevo, pero no sintió temor.
La oscuridad era una masa negra y tangible que retrocedió de un salto cuando encendió un fósforo. Observó entonces que el cuarto era una reproducción exacta de la habitación de la casa de su padre, cerca del parque: la habitación en la cual había nacido. Ahora sabía donde buscar las velas. Encontró dos en un cajón, y un pequeño trozo de una tercera, y supo que, encendidas una tras otra, durarían casi diez horas. Prendió la primera y la puso en el candelabro de latón de la pared, desde donde proyectaba sombras danzarinas de cada silla, de la cama y de la pequeña mesa situada al lado de ésta.
Sobre la mesa contigua, en el cesto de costura de su madre, había un diario viejo; tomó la revista y la hojeó ociosamente.
Al cabo de un rato la dejó caer al suelo, pensando tiernamente en su esposa, quien había muerto muchos años atrás; una débil sonrisa tembló en sus labios al recordar algunos pequeños incidentes de los años, días y noches que pasaron juntos. También pensó en muchas otras cosas.
No fue sino hasta que sólo quedaba media pulgada de vela, en la novena hora, y la oscuridad empezaba a espesarse en los rincones más alejados del cuarto, cuando gritó, golpeó y clavó las uñas en la puerta, hasta que sus manos se convirtieron en sangrienta carne viva.

miércoles, agosto 06, 2008

Necrosis



Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Casanova: un gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me tropecé con una lápida y por poco no me desparramo de bruces. Casanova se volvió hacia mí, siseando un juramento.
-¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil?
Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin, Casanova se detuvo y enfocó el haz de la linterna sobre una lápida recientemente cincelada. En ella podía leerse:

BOLIVAR PANNIOL

1879–1934

Reunido con su amada esposa en una tierra mejor

Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve seguro de que no podría hacerlo. Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de Casanova reveló el ataúd. Nos metimos en el pozo y lo izamos.
Atontado, contemplé cómo Casanova machacaba los cerrojos con la pala. Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El cadáver y nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos permanecían cerrados cuando uno estaba muerto.
-No te quedes allí –susurró Casanova – son casi las cuatro. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente. Dispersamos toda la tierra que nos sobró. Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental. Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el bosque que lo limitaba por el oeste. Casanova se abrió paso expertamente durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.
Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía inmundo. La atención de Casanova se concentraba por entero en la conducción del coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al espacio abierto y pude verla, la casona que se elevaba en la cumbre de la empinada pendiente. Casanova dió la vuelta y sin decir una palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.
Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil. Casanova nos condujo adentro y apagó el motor. Nos encontramos en una estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido se nos acercó.
El rostro de Estefano Panniol parecía una calavera; tenía unos ojos insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la carne era casi transparente.
-¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa.
En silencio, Casanova se bajó y yo lo seguí. Casanova abrió el baúl y sacamos la figura envuelta en la manta.
Panniol asintió lentamente.
-Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.

II

Conocí a Casanova en un bar. Fue mi primera experiencia en una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los rons suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me llevaría algo así como dos rons puros, ya que nunca antes de aquella noche había tomado más que una botella de cerveza.
Se sentó en el asiento junto al mío y me miró con atención.
-¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente.
Casanova sonrió.
-Sí, ando buscando un ayudante.
-¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres contratar a alguien?
-Sí.
-Bien, soy tu hombre.
Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea.
-Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece?
Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando demasiado. Casanova tiró de la cortina.
-Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo?
Asentí.
-¿Te preocupa de qué pueda tratarse?
-No. ¿Cuánto es la paga?
-Quinientos el trabajo.
Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba bien allí. No me gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo».
-¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial.
-No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata, tendrás que hablar con el señor Panniol.
-¿Quién es?
-Es un... científico.
La niebla se evaporó más aún. Me levanté.
-Uh-uh. No tengo interés en servir de conejito de indias. Consíguete a otro flaco.
-No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño.
-Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio.


III

Tras una recorrida por la casa que incluyó al laboratorio, Panniol se refirió al propósito de mi labor. Vestía un guardapolvo blanco y había algo en él que hacía que me estremeciera por dentro. Se apoltronó en la sala y me señaló un asiento. Casanova había desaparecido. Panniol me observó con esos ojos penetrantes y una vez más sentí que me atravesaba una corriente helada.
-Se lo explicaré de este modo —dijo— mis experimentos son demasiado complicados como para describirlos con lujo de detalles, pero están relacionados con la carne humana. Con carne humana muerta.
Empecé a notar que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes. Parecía una araña lista para zamparse una mosca, y toda la casa era su tejido. El sol se inflamaba al oeste, y profundos charcos de sombras se extendían por el cuarto, ocultando su rostro, pero dejando los relucientes ojos, como si se movieran en la creciente oscuridad.
Él continuaba hablando:
-A menudo, las personas donan sus cuerpos a los institutos científicos para su estudio. Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en solitario, de modo que tengo que recurrir a otros métodos.
El horror saltó sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la horrible imagen de dos hombres cavando a la luz de una luna imprecisa. Una pala golpeaba la madera; el ruido congeló mi alma. Me puse de pie de un salto.
-Creo que puedo encontrar el camino hasta la puerta, señor Panniol.
Se rió suavemente.
-¿Le comentó Casanova cuál es la paga por este trabajo?
-No estoy interesado.
-Mal hecho. Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría más de un año ganar el dinero suficiente como para volver a la universidad.
Me sobresalté, experimentando la extraña sensación de que aquel hombre estaba escrutando mi alma.
-¿Cuánto sabe de mí? ¿Cómo lo averiguó?
-Tengo mis recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a reconsiderarlo?
Vacilé.
-¿Hacemos la prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy convencido de que ambos podemos llegar a un mutuo entendimiento.
Tuve la terrible impresión de estar hablando con el mismísimo diablo, que de algún modo me había obligado a venderle mi alma.
-Preséntese aquí a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me dijo.
Así fue como todo empezó.

En cuanto Casanova y yo ubicamos el cadáver envuelto del otro Panniol, el muerto, sobre la mesa del laboratorio se encendieron unas luces detrás de unos paneles rectangulares que parecían tanques de vidrio.
-Panniol —sin darme cuenta, había olvidado llamarlo señor— me parece...
-¿Ha dicho algo? —preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El laboratorio pareció alejarse. Sólo quedábamos nosotros dos, precipitándonos en un submundo repleto de horrores que estaban más allá de la imaginación.
Casanova entró vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo al decir:
-Todo listo, profesor.
Casanova me detuvo en la puerta.
-El viernes, a las ocho.
Un escalofrío helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré hacia atrás. Panniol había tomado un escalpelo y estaba cortando la sábana que cubría el cuerpo. Ambos me miraron de manera extraña y yo me largué de allí.
Me subí al auto y rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No volví la mirada. El aire era puro y caliente, con una promesa de verano en ciernes. El cielo era azul, con algodonosas nubes blancas deslizándose por la cálida brisa estival. La noche anterior parecía una pesadilla, un sueño vago que, como todas las pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando resplandece la brillante luz del día. Pero cuando conduje más allá de las verjas de hierro del Cementerio Crestwood comprendí que no se trataba de un sueño. Cuatro horas atrás mi pala había removido la tierra que cubría la tumba del viejo tío muerto de mi cliente.
Un nuevo pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban haciendo a aquel cuerpo en ese momento? Relegé la pregunta a un profundo rincón de mi mente y apreté el acelerador. Me concentré en manejar el auto, agradecido por haber alejado de mi mente, al menos durante un rato, la terrible acción que había llevado a cabo.


