viernes, agosto 22, 2008

¿Los Recuerdan?




Cameo de nuestros viejos amigos en otro jueguito que hicimos por ahí. Suerte!

lunes, agosto 11, 2008

Últimos trabajos

Ficciones, ficciones, sólo ficciones para construir la verdad.





jueves, agosto 07, 2008

Hogar



Vaciló un instante en el corredor y echó una última y larga mirada al camino que tenía a su espalda: a los verdes árboles que crecían a su vera, a los campos amarillos, a las distantes colinas y a la brillante luz del sol. Después abrió la puerta, entró y la cerró tras de sí.
Se volvió al oír el extraño ruido de la puerta al cerrarse y solamente apareció una pared en blanco. No existía picaporte ni cerradura y si acaso tenía bordes aquella puerta, ajustaban tan bien que no se distinguían en absoluto.
Ante él vio un vestíbulo lleno de telarañas. El piso tenía una espesa capa de polvo, en la que aparecían dos delgadas y alargadas huellas, como si fueran el testimonio del paso de dos serpientes muy pequeñas o dos gusanos muy grandes. Eran muy débiles y no reparó en ellas hasta que llegó a la primera puerta de la derecha, la que tenía la inscripción Aura Fidelis en viejos caracteres ingleses.
Detrás de la puerta encontró un pequeño cuarto rojo, no mayor que un vestidor grande. En un lado había una sola silla, con una pata rota y colgando un retrato, enmarcado con elegancia. Pendía torcido y el cristal estaba agrietado. No había polvo en el piso y parecía como si el cuarto hubiera sido limpiado recientemente. En el centro del piso yacía una cimitarra curva. Tenía manchas rojas sobre la empuñadura, y en el filo se podía apreciar una gruesa capa de un líquido verdoso. Fuera de esto, el cuarto estaba vacío.
Después de permanecer allí un largo rato, cruzó el vestíbulo y entró al cuarto del lado opuesto. Era grande, del tamaño de un pequeño auditorio, pero sus desnudas paredes negras lo hacían parecer más pequeño, a primera vista. Tenía muchas hileras de butacas de teatro de color púrpura, pero no se veía plataforma ni escenario alguno y los asientos comenzaban a tan sólo unos cuantos centímetros del liso muro de enfrente. No tenía nada más, aunque sobre el asiento más cercano descansaba una ordenada pila de programas. Tomó uno de ellos, pero se lo encontró en blanco, a excepción de dos anuncios comerciales en la contraportada, uno de cepillos de dientes Duralón y el otro anunciando un parque residencial. En una de las primeras páginas vio que alguien había escrito a lápiz la palabra o nombre Torres.
Se metió el programa en el bolsillo y regresó al vestíbulo, oteando ávidamente en busca de las escaleras. Detrás de una puerta cerrada frente a la que pasó, escuchó que alguien, obviamente aficionado, hacía surgir notas de lo que le pareció una guitarra hawaiana. Llamó a la puerta, pero sólo obtuvo por respuesta el sonido de unos pies alejándose precipitadamente, y después, el silencio. Cuando abrió la puerta y miró dentro, sólo vio un cadáver, en proceso de descomposición, colgando de la lámpara y el olor que lo asaltó fue tan nauseabundo que cerró la puerta apresuradamente y se dirigió a las escaleras.
Las escaleras eran angostas y estaban torcidas. No había barandilla y tuvo que apoyarse en la pared para subir. Se dio cuenta de que los siete primeros escalones estaban limpios, pero, en cambio, en el polvo que había más arriba del séptimo peldaño vio otra vez las huellas paralelas. A la altura del tercer escalón, partiendo de la parte superior, convergían y se desvanecían.
Entró en la primera puerta a la derecha y se encontró en una espaciosa habitación, lujosamente amueblada. Se dirigió a una gran cama de postes tallados en madera y descorrió las cortinas. La cama estaba muy bien hecha, y en la almohada vio un papel clavado con un alfiler. Una mano de mujer había anotada rápidamente, San Remo, 1931. Sobre el reverso, otra mano había copiado una ecuación algebraica.
Abandonó el cuarto en silencio, pero se detuvo en la puerta para tratar de percibir un sonido que provenía de atrás, de un portón negro al otro lado del corredor.
Era la voz profunda de un hombre cantando en una lengua extraña y poco familiar. Se elevaba y descendía en una cadencia monótona como un himno budista, repitiendo a menudo una incomprensible palabra que le parecía vagamente familiar, y la voz sonaba como la suya, pero ahogada por sollozos.
Permaneció con la cabeza inclinada hasta que la voz se esfumó en un triste y trémulo silencio y la penumbra se arrastró por la galería con la pericia de un experimentado ladrón.
Entonces, como despertando, caminó a lo largo del ahora silencioso corredor hasta que llegó a la tercera y última puerta y advirtió que su nombre estaba impreso, sobre el panel superior, en diminutas letras de oro. Quizá habían mezclado radio con el oro de las letras, porque brillaban en la semioscuridad del amplio pasillo.
Permaneció un buen rato con la mano sobre el picaporte, y finalmente entró, cerrando la puerta a su espalda. Escuchó el chasquido de la cerradura y supo que nunca se abriría de nuevo, pero no sintió temor.
La oscuridad era una masa negra y tangible que retrocedió de un salto cuando encendió un fósforo. Observó entonces que el cuarto era una reproducción exacta de la habitación de la casa de su padre, cerca del parque: la habitación en la cual había nacido. Ahora sabía donde buscar las velas. Encontró dos en un cajón, y un pequeño trozo de una tercera, y supo que, encendidas una tras otra, durarían casi diez horas. Prendió la primera y la puso en el candelabro de latón de la pared, desde donde proyectaba sombras danzarinas de cada silla, de la cama y de la pequeña mesa situada al lado de ésta.
Sobre la mesa contigua, en el cesto de costura de su madre, había un diario viejo; tomó la revista y la hojeó ociosamente.
Al cabo de un rato la dejó caer al suelo, pensando tiernamente en su esposa, quien había muerto muchos años atrás; una débil sonrisa tembló en sus labios al recordar algunos pequeños incidentes de los años, días y noches que pasaron juntos. También pensó en muchas otras cosas.
No fue sino hasta que sólo quedaba media pulgada de vela, en la novena hora, y la oscuridad empezaba a espesarse en los rincones más alejados del cuarto, cuando gritó, golpeó y clavó las uñas en la puerta, hasta que sus manos se convirtieron en sangrienta carne viva.

