jueves, noviembre 02, 2006

Ensayo Literario 2. El Sacrificio

No hay en verdad acto más grande que aquel por el cual un hombre hace donación de sí mismo. Por este acto, la limitación humana se libera salvándose y renace en algo –pasión, amor, fe, heroísmo–, que le es superior y diferente. ¡Pobres de los retenidos, pobres de aquellos que no conocen las puertas de sí mismos! Su destino es el lago de fuego ígneo de que habla el Apocalipsis: “Pars illorum erit in stagno ardenti igne”. Todo en ellos está, por esa inhibición original, perdido.

Semejante al resto de las especies humanas, un escritor no se recobra más que cuando se ha dado enteramente, cuando su obra nace de esta donación. Cada palabra, cada concepto, cada verdad captada están lejos de adquirirse con innocuidad: el creador las halla con sacrificio al cabo de una lucha terrible y este sacrificio es, en sentido último, su entrega misma, el fin de su acción de amor. Este conflicto revista siempre naturaleza trágica; a veces, como en el caso de Nietzsche o Péguy, naturaleza heroica; otras, como en el caso de San Agustín, naturaleza santa. Cuando el escritor abandona este estado de dramaticidad esencial, este estado de gracia, es el momento en que ya, prácticamente, no existe; ha pasado.

Dos sentidos, dos elementos, exigen ser hoy, pues, las vías por las que el escritor debe darse a su mundo, la responsabilidad y el sacrificio. Aquella eterna oscilación de la literatura, de que nos habla un gran poeta francés, entre la diversión, la enseñaza, la predicación o propaganda, el ejercicio de sí y la excitación de los otros se circunscribe ahora, se fija, en estas últimas prácticas y con particularidad en la predicación o propaganda. El creador entra a gritar con sus personajes la dramaticidad esencial de sus conflictos; su obra es un llamado. Su obra no es más que prolongación de una actividad cualitativa y cuantitativamente humana; así que pese a Julien Benda, el espíritu sufre en estos momentos un eclipse. El creador habla con su sangre, su alma, su cerebro y sus vísceras. Si según Zohar, en el día terrible en que el hombre debe abandonar este mundo los cuatro elementos que componen su cuerpo comienzan a luchar el uno con el otro, deseando cada uno separarse del todo, no olvidemos que en el momento de suprema defensa y deseo de vida esos cuatro elementos luchan por su más rigurosa convivencia. Instinto, inteligencia, sensualidad, sentimiento, nada quiere cercenarse en esta hora el hombre que debe proclamar su llamado lúcido a los públicos. Sabe que sólo se salvará –en el sentido religioso del término– viviendo todo él, como la llama, que unifica en su lengua la sustancia heterogénea.

De este modo, mientras el panorama de los hombres que han escrito a través de la historia era tradicionalmente, por fases poco diferenciadas, el cuadro de unos hombres enclaustrados en su aplicación a un objeto de arte, es hoy un fresco trágico. No se trata de una ilusión óptica, no es una alucinación de cercanía. Los primeros, estaban redimidos por una suerte de perfección, por lo que esto significa: haber hallado una forma. Este hallazgo era ya todo. Hoy, las formas de arte, como las formas de vida, se parecen a los hombres: no cesan de buscarse y rectificarse, carecen de permanencia, están privadas de sosiego, viven azotadas, soportan mil torturas, su proceso expresivo se parece más al grito que a la voz normal, viven la agonía de una transición. Hoy no existen sino formas parecidas y precarias que solicitan su renovación. Ahora bien, del punto de vista de la tragedia, es más grande la busca que el encuentro. Por mi parte, yo prefiero siempre el movimiento a la fijación, la dinámica expresiva al estatismo dogmático y canónico, un arte en macha a un arte establecido en módulos rígidos. Prefiero este tiempo y su tragedia, aunque el vivir su destino me traiga aflicción de espíritu e incertidumbre en vez de bonanza magra de algunos períodos históricos.

Las formas de arte definidas coinciden con los ciclos estables de civilización, con los períodos sociales de cristalización, con los interregnos sedentarios del desarrollo de las masas humanas. Nuestro tiempo es una anarquía en marcha hacia un orden. En todos los períodos de esta índole, es el intelecto en acción, las fuerzas espirituales con voz, lo que anuncia la aproximación primero y el afianzamiento después de la nueva forma de civilización o de vida. Es la unidad lograda a veces por un espíritu en una obra lo que anuncia la unidad lograda por una época, por un tiempo. ¿No anunció Dostoievsky la muerte de una forma de vida? ¿No anunció anteriormente Taine el nacimiento de otra? Pero todos sabemos esto. Lo importante es determinar la gravedad, la trascendencia, la misión que nuestros días reservan a aquellos a quienes toca descubrir en el corazón y la conciencia humanos, junto con la forma de expresión que corresponda, la agitación de lo que va a nacer, el alba de un nuevo destino, la esencia diferente de un advenimiento vital.

Incumbe al intelectual la intuición y expresión de una época una vez que esa época comienza a reunir caracteres coherentes, sean ellos de perecimiento o de albor. Pero nos toca a nosotros vivir un siglo en el cual toda una vertebración social ha dejado de ser eficiente y en que el hombre es llamado a examinar sus vías de salvación para sí y para su posteridad. Es una crisis o un caos; tiene que salir de ahí la muerte o la perduración. O bien ambas cosas: la muerte de una forma y el nacimiento de otra. Este instante climático, es necesario asirlo, separarlo, clasificarlo, tarea propia del espíritu. Las primeras avanzadas del intelecto lúcido se condensan a comienzos de este siglo en la aparición de los filósofos y novelistas de la angustia. Todos ellos comprueban una agonía, la agonía de su circunstancia histórica, y reciben la antorcha tormentosa de los últimos grandes lúcidos del siglo pasado: los filósofos, de Kierkegaard ; los novelistas, de Dostoievsky. Esta antorcha pasará a las manos de los que vayan a anunciar, después de los últimos toques de muerte, la aparición cíclica de la nueva esperanza.

Una forma nace de un caos pero nace al propio tiempo de una concepción original. Sin ella, no puede engendrarse. No hay así forma que no proceda de un acto de amor. Pensemos en los orígenes del cristianismo y en todas las formas fecundas de comunión humana. De este modo las sociedades en peligro de disolverse tienden a la unidad, vale decir, a una forma orgánica. Y ciertos períodos, como el presente, de odio ecuménico, en que la furia sembrada en la tierra se propaga de polo a polo y de océano reclamando trágicamente un fuego que la absuelva, están llamados al fin a no poder sobrevivir sino por una sola cosa, por una nueva voluntad de unidad.

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