IV

El paisaje se borroneaba a medida que aumentaba la velocidad. Los neumáticos chirriaron en una curva y, cuando salí de ella, varias cosas sucedieron al mismo tiempo.
Vi a una camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea blanca, a una muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi auto, y a un hombre mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron como bombas. Maniobré el volante y el cielo de repente se encontró debajo de mí. Entonces todo se acomodó y comprendí que había dado una vuelta de campana. Por un momento quedé aturdido, pero entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me atravesó la cabeza.
Abrí la puerta y corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la muchacha y estaba arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que ella, pero la chica le estaba arrancando unos centímetros de piel por cada paso que él daba.
El tipo me descubrió.
-Tú te quedas donde estás, compañero. Yo soy su tutor.
Me detuve y me sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo que él había estado esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un lado de la barbilla y me derribó al suelo. Agarró a la muchacha y prácticamente la arrojó dentro de la cabina.
Cuando logré levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y haciendo rechinar los neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo cuando arrancaba. Por poco no salí despedido, aunque tuve que arañar como cinco capas de pintura para poder sujetarme. Entonces extendí un brazo a través de la ventanilla abierta y lo sujeté del cuello; con una maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un volantazo, y el camión giró locamente al borde de un empinado terraplén.
Lo último que recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo. Entonces mi contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo; salí dando volteretas justo cuando el camión se zambullía por el precipicio.
Aterricé duro, aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se desvaneció.
Algo fresco me tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que vi fue la luz roja que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial, estacionado junto al terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves me empujaron hacia abajo. Unas manos agradables, las manos de la muchacha que me había metido en este enredo.
Tenía a un paco delante de mí:
-La ambulancia está en camino. ¿Cómo se encuentra?
-Machucado —le dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la ambulancia que se largue. Estoy bien.
Intentaba sonar impertinente. La policía era lo último que necesitaba luego del "trabajito" de las últimas noches.
-¿Qué puede decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una libreta de notas. Antes de contestarle caminé sobre el terraplén. El estómago me dio un vuelco. La camioneta estaba enterrada de trompa en el suelo, y mi compañero de boxeo estaba transformando a aquella buena tierra en un barro rojizo con su propia sangre. Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la cabina, y con la otra mitad fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas. Estaba muerto.
Retrocedí. El agente de policía me miraba como esperando que vomitara pero, gracias a mi nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte.
-Yo venía conduciendo desde el este —le respondí— aparecí doblando aquella curva…
Le conté el resto de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo cuando terminé llegó la ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi todavía anónima amiga, fuimos empujados a la parte trasera. Dos horas después teníamos el visto bueno de salud por parte del agente de policía y de los doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las pesquisas de la semana siguiente. Encontré mi automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que antes, aunque las ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el salpicadero había una factura que daba cuenta de los gastos del camión grúa, de los neumáticos, y del escuadrón de limpieza! Ascendía a casi doscientos cincuenta dólares; la mitad del cheque por el trabajo de la noche anterior.
-Pareces preocupado —dijo la chica.
Me volví hacia ella.
-Um, sí. Bien, ya que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te parece si me dices cómo te llamas y vamos a almorzar a algún lado?
-De acuerdo —dijo ella—. Mi nombre es Victoria Portillo. ¿Y el tuyo?
-Danny —respondí inexpresivamente mientras nos apartábamos del bordillo. Cambié de tema con rapidez—. ¿Qué sucedió esta mañana? Le escuché decir a ese tipo que era tu tutor...
-Sí —confirmó.
Me reí.
-Te enterarás por los diarios vespertinos.
Ella sonrió gravemente.
-De acuerdo. Era mi custodio. También era un borrachín y un tipo despreciable.
Sus mejillas se tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció.
-Lo odiaba, y me alegro de que haya muerto.
Me echó una mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo brillo del miedo en sus ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y comimos el almuerzo.
Cuarenta minutos después pagué la cuenta con mi dinero recientemente adquirido y regresamos al auto.
-¿Hacia dónde? —pregunté.
-Motel Bonaventura —dijo ella—. Es donde estoy parando.
Ella notó un sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró.
-Está bien, estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó arrastrarme de vuelta a casa. Cuando le dije que no iría me metió en la camioneta. Estábamos pasando esa curva cuando le arrebaté el volante de las manos. Entonces llegaste tú.
Se encerró en sí misma como una almeja y no intenté obtener más nada de ella. Había algo extraño en su historia; no quise presionarla. La acerqué hasta la playa de estacionamiento y apagué el motor.
-¿Cuándo puedo verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una película mañana?
-Seguro —contestó.
-Pasaré a buscarte a las siete y media —le dije y me alejé, reflexionando pensativamente en los eventos que me habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas.


V

Cuando entré en el departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué y tanto Vicki como el accidente y el luminoso mundo laboral de la California suburbana se fundieron en un submundo de sombras, de seres fantasmas. La voz que susurraba fríamente en el receptor era la de Panniol.
-¿Problemas? —inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso en su voz.
-Tuve un accidente —le contesté.
-Leí acerca de eso en el diario… —la voz de Panniol se arrastró. El silencio descendió sobre nosotros durante un momento y luego dije:
-¿Eso significa que me está descartando?
Esperé que dijera que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar.
-No —respondió con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no reveló nada sobre el... trabajo... que está realizando para mí.
-Pues bien, no lo hice —le dije lacónicamente.
-Mañana a la noche —me recordó—. A las ocho.
Hubo un click y luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el receptor. Tenía la extrañísima sensación de acabar de cortar una comunicación con la tumba.
La mañana siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki por el Motel Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba un aspecto estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó encantadoramente. No hablamos del accidente.
La película era buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo, comimos palomitas de maíz parte del tiempo, y nos besamos una o dos veces. Todo aquello en una tarde agradable.El segundo detalle importante sucedió llegando al climax de la película, cuando un acomodador bajó por el pasillo.
Se detenía en cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la nuestra. Barrió la fila de asientos con el haz de la linterna.
-¿Sí? —pregunté, sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de mí.
-Hay un caballero en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de vida o muerte.
Vicki me miraba sobresaltada mientras yo seguía al acomodador apresuradamente. Alertaron a la policía. Mentalmente tomé nota de mis únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío abuelo Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida.
Podrían haberme derribado con una pluma cuando levanté el receptor y escuché la voz de Casanova.
Habló rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz:
-¡Ven aquí, ahora mismo! Necesitamos...
Había sonidos de lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono vacío del discado.
Colgué y regresé a toda prisa junto a Vicki.
-Ven —le dije.

Me siguió sin preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el motel, pero el grito ahogado me hizo decidir que se trataba de una emergencia. Ni Casanova ni Panniol me gustaban, pero sabía que tenía que ayudarlos.
Nos largamos.
-¿De qué se trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba el acelerador y hacía patinar el automóvil.
-Mira —le dije—, algo me dice que tienes tus propios secretos con respecto a tu tutor; yo también tengo los míos. Por favor, no preguntes.
Ella no volvió a hablar.
Tomé posesión de la senda de paso. El velocímetro subió de ciento veinte a ciento treinta, continuó aumentando y tembló al borde de los ciento cuarenta. Entré en el desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró al piso y empezó a volar por el sendero.
Podía ver la casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve el auto y me encontré afuera en un segundo.
-Espera aquí —le grité a Vicky por sobre mi hombro.
Había una luz encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente. Estaba vacío pero arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos, aparatos destrozados y, sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta entornada que llevaba al garaje en sombras. Entonces advertí el líquido verde que fluía por el suelo en pegajosos riachuelos. Por primera vez noté que se había roto uno de los diversos tanques. Caminé por encima de los otros dos. Las luces que tenían adentro estaban apagadas, y los paneles que los cubrían no dejaban ver qué podrían haber tenido dentro o, ya que estamos, qué era lo que todavía tenían.
No tenía tiempo para andar mirando. No me gustó nada la vista de la sangre, todavía fresca y sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del garaje. Abrí la puerta con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no sabía dónde buscar el interruptor de la luz. Me maldije por no traer la linterna que guardaba en la guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me di cuenta de que una corriente de aire frío me soplaba contra la cara; avancé hacia ella.
La luz del laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del suelo del garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura. Regresaron todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me introduje en esos reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer. Comprendí que la sombra que me espiaba desde la oscuridad no podría disiparse con ninguna luz brillante.
De repente, mi pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire provenía de una escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante un momento, pero luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí hacia el auto.


VI

Vicki se me vino encima en cuanto abrí la puerta del auto.
-¿Qué estás haciendo aquí?
Su tono de voz me hizo mirarla con atención. Su rostro se veía aterrorizado bajo el enfermizo resplandor de la luz.
-Trabajo en este lugar —expliqué brevemente.
-Al principio no advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con lentitud—. Sólo una vez estuve aquí.
-¿Has estado aquí antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué?
-Una noche —dijo reservadamente—, le traje la comida al tío David. Se la había olvidado.
El nombre hizo sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que yo intentaba recordar de quién se trataba.
-Mi tutor —explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la historia. Probablemente sepas que no se suele designar como tutor a las personas que tienen problemas con la bebida. Bien, el tío David no siempre los tuvo. Hace cuatro años, cuando papá y mamá murieron en un choque de trenes, el tío David era la persona más amable que te puedas imaginar. La corte lo designó como mi tutor hasta que yo llegara a la mayoría de edad, con mi sustento completo.
Se quedó callada durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la expresión que le cruzó por los ojos no fue nada agradable; luego continuó el relato.
-Hace dos años cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante nocturno, y mi tío se quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi año y medio. Comenzamos a desesperarnos, con tan sólo los cheques de asistencia social para alimentarnos y con la universidad amenazando con suspenderme. Entonces consiguió un trabajo. Era bien pago y originaba sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que había tenido que robar.
Sentí que el miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con unos dedos fríos. Vicki siguió hablando.
-Comenzó a volverse irritable. Empezó a traer ron a la casa y a emborracharse. Me esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su trabajo. Una noche me dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en mis propios asuntos.Lo vi derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se le escapó un nombre; Panniol, Steffen Panniol. Un par de semanas después olvidó llevarse su comida de medianoche. Busqué el nombre en la guía telefónica y se la llevé. Se puso terriblemente furioso, como nunca lo había visto.En las semanas que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta casa horrible. Una noche, cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí escapar. El tío David que conocía estaba muerto, al menos para mí. Pero me atrapó... y entonces llegaste tú.