miércoles, agosto 06, 2008

Necrosis



Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Casanova: un gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me tropecé con una lápida y por poco no me desparramo de bruces. Casanova se volvió hacia mí, siseando un juramento.
-¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil?
Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin, Casanova se detuvo y enfocó el haz de la linterna sobre una lápida recientemente cincelada. En ella podía leerse:

BOLIVAR PANNIOL

1879–1934

Reunido con su amada esposa en una tierra mejor

Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve seguro de que no podría hacerlo. Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de Casanova reveló el ataúd. Nos metimos en el pozo y lo izamos.
Atontado, contemplé cómo Casanova machacaba los cerrojos con la pala. Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El cadáver y nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos permanecían cerrados cuando uno estaba muerto.
-No te quedes allí –susurró Casanova – son casi las cuatro. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente. Dispersamos toda la tierra que nos sobró. Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental. Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el bosque que lo limitaba por el oeste. Casanova se abrió paso expertamente durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.
Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía inmundo. La atención de Casanova se concentraba por entero en la conducción del coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al espacio abierto y pude verla, la casona que se elevaba en la cumbre de la empinada pendiente. Casanova dió la vuelta y sin decir una palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.
Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil. Casanova nos condujo adentro y apagó el motor. Nos encontramos en una estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido se nos acercó.
El rostro de Estefano Panniol parecía una calavera; tenía unos ojos insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la carne era casi transparente.
-¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa.
En silencio, Casanova se bajó y yo lo seguí. Casanova abrió el baúl y sacamos la figura envuelta en la manta.
Panniol asintió lentamente.
-Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.

II

Conocí a Casanova en un bar. Fue mi primera experiencia en una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los rons suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me llevaría algo así como dos rons puros, ya que nunca antes de aquella noche había tomado más que una botella de cerveza.
Se sentó en el asiento junto al mío y me miró con atención.
-¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente.
Casanova sonrió.
-Sí, ando buscando un ayudante.
-¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres contratar a alguien?
-Sí.
-Bien, soy tu hombre.
Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea.
-Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece?
Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando demasiado. Casanova tiró de la cortina.
-Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo?
Asentí.
-¿Te preocupa de qué pueda tratarse?
-No. ¿Cuánto es la paga?
-Quinientos el trabajo.
Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba bien allí. No me gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo».
-¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial.
-No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata, tendrás que hablar con el señor Panniol.
-¿Quién es?
-Es un... científico.
La niebla se evaporó más aún. Me levanté.
-Uh-uh. No tengo interés en servir de conejito de indias. Consíguete a otro flaco.
-No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño.
-Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio.