Se quedó callada.
Me estremecí de la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante aproximada acerca de qué fue lo que hizo el tío de Vicki para ganarse la vida. La época en la que Casanova me había contratado coincidía con aquella en la que el tutor de Vicki perdiera el control. En ese instante estuve a punto de arrancar el auto y largarme, a pesar de la salvaje carnicería del laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso a pesar del reguero de sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil llegó hasta nosotros. Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí la mano dentro, y la revolví hasta encontrar la linterna.
La mano de Vicki me apretó el brazo.
-No. Por favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando aquí. ¡Condúcenos lejos de eso!
El grito sonó de vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una determinación: agarré la linterna. Vicki me adivinó la intención.
-Muy bien, iré contigo.
-Uh-uh —dije—. Tú te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que hay algo... suelto allí afuera. Tú te quedas aquí.
Volvió al asiento de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al laboratorio. Entré de nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el agujero oscuro donde la pared se había deslizado para revelar la escalera. Con la sangre tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí abajo. Fui contando los escalones, apuntando con la linterna hacia las anodinas paredes, hacia la impenetrable oscuridad de las profundidades.
-Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés...
Al llegar al treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto pasadizo. Empecé a atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un revólver o incluso un cuchillo que me hiciera sentir un poco menos desnudo y vulnerable.
De repente un grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad que tenía enfrente. Era el sonido del terror, el sonido de un hombre enfrentado con algo salido de los más profundos fosos del horror. Comencé a correr. Mientras lo hacía advertí que la fría corriente de aire me estaba soplando directamente en la cara. Supuse que el túnel debía dar al exterior. Y entonces me tropecé con algo.
Era Casanova, tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos contemplaban el techo con un horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza estaba aplastada.
Delante de mí escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro grito. Corrí hacia allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos nuevos escalones. Al subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente enmarcada contra una abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y me encontré con un cuadro sorprendente: silueteada contra el cielo, una figura alta que sólo podía ser de Panniol, con un revólver colgándole de una mano, y mirando hacia el suelo en sombras. Incluso las nubes, que se habían abierto brevemente para dejar pasar la luz de las estrellas, volvieron a cerrarse.
Él me escuchó y se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como linternas rojas en la oscuridad.
-Oh, es usted.
-Casanova está muerto —le dije.
-Lo sé —respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco más rápido.
-Oh, cállese —le contesté, enojado—. Me apuré...
Fui interrumpido por un sonido que, desde entonces, me ha venido persiguiendo en mis pesadillas, un horroroso sonido maullante, como si se tratara del grito de dolor de alguna rata gigantesca. Por el rostro de Panniol vi pasar el reconocimiento, el miedo, y finalmente un parpadeo de determinación, todo en cuestión de segundos. Me sentí profundamente aterrorizado.
-¿Qué es eso? —pregunté con la voz estrangulada.
Como al descuido, con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del pozo con el haz de luz, y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo.
La cosa maulló de nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el cuello para poder ver qué clase de horror yacía en aquel pozo, un horror capaz de lograr que incluso Panniol gritara de abyecto terror. Y justo antes de que pudiera verlo, un horrible alarido de espanto se alzó y desplomó desde el difuso contorno de la casa.
Panniol dejó de alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra mi cara.
-¿Quién fue? ¿Con quién vino usted? —preguntó.
Pero yo tenía mi propia linterna encendida, de modo que volví a atravesar corriendo el pasadizo, con Panniol pegado a mis talones. Había reconocido el grito. Ya lo había oído antes, cuando una muchacha asustada casi se abalanza contra mi auto mientras huía de su maniático tutor.
¡Vicki!


VII

Escuché que Panniol ahogaba un grito cuando entramos en el laboratorio. El lugar estaba inundado del líquido verde. ¡Los otros dos recipientes estaban rotos! Sin detenerme, transpuse los recipientes destruídos y vacíos y salí por la puerta. Panniol no me siguió.
No había nadie en el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta. Barrí el suelo con la luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de una chica que calzaba tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El resto de las huellas fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar considerarla una huella. Era más bien como si algo grande se hubiera arrastrado en dirección al bosque. Su enormidad quedó demostrada, además, cuando descubrí los arbolillos quebrados y la maleza aplastada.
Volví corriendo al laboratorio, donde Panniol estaba sentado con la cara pálida y estirada, contemplando los tres tanques vacíos y destrozados. El revólver estaba sobre la mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la puerta.
-¿Adónde se piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie.
-Afuera, en busca de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o... —no terminé la frase.
Me precipité en la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en el bosque con la pistola en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el sendero trazado por algo en lo que no quería pensar. La pregunta vital que me ardía en la mente era si tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la tenía en su poder…
Mi pregunta fue respondida por un grito agudo que no sonó demasiado lejos de mí. Salí corriendo, más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un claro.
Quizás sea porque quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era oscura y comenzaba a ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo puedo recordar cómo Vicki apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia mí, para enterrar su cabeza contra mi hombro y sollozar.
Una enorme sombra se me acercó maullando de manera asquerosa, volviéndome casi loco del terror. Atropelladamente, escapamos de aquel horror en la oscuridad, de regreso a las reconfortantes luces del laboratorio, lejos del nunca visto terror que acechaba en la negrura. Mi cerebro, enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas dos y dos obtenías un cinco.
Los tres tanques habían contenido tres cosas provenientes de los más oscuros abismos de una mente retorcida. Una había escapado; Casanova y Panniol la persiguieron. Había matado a Casanova, pero Panniol la hizo caer en el pozo disimulado. La segunda cosa se debatía ahora torpemente en el bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era muy grande y le había llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí. Entonces comprendí que había retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había llegado al fondo... con mucha facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba casi seguro de que no podría lograrlo.
Dos de ellas se encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la tercera? Mi pregunta fue respondida en ese preciso instante por un grito proveniente del laboratorio. Y por un… maullido.


VIII

Corrimos hasta la puerta del laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los gritos y los terribles sonidos maullantes provenían del garaje. Llegué a la puerta, y desde aquel entonces he estado agradecido de que Vicki se quedara en el laboratorio y se ahorrara la visión que me ha despertado de mil espantosas pesadillas.
El laboratorio estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una enorme mancha moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de terror, los gritos de un hombre que se está enfrentando a un monstruo salido de los abismos del infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía jadear complacido.
Mi mano se movió en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la encontré! La luz inundó el cuarto, iluminando un cuadro de horror que era el resultado del asunto de la tumba en el que había participado, tanto el tío muerto como yo.
Un gusano grande y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje, reteniendo a Panniol con sus ventosas extendidas, alzándolo hacia esa boca rosa y goteante de la que provenían los desagradables maullidos. Las venas, rojas y pulsantes, sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de diminutos gusanos serpenteaban en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso formaban un gran ojo que me miró fijamente. Un inmenso gusano, compuesto de centenares de millones de gusanos, los festejantes de la carne muerta que Panniol había utilizado tan desvergonzadamente.
Inmerso en el submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La cosa maulló y se convulsionó.
Panniol gritó algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la boca que esperaba. Aunque no podía creerlo, logré entenderle por sobre el horroroso sonido que producía la criatura.
-¡Dispárele! ¡Por el amor del cielo, dispárele!
Entonces noté los pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes del laboratorio, se rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi encendedor, lo encontré y lo accioné frenéticamente. De repente recordé que había olvidado cambiarle la piedra. De modo que busqué la cajita de fósforos, saqué uno y con aquél encendí todos los demás. Lo hice justo cuando Panniol gritaba por última vez. Distinguí su cuerpo a través de la translúcida piel de la criatura, que aún se sacudía mientras miles de gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo náuseas, arrojé los fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal como lo imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó en una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida.
Me volví y salí a los tropezones hasta donde se encontraba Vicki, pálida y temblorosa.
-¡Vamos! —le dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder!
Nos abalanzamos dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.

No queda mucho por agregar. Imagino que habrán leído todo lo referente al fuego que arrasó el barrio, y que destrizó con casi veinte kilómetros cuadrados de bosques y casas residenciales. No podría sentirme demasiado mal acerca de aquel incendio. Calculo que cientos de personas habrían sido exterminadas por las gigantescas cosas-gusano que Panniol y Casanova estaban engendrando. Volví a aquel lugar en el auto, luego del incendio. Todo estaba lleno de ruinas carbonizadas. No quedaban restos reconocibles del horror que contemplamos.
Pensar en una vida después de esto se hizo imposible, lo íncreible, al ocurrir censura las posiblidades de maravilla, dejando gris cualquier color que ofresca la vida.

lunes, agosto 04, 2008

El Arma


Una pequeña historia, mi opinión sobre las armas y lo que traen.




La cabaña estaba sumida en la penumbra del anochecer. El Dr. Malik Nazar, científico que ocupaba un puesto clave en un importantísimo proyecto, meditaba sentado en su butaca predilecta. Reinaba un silencio tan grande en la sala, que oía como en la cabaña contigua su hijo pasaba las páginas de un libro de imágenes.

Frecuentemente Nazar trabajaba mejor que nunca, concebía sus ideas más geniales, en circunstancias como éstas, solo y tranquilo en una cabaña oscurecida de su casa, después de realizar su trabajo diario. Pero aquella noche su cerebro no se hallaba enfrascado en cavilaciones creadoras. Pensaba principalmente en su hijo, chico con necesidades especiales, su único hijo, que entonces estaba en la cabaña contigua. Sus pensamientos eran amorosos, y se hallaban libres de la amargura que experimentó años atrás, cuando se enteró del triste estado de su vástago. El muchacho era feliz y ¿no era esto lo principal? ¿Y a cuántos hombres ha sido concedido tener un hijo que será siempre un niño, que no crecerá para dejar al autor de sus días? Desde luego, aquello era un intento para aplicar la lógica a un hecho tristísimo, pero la lógica no tiene nada de cuando en cuando.

En aquel momento sonó el timbre.
Nazar se levantó y encendió la luz de la cabaña casi totalmente oscura, antes de salir al vestíbulo para ir a abrir la puerta. La llamada no le molestó; aquella noche casi agradecía cualquier interrupción de sus pensamientos.
Abrió la puerta. En el umbral se alzaba un desconocido.
- ¿El Dr. Nazar? - dijo -. Permita que me presente... Me llamo Alcaraz y desearía hablar con usted. ¿Me permite que pase un momento?
Nazar le miró. Era un hombrecillo de aspecto vulgar e inofensivo... muy posiblemente un periodista o un agente de seguros.

Pero no le importaba lo que pudiese ser, Nazar respondió:
- Con mucho gusto. Pase usted, Mr. Alcaraz.
Unos cuantos minutos de conversación, se dijo tratando de justificarse, le distraerían y apartaría de él aquellos pensamientos.
- Siéntese - dijo a su visitante cuando ambos estuvieron en el living -. ¿Me permite que le ofrezca una copa?
- No, gracias.
Tomó asiento en la silla; Nazar en el sofá.

El hombrecillo cruzó los dedos y se inclinó hacia él.
- Dr. Nazar, usted es el hombre cuya labor científica tiene mayores probabilidades que la de ningún otro sabio de acabar con la raza humana.
Es un chiflado, se dijo Nazar. Demasiado tarde, comprendió que debía haber preguntado cuál era la profesión de aquel individuo antes de admitirlo, y qué le traía allí. La entrevista prometía ser embarazosa; a él no le gustaba mostrarse grosero, pero en este caso tendría que serlo.
- Dr. Nazar, el arma en la cual está usted trabajando...
El visitante se interrumpió y volvió la cabeza cuando la puerta que conducía al dormitorio contiguo se abrió y un muchacho de quince años entró en el living. El muchacho corrió hacia Nazar, sin hacer caso de la presencia de Alcaraz.
- Papá, ¿me leerás este cuento ahora?

Aquel muchacho de quince años reía como un niño de cuatro.
Nazar pasó un brazo en torno a los hombros del retrasado. Luego miró a su visitante, preguntándose si estaría enterado de su tragedia. Por la falta de sorpresa que observó en la cara de Alcaraz, Nazar comprendió que éste ya sabía que tenía un hijo idiota.
- Camilo- dijo Nazar, con voz afectuosa - papi tiene trabajo. Espera un momentín. Vuelve a tu cuarto; pronto iré a leerte ese cuento.
- ¿El de la gallinita que le caía el cielo encima? ¿Me leerás el de la gallinita?
- Si tú quieres... Ahora, vete. No, espera. Harry, este señor es Mr. Alcaraz.
El muchacho dirigió una tímida mirada al visitante. Alcaraz le dijo:
-Hola, Camilo- y le devolvió la sonrisa, tendiéndole la mano. Nazar estuvo entonces seguro de que Alcaraz ya conocía la triste condición de su hijo; su sonrisa y su ademán eran propios para dirigirse a un niño de cuatro o cinco años, que era la edad mental de su hijo-
El niño tomó la mano de Alcaraz. Por un momento pareció como si fuese a sentarse en las rodillas de éste, pero Nazar lo apartó suavemente, diciéndole:
- Ahora vuelve a tu cuarto, Harry.
El muchacho regresó a su dormitorio, dejando la puerta abierta.
Alcaraz miró a Nazar y dijo:
-Me gusta ese chico - con una sinceridad que era evidente. Añadió - Espero todo cuanto usted le lea pueda ser siempre cierto.

Nazar no comprendió qué significaban aquellas palabras. Alcaraz prosiguió:
- El cuento de la gallinita. Es un cuento muy bonito... pero ojalá la gallinita se equivoque y el cielo no caiga nunca.

Nazar experimentó una súbita simpatía por Alcaraz cuando éste demostró querer al niño. De pronto recordó que debía terminar aquella entrevista cuanto antes. Se levantó, como si ya no tuviese nada más que decir.
- Temo que está usted perdiendo el tiempo y que me lo hace perder a mí, Mr. Alcaraz - dijo -. Me sé de memoria todos los argumentos que puede usted esgrimir. He oído docenas de veces todo cuanto usted pueda decirme. Posiblemente hay algo de verdad en lo que usted cree, pero eso a mi no me concierne. Yo soy un hombre de ciencia, y únicamente eso. Sí, es del dominio público que estoy trabajando en un arma, un arma muy perfeccionada y que puede ser casi definitiva. Pero, para mí, no es más que un subproducto del hecho principal: mi contribución al progreso científico. Lo tengo muy meditado, y he llegado a la conclusión que eso es lo único que me interesa.
- Pero, Dr. Nazar... ¿Está preparada la Humanidad para un arma tan terrible? Somos niños, y usted está bajando el poder de los dioses.
Nazar frunció el ceño.
- Ya le he expuesto mi punto de vista, Mr. Alcaraz.
El visitante se alzó sin prisas de la butaca, diciendo:
- Muy bien. Si usted prefiere que no discutamos, no diré una palabra más. - Se pasó una mano por la frente -. Le dejo, Dr. Nazar. Aunque... ¿Puedo cambiar de opinión acerca de la copa que tuvo la amabilidad de ofrecerme?
La irritación de Nazar se desvaneció.
- Desde luego - dijo - ¿Le gusta el whisky con agua sola?
- Muchísimo.
Nazar se disculpó y pasó a la cocina. Preparó la botella de whisky, un jarro de agua, cubitos de hielo, vasos.
Cuando volvió al living, Alcaraz salía del dormitorio del niño. Oyó que aquél decía “Buenas noches, Camilo” y que su hijo contestaba alborozado: “Buenas noches, Mr. Alcaraz”

Nazar sirvió dos copas de whisky. Poco después, Alcaraz rechazó amablemente una segunda y se levantó para irse.
Antes de marcharse, dijo:
- Me he tomado la libertad de traer un regalito para su hijo, doctor. Se lo di mientras usted iba en busca de las bebidas. Supongo que disculpará usted mi atrevimiento.
- No faltaba más. Muchas gracias. Buenas noches.
Nazar cerró la puerta; cruzó el living y penetró en el dormitorio de su hijo:
- Bueno, Camilo; ahora te leeré ese...
Su frente se cubrió repentinamente de sudor, pero se esforzó por mantenerse tranquilo hasta acercarse al lecho.
- ¿Me dejas ver esto?
Cuando se apoderó del objeto, sus manos temblaban al examinarlo.
“Sólo un loco, se dijo, sólo un loco daría un revólver cargado a un niño”, se dijo, esa noche no pudo trabajar más.

miércoles, julio 30, 2008

毒药

- He oído un rumor - comentó Xian Wu -, relativo a que usted... - volvió la cabeza y miró a todos los lados para estar completamente seguro de que él y el farmaceuta estaban solos en la farmacia. El farmaceuta era un hombrecillo con aspecto de Ch’un Shu (hombrecillos que supuestamente vivía en lo límites norte del imperio) , su edad podía ser cualquiera entre los cincuenta y los cien años. Estaban solos; pero, de todos modos, Xian Wu bajó la voz - relativo a que usted tiene un veneno que no deja rastro alguno.
El farmaceuta asintió. Salió del mostrador, cerró la puerta principal y se dirigió a una puerta en la parte posterior.
- Estaba a punto de tomar mi Té - explicó - Acompáñeme a tomar una taza.
Xian Wu le siguió a un cuarto en la parte posterior, cubierto por estantes de botellas, desde el piso hasta el techo. El farmaceuta enchufó una tetera eléctrica, trajo dos tazas y las depositó en una mesa que tenía una silla a cada lado. Indicó una a Xian Wu y él tomó asiento en la otra.
- Bien - señaló -, dígame, ¿a quién desea matar y por qué?
- Eso no importa. ¿No es suficiente que le pague por...?
El farmaceuta le interrumpió levantando una mano.
- Sí, importa. Debo estar convencido de que usted merece lo que puedo darle. De otro modo... - se encogió de hombros.
- Muy bien - aceptó Xian Wu. - Se trata de mi mujer. El porqué... - Empezó la larga historia. Antes de llegar al final, la tetera terminó su tarea y el farmaceuta interrumpió brevemente la historia, para servir el Té. Xian Wu concluyó su narración.
- Sí - asintió el pequeño farmaceuta -, ocasionalmente proporciono un veneno que no deja rastro. Lo hago sin coste alguno, si creo que el caso lo requiere. He ayudado a muchos asesinos.
- Bien - urgió Xian Wu -, démelo entonces, por favor.
- Ya lo he hecho - sonrió el farmaceuta -. Para cuando el Té estuvo listo, ya había decidido que usted lo merecía. Como le dije, es sin cargo alguno. Pero el antídoto tiene un precio.
Xian Wu palideció y tomó sus precauciones, no contra las palabras que pronunciara el farmaceuta sino contra la posibilidad de una traición o alguna forma de chantaje. Sacó una ballesta de su alforja.
El farmaceuta rió quedamente.
- No se atreverá a usar eso. ¿Podría encontrar el antídoto - señaló los estantes - entre tantos millares de botellas? ¿O quizá encontraría un veneno más rápido y virulento? Si cree que estoy fanfarroneando, que no está realmente envenenado, dispare entonces. Sabrá la respuesta dentro de tres horas, cuando el veneno empiece a hacer su efecto.
- ¿Cuánto por el antídoto? - gimió Xian Wu.
- Un precio razonable. Después de todo, hay que vivir. Aunque sea un aficionado a evitar asesinatos, no hay razón para no sacar una pequeña ganancia de ello, ¿no cree?
Xian Wu gruñó y bajó la ballesta, pero la dejó al alcance de la mano, mientras sacaba la cartera. Quizá después de conseguir el antídoto podría usarla. Contó monedas.
El farmaceuta no hizo ningún movimiento para cogerlos.
- Otra cosa, para seguridad de su esposa y mía. Escribirá una confesión de sus intenciones: de sus iniciales intenciones de asesinar a su esposa. Entonces me esperará hasta que yo haya regresado de enviársela por correo a un amigo que trabaja en la policía. El la conservará como evidencia, para el caso de que alguna vez decida matar a su esposa. O a mí. Cuando esté el documento en el correo, me sentiré seguro y podré regresar aquí para facilitarle el antídoto. Le daré papel y pluma...Ah, y otra cosa, aunque no sea una exigencia, desde luego. ¿Quiere correr la voz acerca de mi veneno sin rastros por favor? Uno nunca sabe, señor Xian Wu. Quizá la siguiente vida que salve sea la suya.

lunes, julio 28, 2008

Jaguar, o lo que esperamos





Si ustedes han visto a un padre ansioso, en la sala de espera de cualquier hospital, encendiendo cigarrillo tras cigarrillo. habitualmente por el lado erróneo, se imaginarán la preocupación que padecen.