III

Tras una recorrida por la casa que incluyó al laboratorio, Panniol se refirió al propósito de mi labor. Vestía un guardapolvo blanco y había algo en él que hacía que me estremeciera por dentro. Se apoltronó en la sala y me señaló un asiento. Casanova había desaparecido. Panniol me observó con esos ojos penetrantes y una vez más sentí que me atravesaba una corriente helada.
-Se lo explicaré de este modo —dijo— mis experimentos son demasiado complicados como para describirlos con lujo de detalles, pero están relacionados con la carne humana. Con carne humana muerta.
Empecé a notar que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes. Parecía una araña lista para zamparse una mosca, y toda la casa era su tejido. El sol se inflamaba al oeste, y profundos charcos de sombras se extendían por el cuarto, ocultando su rostro, pero dejando los relucientes ojos, como si se movieran en la creciente oscuridad.
Él continuaba hablando:
-A menudo, las personas donan sus cuerpos a los institutos científicos para su estudio. Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en solitario, de modo que tengo que recurrir a otros métodos.
El horror saltó sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la horrible imagen de dos hombres cavando a la luz de una luna imprecisa. Una pala golpeaba la madera; el ruido congeló mi alma. Me puse de pie de un salto.
-Creo que puedo encontrar el camino hasta la puerta, señor Panniol.
Se rió suavemente.
-¿Le comentó Casanova cuál es la paga por este trabajo?
-No estoy interesado.
-Mal hecho. Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría más de un año ganar el dinero suficiente como para volver a la universidad.
Me sobresalté, experimentando la extraña sensación de que aquel hombre estaba escrutando mi alma.
-¿Cuánto sabe de mí? ¿Cómo lo averiguó?
-Tengo mis recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a reconsiderarlo?
Vacilé.
-¿Hacemos la prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy convencido de que ambos podemos llegar a un mutuo entendimiento.
Tuve la terrible impresión de estar hablando con el mismísimo diablo, que de algún modo me había obligado a venderle mi alma.
-Preséntese aquí a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me dijo.
Así fue como todo empezó.

En cuanto Casanova y yo ubicamos el cadáver envuelto del otro Panniol, el muerto, sobre la mesa del laboratorio se encendieron unas luces detrás de unos paneles rectangulares que parecían tanques de vidrio.
-Panniol —sin darme cuenta, había olvidado llamarlo señor— me parece...
-¿Ha dicho algo? —preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El laboratorio pareció alejarse. Sólo quedábamos nosotros dos, precipitándonos en un submundo repleto de horrores que estaban más allá de la imaginación.
Casanova entró vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo al decir:
-Todo listo, profesor.
Casanova me detuvo en la puerta.
-El viernes, a las ocho.
Un escalofrío helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré hacia atrás. Panniol había tomado un escalpelo y estaba cortando la sábana que cubría el cuerpo. Ambos me miraron de manera extraña y yo me largué de allí.
Me subí al auto y rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No volví la mirada. El aire era puro y caliente, con una promesa de verano en ciernes. El cielo era azul, con algodonosas nubes blancas deslizándose por la cálida brisa estival. La noche anterior parecía una pesadilla, un sueño vago que, como todas las pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando resplandece la brillante luz del día. Pero cuando conduje más allá de las verjas de hierro del Cementerio Crestwood comprendí que no se trataba de un sueño. Cuatro horas atrás mi pala había removido la tierra que cubría la tumba del viejo tío muerto de mi cliente.
Un nuevo pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban haciendo a aquel cuerpo en ese momento? Relegé la pregunta a un profundo rincón de mi mente y apreté el acelerador. Me concentré en manejar el auto, agradecido por haber alejado de mi mente, al menos durante un rato, la terrible acción que había llevado a cabo.