Pero si creen que eso es preocupación, echen una ojeada a Vicente Sulieta paseando ante la sala de maternidad. Sulieta no solamente enciende al revés los cigarros con filtro, sino que también los fuma así sin notar la diferencia.

Realmente tiene razones para preocuparse. Todo empezó la última vez que visitaron un zoológico. La última vez, en el sentido más estricto de la frase; Sulieta ya no se acercaría nunca más a uno, jamás, ni tampoco su esposa.

Pero hay algo que debemos explicar, para que puedan entender lo que ocurrió aquella tarde. En sus años mozos, Sulieta fue un ardiente estudiante de magia: de magia real, no de simple prestidigitación de club. Por desdicha, sus ensalmos y encantamientos no le proporcionaban resultado, aunque demostrasen ser muy efectivos en los demás.

A excepción de un encantamiento, uno que le permitía convertir a un ser humano en cualquier animal que escogiera y repitiendo el mismo encantamiento al revés nuevamente en ser humano. Un hombre malvado o vengativo hubiera hecho mal uso de esta habilidad, pero Sulieta no era ninguna de las dos cosas y después de algunos experimentos, con sujetos que se ofrecieron de voluntarios por curiosidad, nunca volvió a practicarlo.

Cuando diez años atrás, a la edad de treinta, se enamoró y contrajo matrimonio, lo empleó una vez más, simplemente para satisfacer la curiosidad de su esposa. Cuando le contó sus habilidades, ella dudó y le retó a probarlas; entonces, él la transformó brevemente un una gata siamesa. Ella le hizo prometer que no usaría nuevamente su habilidad anormal y, desde entonces, Sulieta mantuvo su promesa.

A excepción de aquella vez, la tarde de su visita al zoológico. Caminaban a lo largo de la vereda, sin que hubiera nadie más a la vista, cerca del foso de los jaguares. Buscaron a los animales, pero todos se habían retirado a sus cuevas, para descansar. Fue entonces cuando su esposa se inclinó demasiado sobre la barandilla; perdió el equilibrio y cayó al foso. Milagrosamente no se hizo daño al caer.

Ella se puso en pie, mirando hacia arriba; colocó un dedo sobre sus labios y señaló a la entrada de la cueva. El entendió; ella deseaba que la ayudara, pero en silencio, por temor a que cualquier sonido despertara a los jaguares dormidos. El asintió, y ya se volvía para buscar ayuda, cuando una ahogada exclamación de su esposa hizo mirar de nuevo hacia la jaula, y se percató de que sería demasiado tarde.

Un joven jaguar macho salía de la cueva, gruñendo agresivamente y dirigiéndose hacia ella, preparada para matarla.
Sólo había una cosa que hacer a tiempo para salvar la vida de su esposa, y Vicente Sulieta lo hizo. Los jaguares machos no atacan a sus hembras.

Pero, en cambio, tienen otras ideas. Sulieta permaneció retorciéndose las manos en impotente angustia, mientras se veía forzado a presenciar lo que le ocurría a su esposa en el foso . Después de cierto tiempo, el jaguar volvió a la cueva, y entonces. listo para hacer nuevamente el cambio si volvía a aparecer el macho Sulieta pronunció el encantamiento al revés, para volver a su esposa a su forma original. Le indicó que podía apoyarse en los salientes de las paredes del foso y escalar lo suficiente como para que él pudiera extender su mano y sacarla del horrible antro. En unos minutos, ella estaba a salvo. Demudados y exhaustos, tomaron un taxi para ir a casa. Una vez allí acordaron no volver a mencionar el asunto: no podía haberse hecho otra cosa.

Durante unas semanas no mencionaron el infortunio. Pero entonces... bueno, llevaban diez años de casados y deseaban tener niños, pero éstos no llegaban. Ahora, tres semanas después de tu terrible experiencia en el foso
ella estaba esperando... ¿un niño?

¿Han visto ustedes a un padre impaciente paseando por la sala de espera de un hospital, con el aspecto del hombre más preocupado de la tierra? Entonces consideran a Sulieta, quien ahora pasea y espera. Pero ¿qué espera?

martes, julio 22, 2008

Unsuri





Hola amigos aquí les dejo mi último cuento, he tomado el nombre del poeta Unsuri, para crear una ficción, no me odien aquellos que les molesta cuando hago fantasía del pasado.


Unsuri


¿Qué es eso acuoso como el fuego, que pinta el acero como a la seda, en forma de un cuerpo sin un alma, la sangre correrá puramente a través de sus venas?
Se agita y se revuelve el arroyo, se sacude, entonces, un relámpago aparece;
es una flecha veloz, curva, y es como un arco.
Contempla el mundo a través de un catalejo;
¡ Ve cómo los diamantes se entretejen en la seda!
¡Reinado y la felicidad son los tuyos: ser feliz entonces, y ser un rey!
¡Póngase la túnica de la felicidad, yo debo recitar el perga
mino de la realeza!

Abul Qasim Hassan ibn Ahmad 'Unsuri-i Balkhi

I

Hassan había pasado tres años en la cárcel. Era lo bastante grande y seguro, todo en el parecía transmitir el mensaje de “no me toques”, por lo que su mayor problema consistía en encontrar formas de matar el tiempo. Así que se dedicaba a mantenerse en forma, aprendía a hacer trucos con monedas y pensaba muy a menudo en lo mucho que quería a su mujer.
Lo mejor, en opinión de Hassan, y quizá lo único bueno, de estar en la prisión era la sensación de alivio. La sensación de que había caído todo lo bajo que podía caer, de que había llegado hasta el fondo. No le preocupaba que el demonio lo fuera a coger, porque el hombre ya lo había cogido. No le daba miedo lo que el mañana le pudiera traer, porque el ayer se lo había traído.
Hassan decidió que no importaba si uno había hecho aquello por lo que lo habían condenado. Según su experiencia, toda la gente que había conocido en la cárcel se sentía herida por algo: en todos los casos las autoridades habían entendido mal algo, decían que habías hecho algo cuando era falso o, como mínimo, no lo habías hecho tal y como ellos decían. Lo que importaba era que te habían cogido.
Intentaba no hablar demasiado. Sabía que no habían condenas en Ghazni, simplemente te encerraban, te colgaban o te desterraban. Así la vida sigue. Si ninguna de las anteriores ocurría, te limitas simplemente a pasar el tiempo, algún día tendrán que dejarte salir.
Al principio la libertad estaba muy lejos como para que Hassan se concentrara en ello. Luego se convirtió en un rayo distante de esperanza y aprendió a decirse a sí mismo «esto también pasará» cuando la mierda de la cárcel se fuera hacia abajo, como la mierda de la cárcel hacía siempre. Un día se abriría la puerta mágica y por fin saldría por ella. Así que empezó a tachar los días en la pared, leía todo lo que Zhara le mandaba, especialmente unas páginas de Herodoto. Aprendió a hacer trucos con monedas, luego hizo una lista mental de lo que haría cuando saliera de la cárcel.
La lista de Hassan se hizo cada vez más y más corta. Al cabo de dos años la había reducido a tres cosas.
En primer lugar, se tomaría un baño. Un baño de verdad, largo, en una tina. Quizá leería el Corán o quizá no. Unos días pensaba de una manera, otros de otra. En segundo lugar, se secaría con una toalla y se pondría una toga.
No era supersticioso. No creía en nada que no podía ver. Aun así, durante las últimas semanas, sentía que la tragedia se cernía sobre la cárcel, de la misma forma que la había sentido los días anteriores al robo. Tenia una sensación de vacío en la boca del estómago, pero él intentaba convencerse de que no era más que el miedo de volver al mundo de fuera. Pero no estaba seguro. Estaba más paranoico de lo habitual, y en la cárcel lo habitual es mucho, y es una técnica de supervivencia. Hassan se volvió más callado, más sombrío que nunca. Se sorprendió a sí mismo observando el lenguaje corporal de los guardias, de los otros reclusos, intentando hallar una pista que le permitiera averiguar aquella cosa mala que estaba a punto de ocurrir. Estaba seguro de ello.
La última semana fue la peor. En cierto sentido fue peor que los tres años juntos. Hassan se preguntaba si era el tiempo: agobiante, calmado y frío. Parecía como si fuera a haber tormenta, pero nunca llegó. Estaba de los nervios, se le ponían los pelos de punta, sentía algo en el fondo de su estómago que le decía que algo iba mal. El viento soplaba en el patio de ejercicios. Hassan creía que podía oler la nieve en el aire.
Mientras estaba en el único patio del edificio, Abd-el-Arik se acercó a Hassan, le sonrió y le mostró sus viejos dientes. Se sentó junto a él. No eran amigos, uno no debía ser amigo de un soldado, o podía amanecer muerto.
-Tenemos que hablar - le dijo.
Arik no era turco, ni siquiera persa. De hecho era uno de los hombres más negros que jamás había visto Hassan. Podría haber tenido sesenta años. Podría haber tenido ochenta. La única verdad es que el hombre había caminado por todo el imperio, desde el Caspio hasta la India, sin dejar huella alguna. Era soldado de profesión, pero su vida útil ya había terminado, así que le obligaban a tratar con los presos menos peligrosos. Era un padre, consejero y era un Imán, leía el Corán en voz alta, les hacía rezar, a usar la fe contra las cadenas.
-Se avecina tormenta —dijo.
-Eso parece. En las montañas nevará pronto.
-No ese tipo de tormenta. Se acerca una tormenta más grande. Te lo digo, es mejor que estés aquí que fuera en la calle cuando llegue.
-Pronto será Ramadán. El viernes me voy.
Arik miró a Hassan.
-¿De dónde eres? —le preguntó.
-De Balkh.
-Eres un mentiroso de mierda —exclamo el viejo militar—. Me refiero a de dónde vienes. ¿De dónde son tus viejos?
-No lo sé, dicen que mi padre era griego, mi madre era músico —respondió.
-Cuenta lo que quieras. Se avecina una gran tormenta. Pórtate bien, Hassan.
Hassan se pasó la noche medio despierto, dormía y se despertaba continuamente, escuchaba los gruñidos y ronquidos de su nuevo compañero de celda, que estaba en la litera de abajo. Unas cuantas celdas más allá un hombre gemía, se desgarraba en gritos y sollozaba como un animal, y de vez en cuando alguien le gritaba que se callara de una puta vez. Hassan intentó no escucharlos. Se dejó envolver por los minutos vacíos.
Arik volvió a aparecer ante sus ojos:
-¿Hassan? Sígueme.
Hassan analizó su conciencia. Estaba tranquila, lo que en un cárcel no significaba, tal y como había comprobado, que no estuviera metido en algún problema. Los hombres andaban más o menos uno junto al otro. El ruido de los pies resonaba al caminar sobre la piedra y el metal.
Hassan notaba el sabor del miedo en la parte de atrás de la garganta, amargo. Estaba ocurriendo lo malo...
Desde el fondo de su cabeza una voz le susurraba que le iba a caer otro año a su sentencia, que lo iban a meter en una celda de aislamiento, que le iban a cortar las manos, la cabeza. Se dijo a sí mismo que eran imaginaciones suyas, pero su corazón latía desbocado, como si fuera a atravesarle el pecho en cualquier momento.
-No te entiendo, Hassan —exclamó.
-¿Qué no entiende, señor?
-A ti. Eres muy tranquilo, joder. Muy educado. Esperas como si fueras un viejo, pero ¿cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiocho?
-Treinta y dos, señor.
-¿Y qué eres? ¿Gitano? ¿Cristiano?
-No que yo sepa, señor. Quizás lo soy y aún no me entero.
-A lo mejor es verdad que tienes sangre griega.
-Podría ser, señor. —Hassan se mantenía erguido y miraba al frente, sin dejar que aquel hombre le sacara de sus casillas.
-Hassan, te vamos a poner en libertad esta misma tarde. Saldrás unos cuantos días antes.- Asintió y esperó la segunda parte de la noticia... –Tu mujer. ha muerto a primera hora de la mañana. Ha sido rápido Alá en su misericordia se la llevo antes que al resto.
-¿Al resto?
-Si, es la plaga. Cierran pueblos y ciudades, no vayas rumbo al nororiente. Sólo hay muerte ahí.
Hassan asintió de nuevo, pero no dijo nada.
Aturdido, fue a recoger sus pertenencias, aunque la mayoría las regaló, ¿qué eran? Pedazos de una vida vivida a medias. Lo único que sintió fue el libro de Herodoto que le había regalado Zhara. Era libre, pero ahora no significaba mucho.

II
Las calles cantaban alegría, aún más fuerte de lo que esperaba. Los colores eran muchos más brillantes de lo que podía recordar. Tenía suficiente dinero como para comprar nuevas ropas, podía buscar a su hermano, pedir un préstamo, vivir como comerciante. No era mala idea, sonaba tranquilo, honesto.
Tomó un baño en el barrio rojo. Los hombres andaban desnudos, soportando el calor. Algunos compartían besos y caricias. Hassan se limitó a cerrar los ojos. Debía estar llorando a Zhara. Debía afrontar su duelo. Alá había decidido otra cosa, ¿qué era la peste? Otro juego, igual que la prisión. Una muerte que iba y venía, de cuando en vez. Nadie pensaba mucho en ella, excepto cuando se llevaba a su familia.
Recordó sus primeros versos, habían sido escritos para ella, nadie más podía entenderlos. Muchos grandes poetas, al igual que él, venían de linajes mixtos. No era necesario ser noble para adular a los príncipes. Pronto se alzaría un nuevo héroe, Mahmud, incluso en la cárcel se hablaba de él. Había ayudado a su padre, el salvaje Sebuk Tigin, contra los turcos del Khan. Luego había recuperado Ghazni de manos de su hermano Ismail, al que mandó a un fuerte, tan al occidente, que nadie esperó saber algo de él.
Hassan había visto, cuando aún él era un cachorro, a Tigin entrar en Balkh, Bactra, la llamaba. Los griegos habían amado el lugar mucho antes que él, se había nutrido una tierra mucho más vieja y firme que un simple imperio. Su hubiese quedado ahí, pero estaba enfermo y regresó al alero de su hijo.
Algo había aprendido algo mirando los ojos de un príncipe. No había nada en ellos que tu no pudieses conquistar. Sólo jugaban otro juego, uno en el que él no podía entrar. No había fuego sagrado en el corazón del nuevo emperador, pero pronto necesitaría que alguien contara las suficientes historias, escribiera los poemas necesarios, para hacer creer que así era. Hassan sabía algo sobre si mismo que pocas veces admitía tan soberbio era su pecado. Era un poeta, muy a pesar suyo. Y la envidia por aquellos que habían logrado vivir de sus canciones, quemaba ahora en su pecho, era una desesperación aún más grande que el dolor de su pérdida. Zhara sabía dominar incluso sus lados más oscuros, ¿qué sería de él ahora? No pudo llorar, así que simplemente se durmió esperando que alguien más pudiese vivir su vida.
Dos hombres aparecieron ante sus ojos aún dormidos. Uno de ellos estaba desnudo, tenía una cicatriz enorme en el pecho, la habían hecho con fuego, nada raro entre los esclavos turcos. El otro era un hombre mayor, probablemente ya había pasado los cincuenta hace unos cuantos años. Parecía árabe y vestía una suave túnica blanca, que humildemente caía sobre su cuerpo. Contrastaban en todo sentido, desde su color, hasta su expresión. El hombre desnudo era blanco, su cabello claro y tenía una expresión sombría; el viejo era otro cuento, su piel era morena, su barba blanca, su sonrisa amplia.
-Por favor – dijo el hombre de la túnica – no se asuste señor, he venido a hacerle una propuesta de negocios. Su nombres es Abul, ¿no es así?
-Hassan, nunca uso Abul, ese el nombre de mi padre – contestó él sin ganas de seguir hablando.
-Entiendo, los hijos siempre piden independencia. Luego somos viejos, morimos y llamamos a nuestros padres. Ah, pero no estoy aquí para hablarle de las ironías de la vida. Supongo que usted ya sabe suficiente de ellas.
Hassan asintió con un movimiento breve.
-Bien. Debe estar tranquilo – continuó – debemos hablar de negocios. Entiendo que usted conoce los pueblitos y caminos de aquí a Multan.
-Solía hacerlo. He estado tres años en prisión.
-Lo sé, también sé que no es un criminal. Pagaré con monedas de plata cada día que pase conmigo. Debo llegar a Multan sin percances, usted puede ayudarme.
-No quiero volver a la cárcel, me colgarían.
-Lo sé, no volverá.
El hombre de la cicatriz permanecía silencioso, hasta que simplemente soltó unas palabrotas que sonaron como un verdadero trueno.
-Es un cobarde – dijo – es el hijo de una prostituta y un griego. ¿Quién necesita a un cobarde?
-El sultán es hijo de esclavos y te cortarían la lengua por decirlo en alto – dijo Hassan poniéndose de pie – monedas, suena como algo que necesito. Controle a su perro y seremos todos muy felices.
-Bien – dijo el viejo – confío se llevarán bien caballeros. Ahora, vístanse, tenemos que visitar a algunas personas antes de salir.