IV

El paisaje se borroneaba a medida que aumentaba la velocidad. Los neumáticos chirriaron en una curva y, cuando salí de ella, varias cosas sucedieron al mismo tiempo.
Vi a una camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea blanca, a una muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi auto, y a un hombre mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron como bombas. Maniobré el volante y el cielo de repente se encontró debajo de mí. Entonces todo se acomodó y comprendí que había dado una vuelta de campana. Por un momento quedé aturdido, pero entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me atravesó la cabeza.
Abrí la puerta y corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la muchacha y estaba arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que ella, pero la chica le estaba arrancando unos centímetros de piel por cada paso que él daba.
El tipo me descubrió.
-Tú te quedas donde estás, compañero. Yo soy su tutor.
Me detuve y me sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo que él había estado esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un lado de la barbilla y me derribó al suelo. Agarró a la muchacha y prácticamente la arrojó dentro de la cabina.
Cuando logré levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y haciendo rechinar los neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo cuando arrancaba. Por poco no salí despedido, aunque tuve que arañar como cinco capas de pintura para poder sujetarme. Entonces extendí un brazo a través de la ventanilla abierta y lo sujeté del cuello; con una maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un volantazo, y el camión giró locamente al borde de un empinado terraplén.
Lo último que recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo. Entonces mi contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo; salí dando volteretas justo cuando el camión se zambullía por el precipicio.
Aterricé duro, aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se desvaneció.
Algo fresco me tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que vi fue la luz roja que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial, estacionado junto al terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves me empujaron hacia abajo. Unas manos agradables, las manos de la muchacha que me había metido en este enredo.
Tenía a un paco delante de mí:
-La ambulancia está en camino. ¿Cómo se encuentra?
-Machucado —le dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la ambulancia que se largue. Estoy bien.
Intentaba sonar impertinente. La policía era lo último que necesitaba luego del "trabajito" de las últimas noches.
-¿Qué puede decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una libreta de notas. Antes de contestarle caminé sobre el terraplén. El estómago me dio un vuelco. La camioneta estaba enterrada de trompa en el suelo, y mi compañero de boxeo estaba transformando a aquella buena tierra en un barro rojizo con su propia sangre. Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la cabina, y con la otra mitad fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas. Estaba muerto.
Retrocedí. El agente de policía me miraba como esperando que vomitara pero, gracias a mi nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte.
-Yo venía conduciendo desde el este —le respondí— aparecí doblando aquella curva…
Le conté el resto de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo cuando terminé llegó la ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi todavía anónima amiga, fuimos empujados a la parte trasera. Dos horas después teníamos el visto bueno de salud por parte del agente de policía y de los doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las pesquisas de la semana siguiente. Encontré mi automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que antes, aunque las ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el salpicadero había una factura que daba cuenta de los gastos del camión grúa, de los neumáticos, y del escuadrón de limpieza! Ascendía a casi doscientos cincuenta dólares; la mitad del cheque por el trabajo de la noche anterior.
-Pareces preocupado —dijo la chica.
Me volví hacia ella.
-Um, sí. Bien, ya que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te parece si me dices cómo te llamas y vamos a almorzar a algún lado?
-De acuerdo —dijo ella—. Mi nombre es Victoria Portillo. ¿Y el tuyo?
-Danny —respondí inexpresivamente mientras nos apartábamos del bordillo. Cambié de tema con rapidez—. ¿Qué sucedió esta mañana? Le escuché decir a ese tipo que era tu tutor...
-Sí —confirmó.
Me reí.
-Te enterarás por los diarios vespertinos.
Ella sonrió gravemente.
-De acuerdo. Era mi custodio. También era un borrachín y un tipo despreciable.
Sus mejillas se tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció.
-Lo odiaba, y me alegro de que haya muerto.
Me echó una mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo brillo del miedo en sus ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y comimos el almuerzo.
Cuarenta minutos después pagué la cuenta con mi dinero recientemente adquirido y regresamos al auto.
-¿Hacia dónde? —pregunté.
-Motel Bonaventura —dijo ella—. Es donde estoy parando.
Ella notó un sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró.
-Está bien, estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó arrastrarme de vuelta a casa. Cuando le dije que no iría me metió en la camioneta. Estábamos pasando esa curva cuando le arrebaté el volante de las manos. Entonces llegaste tú.
Se encerró en sí misma como una almeja y no intenté obtener más nada de ella. Había algo extraño en su historia; no quise presionarla. La acerqué hasta la playa de estacionamiento y apagué el motor.
-¿Cuándo puedo verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una película mañana?
-Seguro —contestó.
-Pasaré a buscarte a las siete y media —le dije y me alejé, reflexionando pensativamente en los eventos que me habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas.


V

Cuando entré en el departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué y tanto Vicki como el accidente y el luminoso mundo laboral de la California suburbana se fundieron en un submundo de sombras, de seres fantasmas. La voz que susurraba fríamente en el receptor era la de Panniol.
-¿Problemas? —inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso en su voz.
-Tuve un accidente —le contesté.
-Leí acerca de eso en el diario… —la voz de Panniol se arrastró. El silencio descendió sobre nosotros durante un momento y luego dije:
-¿Eso significa que me está descartando?
Esperé que dijera que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar.
-No —respondió con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no reveló nada sobre el... trabajo... que está realizando para mí.
-Pues bien, no lo hice —le dije lacónicamente.
-Mañana a la noche —me recordó—. A las ocho.
Hubo un click y luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el receptor. Tenía la extrañísima sensación de acabar de cortar una comunicación con la tumba.
La mañana siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki por el Motel Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba un aspecto estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó encantadoramente. No hablamos del accidente.
La película era buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo, comimos palomitas de maíz parte del tiempo, y nos besamos una o dos veces. Todo aquello en una tarde agradable.El segundo detalle importante sucedió llegando al climax de la película, cuando un acomodador bajó por el pasillo.
Se detenía en cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la nuestra. Barrió la fila de asientos con el haz de la linterna.
-¿Sí? —pregunté, sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de mí.
-Hay un caballero en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de vida o muerte.
Vicki me miraba sobresaltada mientras yo seguía al acomodador apresuradamente. Alertaron a la policía. Mentalmente tomé nota de mis únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío abuelo Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida.
Podrían haberme derribado con una pluma cuando levanté el receptor y escuché la voz de Casanova.
Habló rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz:
-¡Ven aquí, ahora mismo! Necesitamos...
Había sonidos de lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono vacío del discado.
Colgué y regresé a toda prisa junto a Vicki.
-Ven —le dije.