III
La ciudad no era demasiado extensa, pero crecía. La gente buscaba seguridad, eso generalmente se encontraba donde el hombre más fuerte del momento reinara. No habían muchos más fuertes que Mahmud, los persas habían visto como turcos y árabes se ponían cómodos en esta tierra. Mercaderes de oriente venían cada cierto tiempo, las riquezas que traían hacían soñar a muchos, no a Hassan, para él no había mucho que añorar en esos días, sólo cruzar esa inmensa barrera que se paraba entre él y su destino, sea cual fuese este.
El extraño permitía que todo el mundo le llamara señor Sabbath, pero no era judío, al menos no en apariencia. Al gigante le llamaban Bora, nadie especulaba sobre su origen, pero hablaba, pensaba y comía como un nómada.
El burdel de Anahita era uno de los más famosos de la ciudad, era caro, y debías vestir como un señor para que uno de los eunucos de la puerta no te masacrara por entrar sin permiso. Habían llegado a la ciudad hace muy poco, venían del oeste, bailarinas, espacios abiertos para fumar, buen vino. Todo lo que el Corán podía prohibir, fácilmente entregado a las manos del consumidor.
Sabbath se sentó sobre unos cojines hermosamente trabajados, Hassan estaba inquieto, pero decidió de que era sólo el espíritu de la prisión que seguía hablando a su oído.
-No hay mejores damas que aquellas que Anahita escoge – dijo el viejo sonriendo – todas damas libres, de África hasta India, las chicas se pelean por trabajar con ella. Incluso escuché que se trajo una cristiana, una hispana, me hubiese gustado verla.
-¿Qué pasó con ella? – interrumpió Hassan que hasta entonces sólo escuchaba su propio ruido interior.
-No mucho, se casó con un mercader. Algunos tienen toda la suerte.
-Es verdad.
El vino era bueno, pero estaba lejos de ser el mejor, Sabbath bebió tres vasos al hilo y luego se recostó. Puso la boquilla del narguile en su boca, estaba listo para una buena siesta. Hassan no tuvo problemas, era un buen bebedor. Por alguna razón recordó algo que había leído sobre su propio pueblo en Herodoto, “…les gustaba acompañar las comidas con mucho vino y acababan todos ebrios, pero estaba prohibido orinar o vomitar delante de alguien”. Se preguntaba si es que la historia iba siempre para adelante, ¿no daría unos veinte pasos para atrás antes de dar uno para adelante?
-Cuidado – dijo Sabbath incorporándose – este vino es de aquellos que te hacen pensar.
La última bailarina salió a enfrentar a su público. Sus ojos verdes y cabello negro contrastaban con lo pálido de la habitación. Era más que hermosa, cruzaba por mucho el umbral de la belleza tradicional.
-Debo tenerla – dijo Hassan.
-Tú y unos miles más – dijo Bora sonriendo – jamás nadie a podido pagar el precio que ella pide.
-No hay vírgenes en un burdel.
-Sí las hay – intervino Sabbath – las hay, les presento a Anahita.
Las caderas de la joven pasaron cerca del rostro del viejo hombre, quien sólo pudo aumentar aquella sonrisa que tenía a Hassan algo aburrido. Cuando el baile hubo terminado, el público desapareció, algunos marcharon con alguna chica, otros se iban a casa borracho, lamentando su condición u otro pesar más profundo.
La bailarina/regenta se aproximó a Sabbath, como si este fuese su huésped más amado y respetado, se inclinó sobre este besando su frente.
-¿Cómo te tratan estos días?
-No tan bien como a ti.
-No me adules, estoy vieja, mis poderes se van con cada día. Los hombres ya no desean como deseaban antes, los dioses son pudorosos en esta época.
Hassan no entendía todas las palabras, hablaban en un persa salpicado con griego y árabe. Pero podrían estar hablando de comérselo vivo y aún así no dejaría de mirar a la chica que desgraciadamente tenía ojos para el vejestorio.
-Vengo a despedirme – dijo el viejo, luciendo extraordinariamente serio –mañana partimos rumbo a Multan, tenemos una caravana lista. Habrá que esperar un tiempo para volver a vernos.
-Así es. Sabes que esperaré.
Sabbath se levantó y recuperó la sonrisa. Ordenó a sus guardias levantarse, cosa que hicieron no sin algún esfuerzo. La chica dio un último abraso al viejo
-No me olvides – dijo ella en voz muy baja, pero aún audible.
-No es justo que me pidas eso, si debo olvidarte, pues lo haré.
Nadie aportó nada más a la despedida, sólo se marcharon. Entrando a la noche sin mucho más que pensamientos cruzados.
Hassan tenía la increíble sensación de estar entrando a otro mundo, parecido al suyo, pero donde las cosas eran algo más de lo que lucían. Todo estaba bien para él, si eso significaba dejar de pensar en Zhara por un momento.

IV
Los caminos eran viejos, algunos ya estaban aquí cuando Alejandro levantó su campamento. Muchos magos decían que si uno ponía su oído en el camino podía escuchar los cascos marchando rumbo al nororiente. Era su mujer quien sabía de esas cosas, media centena de cuentos habían compartido desde el momento en que se casaron. Historias antiguas, griegas y persas por igual. Ella era mejor que él contando historias, de eso no había duda, la diferencia estaba en el más sencillo de ángulos, ella hacía que cada frase, cada pequeña entonación, naciese de su propia vida. Eran sus historias, no importaba el autor, pues después de contadas eran suyas.
Acamparon cerca de un pequeño monte, a orillas del camino. Debían ser cuidadosos, no eran tiempos seguros, no estaban en un lugar seguro.
-No puedo ver mucho más allá de la fogata – dijo Hassan buscando escuchar un consuelo al temor que nacía en su pecho.
-¿Qué quieres ver? Te puedo contar lo que hay ahí afuera, nada y más nada. – contestó Sabbath, casi burlándose.
-Pudimos haber seguido adelante, al menos hasta encontrar algún pueblo – dijo Hassan arrojando una ramita a la fogata – estoy seguro que hay uno o dos por esta zona.
-Seguro, pero nos desviaríamos de nuestro camino. Además tenía planeado pasar la noche exactamente en este lugar.
-¿Le gustar pasar fríos y correr riesgos?
-No, no es eso. Aunque tienes razón en algo, hago esto sólo por amor al riesgo, a mi edad las cosas pueden ponerse aburridas. Pero algunos lugares son más de lo que parecen. En esta misma esquina, hombres más grandes que nosotros estuvieron parados. Temieron, pelearon, algunos lloraron. ¿No te emociona seguir los pasos de Alejandro?
No respondió.
-Aprecio tu sentido de la humildad – continúo Sabbath – pero no me lo creo, en el fondo tienes el mismo sueño de gloria que aquel general macedonio. Claro deseas otras cosas, pero en el fondo es lo mismo. Él quería llegar a la India, tú a la corte. Pues es lo mismo, manteniendo las proporciones. No hablemos más, por la mañana entenderás porque dormimos aquí, aunque no lo creas ahora.
Hassan se durmió bajo un cielo sin estrellas o luna a las cuales admirar. En sus sueños no ocurría gran cosa, quizás soñaba con algo de conocimiento, esos eran los sueños más coherentes. Los demás eran demasiado dispersos para siquiera recordarlos. Este era diferente, parecía más sólido, firme. Estaba en la pequeña casa que compartía con su mujer, un pavo real caminaba entre las habitaciones. Las cosas, a excepción del ave, era prácticamente igual a como las recordaba. Parada sobre el portal de entrada estaba Zhara. Vestía su ropa de a diario y cubría su cabeza tapada con un hiyab y el rostro con un Itam. No era algo típico en ella, que siempre había sonreído libre. Había un olor en el ambiente. No era incienso o mirra, no era otro olor, uno que jamás había sentido antes. ¿Era el olor de la muerte? ¿Así olía la peste?
-Eres tú – dijo ella.
-Pues sí, es mi sueño, así que es bastante probable que sea yo. Pensé que me esperarías en Ghazni. Pero regresaste con tus padres.
-Así es. Estaba sola, no sabía cuando saldrías. Me vine con mi primo Omar, él cuidó de nosotros, puso comida en nuestra mesa, puso compañía en mi cama. Lo siento.
-Yo lo siento más.
-Estaba tan sola. Tres años te fuiste, de haber tenido hijos los hubiese cuidado, pero sólo estaban los hijos de Omar, todos están aquí conmigo ahora. Lo curioso es que no siento culpa, he pecado muy seriamente, pero no siento que sea culpable.
-Yo tampoco te culpo, ahora descubre tu rostro mujer, soy tu esposo.
-No, ya no lo eres. Nuestra unión era hasta la muerte, y la muerte ya nos ha separado. He venido a advertirte, ese hombre es peligroso, es un demonio. Quiere que dejes de ser tu mismo, Hassan, él quiere robarte tu vida.
-No tengo mucho que pueda ser robado.
-Sí lo tienes. Tienes mi recuerdo, ¿quieres perder mi recuerdo? Si tu quisieras podrías regresar todas las noches, haríamos el amor, hablaríamos de los viejos tiempos, reiríamos de los viejos amigos.
Por primera vez, desde que dejó la prisión, Hassan sentía miedo. Abrió los ojos y trató de alejar las palabras, la visión y el aroma. Entendió que debía llorar, lo hizo, también dibujó una oración en su pensamiento. Los muertos debían de ser velados, o se volvían peligrosos.
Retomaron el camino por la madrugada. Hassan montaba inseguro, lentamente comenzaba a quedarse atrás. Sabbath, le esperó.
-Parece que has pasado mala noche.
-No me lo creería – dijo Hassan con un ademán de manos algo grosero.
-Te sorprendería saber la capacidad que tengo para creer.
-Hablé con mi esposa, no sé si fue un sueño, o una visión.
-Eso lo explica todo. Pues bien, los muertos siempre me han asustado mucho. Trato de lidiar con ellos lo menos posible, pero en lugares como estos, es imposibles evitarlos siempre. Sabía algo pasaría por la noche, no sabía que fuera ella a quien enviasen. Muy bajo si me preguntan.
-¿Quién la envió?
-No estoy muy seguro, jamás he sido interprete de sueños. Hay criaturas que no pueden vivir en la tierra de los hombres, Alá se los prohibió, pero se las arreglan para mandar mensajes en sueños, o visiones. Algunas de esas criaturas son hermosas, como los ángeles del firmamento, otras son tristes, como los viejos dioses que caminan entre los hombres. Pero hay cosas, mucho más siniestras, que no quieren que lleguemos a Multan.
-Ella dijo que eras un demonio.
-Oh, es verdad, algunas veces lo soy. Pero mi naturaleza no es el tema, cuando lleguemos a la ciudad muchas cosas cambiarán. Estamos aquí para corregir un gran error. El mundo no será el mismo, nunca más. ¿Le tienes miedo al cambio?
-No, lo que venga no puede ser peor que el ahora.
-Sana actitud.
Hassan repitió su gesto grosero, la verdad es que no entendía lo que el hombre quería decirle y apretó la marcha del caballo. Bora sonrió, luego dio una mirada a su patrón. Éste ordenó al gigante que se adelantara, que si encontraba ayuda en algún pueblo comprara comida, consiguiera algo de vino y agua. Don noches pasaron, no regresó. No lo buscaron, Sabbath lo entendió inmediatamente, era esa bruma que rodeaba todo lo que veía. Con cada paso que dieron, un nuevo muro de niebla se levantaba. Con el rabillo del ojo Hassan pudo ver figuras que iban y venían en ella, parecían hombres, niños, o mujeres, pero había algo a su andar, en sus llamadas, que les revelaba como lo que eran. Zhara estaba entre ellos. Sabía que entre las nubes que velaban su visión, ella estaba mirando sus ojos. Habían voces ahí abajo, él había conocido a esa gente, había comprado su leche, había comido la carne de sus animales. Los muertos estaban pidiendo su parte, aferrándose a lo único que tenían. Todo había sido un juego hasta ahora, por primera vez el miedo se había subido junto a Hassan para compartir su montura.