Me siguió sin preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el motel, pero el grito ahogado me hizo decidir que se trataba de una emergencia. Ni Casanova ni Panniol me gustaban, pero sabía que tenía que ayudarlos.
Nos largamos.
-¿De qué se trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba el acelerador y hacía patinar el automóvil.
-Mira —le dije—, algo me dice que tienes tus propios secretos con respecto a tu tutor; yo también tengo los míos. Por favor, no preguntes.
Ella no volvió a hablar.
Tomé posesión de la senda de paso. El velocímetro subió de ciento veinte a ciento treinta, continuó aumentando y tembló al borde de los ciento cuarenta. Entré en el desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró al piso y empezó a volar por el sendero.
Podía ver la casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve el auto y me encontré afuera en un segundo.
-Espera aquí —le grité a Vicky por sobre mi hombro.
Había una luz encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente. Estaba vacío pero arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos, aparatos destrozados y, sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta entornada que llevaba al garaje en sombras. Entonces advertí el líquido verde que fluía por el suelo en pegajosos riachuelos. Por primera vez noté que se había roto uno de los diversos tanques. Caminé por encima de los otros dos. Las luces que tenían adentro estaban apagadas, y los paneles que los cubrían no dejaban ver qué podrían haber tenido dentro o, ya que estamos, qué era lo que todavía tenían.
No tenía tiempo para andar mirando. No me gustó nada la vista de la sangre, todavía fresca y sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del garaje. Abrí la puerta con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no sabía dónde buscar el interruptor de la luz. Me maldije por no traer la linterna que guardaba en la guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me di cuenta de que una corriente de aire frío me soplaba contra la cara; avancé hacia ella.
La luz del laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del suelo del garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura. Regresaron todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me introduje en esos reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer. Comprendí que la sombra que me espiaba desde la oscuridad no podría disiparse con ninguna luz brillante.
De repente, mi pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire provenía de una escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante un momento, pero luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí hacia el auto.


VI

Vicki se me vino encima en cuanto abrí la puerta del auto.
-¿Qué estás haciendo aquí?
Su tono de voz me hizo mirarla con atención. Su rostro se veía aterrorizado bajo el enfermizo resplandor de la luz.
-Trabajo en este lugar —expliqué brevemente.
-Al principio no advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con lentitud—. Sólo una vez estuve aquí.
-¿Has estado aquí antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué?
-Una noche —dijo reservadamente—, le traje la comida al tío David. Se la había olvidado.
El nombre hizo sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que yo intentaba recordar de quién se trataba.
-Mi tutor —explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la historia. Probablemente sepas que no se suele designar como tutor a las personas que tienen problemas con la bebida. Bien, el tío David no siempre los tuvo. Hace cuatro años, cuando papá y mamá murieron en un choque de trenes, el tío David era la persona más amable que te puedas imaginar. La corte lo designó como mi tutor hasta que yo llegara a la mayoría de edad, con mi sustento completo.
Se quedó callada durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la expresión que le cruzó por los ojos no fue nada agradable; luego continuó el relato.
-Hace dos años cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante nocturno, y mi tío se quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi año y medio. Comenzamos a desesperarnos, con tan sólo los cheques de asistencia social para alimentarnos y con la universidad amenazando con suspenderme. Entonces consiguió un trabajo. Era bien pago y originaba sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que había tenido que robar.
Sentí que el miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con unos dedos fríos. Vicki siguió hablando.
-Comenzó a volverse irritable. Empezó a traer ron a la casa y a emborracharse. Me esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su trabajo. Una noche me dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en mis propios asuntos.Lo vi derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se le escapó un nombre; Panniol, Steffen Panniol. Un par de semanas después olvidó llevarse su comida de medianoche. Busqué el nombre en la guía telefónica y se la llevé. Se puso terriblemente furioso, como nunca lo había visto.En las semanas que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta casa horrible. Una noche, cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí escapar. El tío David que conocía estaba muerto, al menos para mí. Pero me atrapó... y entonces llegaste tú.

Se quedó callada.
Me estremecí de la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante aproximada acerca de qué fue lo que hizo el tío de Vicki para ganarse la vida. La época en la que Casanova me había contratado coincidía con aquella en la que el tutor de Vicki perdiera el control. En ese instante estuve a punto de arrancar el auto y largarme, a pesar de la salvaje carnicería del laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso a pesar del reguero de sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil llegó hasta nosotros. Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí la mano dentro, y la revolví hasta encontrar la linterna.
La mano de Vicki me apretó el brazo.
-No. Por favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando aquí. ¡Condúcenos lejos de eso!
El grito sonó de vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una determinación: agarré la linterna. Vicki me adivinó la intención.
-Muy bien, iré contigo.
-Uh-uh —dije—. Tú te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que hay algo... suelto allí afuera. Tú te quedas aquí.
Volvió al asiento de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al laboratorio. Entré de nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el agujero oscuro donde la pared se había deslizado para revelar la escalera. Con la sangre tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí abajo. Fui contando los escalones, apuntando con la linterna hacia las anodinas paredes, hacia la impenetrable oscuridad de las profundidades.
-Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés...
Al llegar al treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto pasadizo. Empecé a atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un revólver o incluso un cuchillo que me hiciera sentir un poco menos desnudo y vulnerable.
De repente un grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad que tenía enfrente. Era el sonido del terror, el sonido de un hombre enfrentado con algo salido de los más profundos fosos del horror. Comencé a correr. Mientras lo hacía advertí que la fría corriente de aire me estaba soplando directamente en la cara. Supuse que el túnel debía dar al exterior. Y entonces me tropecé con algo.
Era Casanova, tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos contemplaban el techo con un horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza estaba aplastada.
Delante de mí escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro grito. Corrí hacia allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos nuevos escalones. Al subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente enmarcada contra una abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y me encontré con un cuadro sorprendente: silueteada contra el cielo, una figura alta que sólo podía ser de Panniol, con un revólver colgándole de una mano, y mirando hacia el suelo en sombras. Incluso las nubes, que se habían abierto brevemente para dejar pasar la luz de las estrellas, volvieron a cerrarse.
Él me escuchó y se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como linternas rojas en la oscuridad.
-Oh, es usted.
-Casanova está muerto —le dije.
-Lo sé —respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco más rápido.
-Oh, cállese —le contesté, enojado—. Me apuré...
Fui interrumpido por un sonido que, desde entonces, me ha venido persiguiendo en mis pesadillas, un horroroso sonido maullante, como si se tratara del grito de dolor de alguna rata gigantesca. Por el rostro de Panniol vi pasar el reconocimiento, el miedo, y finalmente un parpadeo de determinación, todo en cuestión de segundos. Me sentí profundamente aterrorizado.
-¿Qué es eso? —pregunté con la voz estrangulada.
Como al descuido, con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del pozo con el haz de luz, y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo.
La cosa maulló de nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el cuello para poder ver qué clase de horror yacía en aquel pozo, un horror capaz de lograr que incluso Panniol gritara de abyecto terror. Y justo antes de que pudiera verlo, un horrible alarido de espanto se alzó y desplomó desde el difuso contorno de la casa.
Panniol dejó de alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra mi cara.
-¿Quién fue? ¿Con quién vino usted? —preguntó.
Pero yo tenía mi propia linterna encendida, de modo que volví a atravesar corriendo el pasadizo, con Panniol pegado a mis talones. Había reconocido el grito. Ya lo había oído antes, cuando una muchacha asustada casi se abalanza contra mi auto mientras huía de su maniático tutor.
¡Vicki!


VII

Escuché que Panniol ahogaba un grito cuando entramos en el laboratorio. El lugar estaba inundado del líquido verde. ¡Los otros dos recipientes estaban rotos! Sin detenerme, transpuse los recipientes destruídos y vacíos y salí por la puerta. Panniol no me siguió.
No había nadie en el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta. Barrí el suelo con la luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de una chica que calzaba tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El resto de las huellas fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar considerarla una huella. Era más bien como si algo grande se hubiera arrastrado en dirección al bosque. Su enormidad quedó demostrada, además, cuando descubrí los arbolillos quebrados y la maleza aplastada.
Volví corriendo al laboratorio, donde Panniol estaba sentado con la cara pálida y estirada, contemplando los tres tanques vacíos y destrozados. El revólver estaba sobre la mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la puerta.
-¿Adónde se piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie.
-Afuera, en busca de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o... —no terminé la frase.
Me precipité en la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en el bosque con la pistola en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el sendero trazado por algo en lo que no quería pensar. La pregunta vital que me ardía en la mente era si tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la tenía en su poder…
Mi pregunta fue respondida por un grito agudo que no sonó demasiado lejos de mí. Salí corriendo, más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un claro.
Quizás sea porque quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era oscura y comenzaba a ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo puedo recordar cómo Vicki apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia mí, para enterrar su cabeza contra mi hombro y sollozar.
Una enorme sombra se me acercó maullando de manera asquerosa, volviéndome casi loco del terror. Atropelladamente, escapamos de aquel horror en la oscuridad, de regreso a las reconfortantes luces del laboratorio, lejos del nunca visto terror que acechaba en la negrura. Mi cerebro, enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas dos y dos obtenías un cinco.
Los tres tanques habían contenido tres cosas provenientes de los más oscuros abismos de una mente retorcida. Una había escapado; Casanova y Panniol la persiguieron. Había matado a Casanova, pero Panniol la hizo caer en el pozo disimulado. La segunda cosa se debatía ahora torpemente en el bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era muy grande y le había llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí. Entonces comprendí que había retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había llegado al fondo... con mucha facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba casi seguro de que no podría lograrlo.
Dos de ellas se encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la tercera? Mi pregunta fue respondida en ese preciso instante por un grito proveniente del laboratorio. Y por un… maullido.