V
Los ríos Ravi y Chanab se daban un abrazo, seguir su unión fue sencilla, el campo salvaje se transformó en uno humano con la misma velocidad que el rayo aparece en las montañas.
Las paredes de la enorme urbe eran altas y orgullosas, las ciudades no sólo son lugares, son declaraciones que hacemos para combatir nuestra pequeñez individual, en grupo somos valientes, en grupo poseemos aquello que con las manos se nos hace resbaloso, lejano, o simplemente intangible. Muchos habían poseído Multan, desde hace más años de aquellos que normalmente podía contar. Los infieles no habían querido dejarla ir, pero la gente del oeste los tomó por la fuerza, sobrepasando sus murallas, asediando a cada ciudadano. Pero su mano fue blanda, querían el oro, no el alma de sus habitantes. Si es que Mahmud estaba destinado a ser un emperador tendría que tomarla por si mismo, tendría que domarla, la sola idea de una ciudad libre era un peligro tan grande como la muerte misma.
Cruzaron las enormes puertas que brillaban doradas como el sol mismo. Permanecieron ambos en silencio, se sentían incómodos dentro de su ropa. Como si ser ellos mismos fuese una terrible carga en esos momentos. Incluso Sabbath había permanecido en silencio, observaba a los pequeños humanos caminar de un lado a otro. Algunos árabes notaron su presencia, y se quedaban mirándolos. Indios, budistas y otros seres más extraños adornaban con sus colores un paisaje que se ponía aún más raro a cada mirada. Sobre todos los edificios destacaba el templo del dios sol. Algunos peregrinos hacían pequeños rebaños, que los soldados debían controlar.
-Contempla Hassan, no volverás a ver algo como esto. Alejandro entró en ella derramando sangre, los Hunos la saquearon, pero debieron dejarla por temor a sus dioses, después de que Mahumud la tome, otros la poseerán con vehemencia. La violaran, estamos viendo el último rasgo de un mundo antiguo mi querido Hassan, pero no perdamos tiempo vamos al templo, Bora nos espera ahí, junto a la persona que vinimos a ver.
-Es una ciudad infiel.
-Oh. Es fiel, pero no a la misma persona que tú, vamos, no tenemos que hacer esperar a nuestros amigos.
Sobre la entrada del templo, estaba Bora. Vestía las ropas de un Brahaman. Naranjo y rojo. Su pecho descubierto mostraba a todos su cicatriz, llevaba la cabeza calva. De algún modo era otro hombre, pero seguía siendo él. Hizo una reverencia a Sabbath.
-Los esperábamos – dijo.
-¿Cómo llegaste? – preguntó impaciente Hassan – no pudiste haber tomado una ruta más corta.
-No he dejado la ciudad en meses – dijo sonriendo – creo que deben seguirme.
Entraron por pasillos delgados, era un templo diseñado con cuidado. Sus arquitectos lograron crear una de las ilusiones más inusuales, subías y bajabas de nivel, sin realmente realizar la operación. No habían escaleras, simplemente una línea recta que a veces te conducía hacía arriba, otras, abajo.
-Fue el vino, en el burdel – dijo Hassan ya sin la ansiedad que le había dominado – cuando lo bebí algo cambió en mí, dejé el mundo, ¿no es así?
-Más bien, entraste en él – dijo Sabbath sonriendo – pronto terminará esto y entenderás porque estamos aquí.
La habitación del ídolo estaba vacía de no ser por un hombre, que vestido con una elegante túnica azul rezaba con una vehemencia febril. Bora portaba una gran daga plateada, su mango era una diosa que Hassan no podía nombrar. Cuando el hombre dejó de rezar, se levantó y dejó descubierto su rostro.
-Abul Qasim Hassan ibn Ahmad 'Unsuri-i Balkhi, te presento a Hassan. Pero creo que ya se conocían.
Los hombres eran iguales, y se contemplaron casi sin sorpresa, era como si lo hubiesen anunciado años antes. Abul tenía aspecto más descansado, era más delgado, llevaba su cabeza casi rapada; pero podrían haber pasado por hermanos gemelos si no fuera por el hecho de que eran la misma persona.
-De algún modo su historia, que debió de ser una sola se dividió – dijo Sabbath sonriente mientras jugaba con la daga que acababa de quitarle a Bora – por un lado la historia de Abul ocurrió en abundancia, fue entregado a los monjes, no conoció el Islam hasta que llegaron los árabes. Es un poeta triste, jamás a vivido, carece de esa poderosa visión que sus colegas tanto pavonean. Es célibe, vive encerrado, esperando que la muerte lo lleve a un mundo mejor. Por otro lado Hassan vivió la pobreza, aprendió a leer y escribir gracias a un buen Imán. Trató de ser comerciante, las deudas lo dejaron en prisión, su esposa está muerta. El mundo alrededor suyo se ha torcido, está tocado por esta anomalía, o como quieran llamarla. No sé quien cometió este error, pero estamos aquí para solucionarlo.
-Una mierda, no te creo nada – interrumpió Hassan.
-No, hermano, ¿nunca sentiste que debías ser algo que no eras? Sabes que el mundo está cambiando, perteneces a esos cambios, pero no sabes como. Yo lo sé, pero no pertenezco, estamos incompletos porque somos una sola persona.
-¿Y Zhara?
-No lo sé – contestó Sabbath – debemos sellar la herida, lo que suceda después de eso, pues no puedo predecirlo. Sé que el brillo del mundo será distinto, ni mejor ni peor, pero será otro, en todo sentido. Destruiremos esta realidad y la reemplazaremos por otra, nueva, mejor, fresca. Deben usar la Purga, uno tendrá que matar al otro, así sólo habrá existido una historia, mejorada, sana.
-Yo no puedo matar – dijo Abul.
La daga quedó en medio de ambos hombres, Abul temblaba, pero se arrojó de igual manera. La Purga arremetió contra Hassan, pero no dio en el blanco. Otro intentó fracasaba, pero esta vez tuvo un costo para el atacante, quien calló sobre sus pasos y permitió maniobrar a su enemigo, tres años en la cárcel, había pasado por esto antes, amenazado por hombres aún más fuertes que él. Abul no dijo palabra alguna mientras la vida terminaba de huir de su cuerpo. Asesinarse, un termino imposible, nacía en el acto. La sangre corría por el brazo del poeta, ya no había Abul o Hassan. Otra cosa brillaba tras esos ojos, y en todo aquello que les rodeaba.
Sabbath permaneció en silencio, hasta que la muerte dominó la escena. Cogió la Purga y miró al ganador, o mejor dicho, miró aquello que el ganador acababa de crear.
-¿Quién eres? – preguntó aún con el arma en la mano.
-Unsuri – dijo haciendo una pausa – estamos en Multan, ¿no es así?
No hubo más que hacer, una mirada en otra dirección, no hubo cadáver, de un segundo a otro no había señor Sabbath. Sólo Bora, el ayudante de Unsuri, poeta de la corte. Caminaron fuera del templo, luego fuera de la ciudad. Juntos entraron en el palacio de Ghazni, fueron presentados por el hermano del Sultán. Ambos, en un día muy cercano, se llamarían amigos.
Los meses, las historias y los años pasaron, Mahmud destruyó Multan, al templo, al ídolo. Todo el tiempo su poeta estuvo con él. Diecisiete veces atacó India, y el escribano cumplió su faena, fiel a los hechos algunas veces, fiel al futuro, otras veces. Cuatrocientos poetas trabajaron para él noche y día, cuidando al Sultán hasta el día que debió cantar su prosa fúnebre, luego cantaría para el hijo. Malik-us Shu'ara, le decían, el príncipe de los poetas. Entretejido por rumores, por historias, cogió amantes, por algunas sufrió, a otras llenó de lotos, canciones e hijos. Nadie supo realmente quien había sido años antes , sólo fue seguro que jamás nunca se escucho hablar de una mujer llamada Zhara.