VIII

Corrimos hasta la puerta del laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los gritos y los terribles sonidos maullantes provenían del garaje. Llegué a la puerta, y desde aquel entonces he estado agradecido de que Vicki se quedara en el laboratorio y se ahorrara la visión que me ha despertado de mil espantosas pesadillas.
El laboratorio estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una enorme mancha moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de terror, los gritos de un hombre que se está enfrentando a un monstruo salido de los abismos del infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía jadear complacido.
Mi mano se movió en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la encontré! La luz inundó el cuarto, iluminando un cuadro de horror que era el resultado del asunto de la tumba en el que había participado, tanto el tío muerto como yo.
Un gusano grande y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje, reteniendo a Panniol con sus ventosas extendidas, alzándolo hacia esa boca rosa y goteante de la que provenían los desagradables maullidos. Las venas, rojas y pulsantes, sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de diminutos gusanos serpenteaban en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso formaban un gran ojo que me miró fijamente. Un inmenso gusano, compuesto de centenares de millones de gusanos, los festejantes de la carne muerta que Panniol había utilizado tan desvergonzadamente.
Inmerso en el submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La cosa maulló y se convulsionó.
Panniol gritó algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la boca que esperaba. Aunque no podía creerlo, logré entenderle por sobre el horroroso sonido que producía la criatura.
-¡Dispárele! ¡Por el amor del cielo, dispárele!
Entonces noté los pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes del laboratorio, se rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi encendedor, lo encontré y lo accioné frenéticamente. De repente recordé que había olvidado cambiarle la piedra. De modo que busqué la cajita de fósforos, saqué uno y con aquél encendí todos los demás. Lo hice justo cuando Panniol gritaba por última vez. Distinguí su cuerpo a través de la translúcida piel de la criatura, que aún se sacudía mientras miles de gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo náuseas, arrojé los fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal como lo imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó en una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida.
Me volví y salí a los tropezones hasta donde se encontraba Vicki, pálida y temblorosa.
-¡Vamos! —le dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder!
Nos abalanzamos dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.

No queda mucho por agregar. Imagino que habrán leído todo lo referente al fuego que arrasó el barrio, y que destrizó con casi veinte kilómetros cuadrados de bosques y casas residenciales. No podría sentirme demasiado mal acerca de aquel incendio. Calculo que cientos de personas habrían sido exterminadas por las gigantescas cosas-gusano que Panniol y Casanova estaban engendrando. Volví a aquel lugar en el auto, luego del incendio. Todo estaba lleno de ruinas carbonizadas. No quedaban restos reconocibles del horror que contemplamos.
Pensar en una vida después de esto se hizo imposible, lo íncreible, al ocurrir censura las posiblidades de maravilla, dejando gris cualquier color que ofresca la vida.

lunes, agosto 04, 2008

El Arma


Una pequeña historia, mi opinión sobre las armas y lo que traen.




La cabaña estaba sumida en la penumbra del anochecer. El Dr. Malik Nazar, científico que ocupaba un puesto clave en un importantísimo proyecto, meditaba sentado en su butaca predilecta. Reinaba un silencio tan grande en la sala, que oía como en la cabaña contigua su hijo pasaba las páginas de un libro de imágenes.

Frecuentemente Nazar trabajaba mejor que nunca, concebía sus ideas más geniales, en circunstancias como éstas, solo y tranquilo en una cabaña oscurecida de su casa, después de realizar su trabajo diario. Pero aquella noche su cerebro no se hallaba enfrascado en cavilaciones creadoras. Pensaba principalmente en su hijo, chico con necesidades especiales, su único hijo, que entonces estaba en la cabaña contigua. Sus pensamientos eran amorosos, y se hallaban libres de la amargura que experimentó años atrás, cuando se enteró del triste estado de su vástago. El muchacho era feliz y ¿no era esto lo principal? ¿Y a cuántos hombres ha sido concedido tener un hijo que será siempre un niño, que no crecerá para dejar al autor de sus días? Desde luego, aquello era un intento para aplicar la lógica a un hecho tristísimo, pero la lógica no tiene nada de cuando en cuando.

En aquel momento sonó el timbre.
Nazar se levantó y encendió la luz de la cabaña casi totalmente oscura, antes de salir al vestíbulo para ir a abrir la puerta. La llamada no le molestó; aquella noche casi agradecía cualquier interrupción de sus pensamientos.
Abrió la puerta. En el umbral se alzaba un desconocido.
- ¿El Dr. Nazar? - dijo -. Permita que me presente... Me llamo Alcaraz y desearía hablar con usted. ¿Me permite que pase un momento?
Nazar le miró. Era un hombrecillo de aspecto vulgar e inofensivo... muy posiblemente un periodista o un agente de seguros.

Pero no le importaba lo que pudiese ser, Nazar respondió:
- Con mucho gusto. Pase usted, Mr. Alcaraz.
Unos cuantos minutos de conversación, se dijo tratando de justificarse, le distraerían y apartaría de él aquellos pensamientos.
- Siéntese - dijo a su visitante cuando ambos estuvieron en el living -. ¿Me permite que le ofrezca una copa?
- No, gracias.
Tomó asiento en la silla; Nazar en el sofá.

El hombrecillo cruzó los dedos y se inclinó hacia él.
- Dr. Nazar, usted es el hombre cuya labor científica tiene mayores probabilidades que la de ningún otro sabio de acabar con la raza humana.
Es un chiflado, se dijo Nazar. Demasiado tarde, comprendió que debía haber preguntado cuál era la profesión de aquel individuo antes de admitirlo, y qué le traía allí. La entrevista prometía ser embarazosa; a él no le gustaba mostrarse grosero, pero en este caso tendría que serlo.
- Dr. Nazar, el arma en la cual está usted trabajando...
El visitante se interrumpió y volvió la cabeza cuando la puerta que conducía al dormitorio contiguo se abrió y un muchacho de quince años entró en el living. El muchacho corrió hacia Nazar, sin hacer caso de la presencia de Alcaraz.
- Papá, ¿me leerás este cuento ahora?

Aquel muchacho de quince años reía como un niño de cuatro.
Nazar pasó un brazo en torno a los hombros del retrasado. Luego miró a su visitante, preguntándose si estaría enterado de su tragedia. Por la falta de sorpresa que observó en la cara de Alcaraz, Nazar comprendió que éste ya sabía que tenía un hijo idiota.
- Camilo- dijo Nazar, con voz afectuosa - papi tiene trabajo. Espera un momentín. Vuelve a tu cuarto; pronto iré a leerte ese cuento.
- ¿El de la gallinita que le caía el cielo encima? ¿Me leerás el de la gallinita?
- Si tú quieres... Ahora, vete. No, espera. Harry, este señor es Mr. Alcaraz.
El muchacho dirigió una tímida mirada al visitante. Alcaraz le dijo:
-Hola, Camilo- y le devolvió la sonrisa, tendiéndole la mano. Nazar estuvo entonces seguro de que Alcaraz ya conocía la triste condición de su hijo; su sonrisa y su ademán eran propios para dirigirse a un niño de cuatro o cinco años, que era la edad mental de su hijo-
El niño tomó la mano de Alcaraz. Por un momento pareció como si fuese a sentarse en las rodillas de éste, pero Nazar lo apartó suavemente, diciéndole:
- Ahora vuelve a tu cuarto, Harry.
El muchacho regresó a su dormitorio, dejando la puerta abierta.
Alcaraz miró a Nazar y dijo:
-Me gusta ese chico - con una sinceridad que era evidente. Añadió - Espero todo cuanto usted le lea pueda ser siempre cierto.

Nazar no comprendió qué significaban aquellas palabras. Alcaraz prosiguió:
- El cuento de la gallinita. Es un cuento muy bonito... pero ojalá la gallinita se equivoque y el cielo no caiga nunca.

Nazar experimentó una súbita simpatía por Alcaraz cuando éste demostró querer al niño. De pronto recordó que debía terminar aquella entrevista cuanto antes. Se levantó, como si ya no tuviese nada más que decir.
- Temo que está usted perdiendo el tiempo y que me lo hace perder a mí, Mr. Alcaraz - dijo -. Me sé de memoria todos los argumentos que puede usted esgrimir. He oído docenas de veces todo cuanto usted pueda decirme. Posiblemente hay algo de verdad en lo que usted cree, pero eso a mi no me concierne. Yo soy un hombre de ciencia, y únicamente eso. Sí, es del dominio público que estoy trabajando en un arma, un arma muy perfeccionada y que puede ser casi definitiva. Pero, para mí, no es más que un subproducto del hecho principal: mi contribución al progreso científico. Lo tengo muy meditado, y he llegado a la conclusión que eso es lo único que me interesa.
- Pero, Dr. Nazar... ¿Está preparada la Humanidad para un arma tan terrible? Somos niños, y usted está bajando el poder de los dioses.
Nazar frunció el ceño.
- Ya le he expuesto mi punto de vista, Mr. Alcaraz.
El visitante se alzó sin prisas de la butaca, diciendo:
- Muy bien. Si usted prefiere que no discutamos, no diré una palabra más. - Se pasó una mano por la frente -. Le dejo, Dr. Nazar. Aunque... ¿Puedo cambiar de opinión acerca de la copa que tuvo la amabilidad de ofrecerme?
La irritación de Nazar se desvaneció.
- Desde luego - dijo - ¿Le gusta el whisky con agua sola?
- Muchísimo.
Nazar se disculpó y pasó a la cocina. Preparó la botella de whisky, un jarro de agua, cubitos de hielo, vasos.
Cuando volvió al living, Alcaraz salía del dormitorio del niño. Oyó que aquél decía “Buenas noches, Camilo” y que su hijo contestaba alborozado: “Buenas noches, Mr. Alcaraz”

Nazar sirvió dos copas de whisky. Poco después, Alcaraz rechazó amablemente una segunda y se levantó para irse.
Antes de marcharse, dijo:
- Me he tomado la libertad de traer un regalito para su hijo, doctor. Se lo di mientras usted iba en busca de las bebidas. Supongo que disculpará usted mi atrevimiento.
- No faltaba más. Muchas gracias. Buenas noches.
Nazar cerró la puerta; cruzó el living y penetró en el dormitorio de su hijo:
- Bueno, Camilo; ahora te leeré ese...
Su frente se cubrió repentinamente de sudor, pero se esforzó por mantenerse tranquilo hasta acercarse al lecho.
- ¿Me dejas ver esto?
Cuando se apoderó del objeto, sus manos temblaban al examinarlo.
“Sólo un loco, se dijo, sólo un loco daría un revólver cargado a un niño”, se dijo, esa noche no pudo trabajar más.