lunes, abril 21, 2008
El Corredor de las Brujas
Hola estoy trabajando en un nuevo universo, a ver que les parece como empieza:
El Corredor de las Brujas: El Libro de Leviatán
I
No es secreto que para un niño de cinco años el tiempo corre de manera distinta que para un adulto, las curvas del camino que marca el reloj eran especialmente lentas para Mirza, tres meses en el “Azteroth” habían sido miles de años, habían sido miles de vidas. Sabía que llegarían, pero no sabía como, o donde. Los adultos se decían palabras complicadas, a veces lloraban, otras cantaban canciones de la vieja tierra, tocaban sus instrumentos, pero todo siempre terminaba en silencio. A su madre le daba miedo el silencio, pero a él le parecía agradable, momentos de paz, ahí, en esos segundos los dioses le daban sus sueños, sus planes. Grandes máquinas, que mejorarían la vida de los hombres, que hablarían y sentirían con un corazón impulsado con la fuerza redentora del vapor, este era un mundo mejor, sin miedo a la Abuela Muerte, sin miedo a las sombras de los perseguidores. Mirza era diferente a los demás niños que habían convivido con él en aquella vieja nave, tenía el don de la vida, decían las viejas en el viejo pueblo, eso asustaba un poco a su madre, pero asustaba aún más a los demás, quienes tenían los ojos de la verdad estaban destinados a grandes y peligrosas cosas, como conquistar el mundo conocido, o simplemente ser un asesino de masas, ambas cosas ya habían pasado muchas veces.
Para todos aquellos incapaces de soñar con tanta facilidad, era un día oscuro. El viento soplaba especialmente fuerte en los muelles, haciendo que las primeras naves que atracaron esa mañana tuviesen que esperar algo más de lo usual, pero para los refugiados, que habían pasado más de tres semanas esperando llegar a un puerto seguro, una hora de retraso no era demasiado. Los corazones de hombres y mujeres saltaban, los hijos se aferraron a sus madres, estas a sus esposos. Los solitarios simplemente añoraron a los ausentes, y contemplaron con dudosa mirada al delgado puerto de madera que sostenía a los barcos y los zeppelines que los guiaban. En el instante que los capitanes del puerto por fin pusieron la rampa, las naves comenzaron a vomitar una multitud colorida, ruidosa y llena de promesas. Millares de ojos que contemplaron la extraña belleza de la ciudad, del verdadero mundo, no aquel del cual huían. Habían llegado a Dadaín, habían sido ciegos, ahora podían ver. Habían sido conquistados por las tristezas, ahora ellos tendrían la oportunidad de retomar sus vidas. En las delgadas calles de la ciudad, nuevos puestos de trabajos los esperaban, en las fábricas, en las grandes textiles, en las metalurgias, donde nuevas armas y naves eran creadas. Ellos no eran los únicos, antes, habían llegado otros, que también huían de la Plaga, de la miseria, de colonias lejanas atacadas por enemigos invisibles o aborígenes dispuestos a defender con valor lo que había sido suyo por siglos. Este no es un mundo de blancos y negros, muchos colores salían de sus capullos junto a estos inmigrantes.
Los soldados, vestidos de un parco negro, sin insignias ni rangos, portando máscaras que les protegían de las infecciones, analizaban, esperaban, con paciencia, hasta que aparecía un infectado. En ese caso la nave entera era destruida y sus pasajeros puestos en cuarentena o asesinados, dependiendo de la cantidad de público que tuviesen. Las autoridades eran cuidadosas, sabían muy bien que de todas las afecciones y vicisitudes que han de enfrentar los seres vivos durante su permanencia en este lado de la creación, no hay una más abyecta que la enfermedad. No hablo de aquellas dolencias ligeras, autoprovocadas, producto de una hipocondría colectiva. Me refiero a esos virus que se enquistan en alma, vencen al cuerpo, consumen los espíritus, conquistan la vida. Cuando muere un hombre, producto de estas enfermedades, pues, lo lloramos, pero lo enterramos rápidamente, por miedo a contagiarnos, no hay valor que resista velar al leproso.. Lamento informar a todos los buenos lectores que han tenido el valor de asomarse por estás páginas, que todas las naciones, al igual que todos los seres vivos, son portadores de una u otra enfermedad, la que invariablemente termina por matarlas. Cuando ello ocurre nadie se queda para mirar atrás, enterrar el cadáver y cantar la canción de la despedida, cuando una nación muere, eso es todo, a terminado la función.
Muchas otras colonias habían perecido antes, pero Dadaín llevaba exactamente doscientos años en pie, en una absoluta independencia, caminando con la energía que le daba el vapor, la fuerza de las viejas termas, pero sobre todo, avanzando gracias a la perseverancia de estos frescos recién llegados. Aún había espacio para más aún, nuevos barrios se habrían paso, caseríos y pequeñas villas comenzaban a rodear el casco antiguo. Se habían creado Ghettos para impedir la mezcla de razas, había que impedir la violencia, pero esto no era siempre posible. A pesar de ello, o quizás precisamente por ello, las fábricas cada vez producían más, la ciudad tenía nuevas venas, por las que corría sangre feroz. La caída de una nación, la derrota de una colonia, era un triunfo para esta orgullosa metrópolis.
Mirza se aferró a su madre mientras descendía del puente, estaba asustado, no por la gente, ni siquiera por las enormes torres que brillaban con luces antinaturales justo al centro de la ciudad, temía que aquello que les había perseguido tanto tiempo, estuviese tras de ellos, esa sombra, esa que había aniquilado a su padre, a sus hermanos; cuando su madre puso su mano en la cabeza del chico y le regaló la primera sonrisa, supo que estaba todo bien, entonces pudo por fin entregarse, comenzó la relación de amor más grande que jamás había tenido, se había enamorado de una ciudad, nunca permitiría que alguien le quitase eso. Era el solsticio, era la fiesta de la fundación, fuegos artificiales brillaban en cada rincón, grabando un tatuaje en su memoria. Así fue como entre el vapor de las máquinas y la niebla de la mañana, el emigrante se transformó en ciudadano.
II
Las tuberías habían sido construidas a lo largo de estos diez últimos años, ingenieros, arquitectos, científicos, pero sobre todo, trabajadores, habían dado sus vidas para que llevar la inestable energía de la tierra a las nuevas plantas procesadoras, donde nacía el futuro. El mismo Gobernador Enoch, quien ordenó su construcción, había muerto antes de verlas finalizadas, los Fundadores vieron una gran oportunidad en esto, y nombraron las obras en su honor, lo que ganó la gratitud de un pueblo que tenía pocos regalos de parte de la clase dirigente.
Cinco años atrás Mirza había llegado para celebrar por primera vez el día de la independencia, cada año le había traído nuevas alegrías, al menos durante los primeros cuatro, durante el pequeño periodo que llamó “su infancia”, luego comenzó a ver las cosas con los ojos de niño genio, o peor aún, con la mirada de ingeniero, alguien que optimiza recursos, algunas veces esos recursos tenían sangre, un alma y incluso una familia. Pero no era el momento de estar triste, bajó el interruptor y la multitud gritó, las lámparas colocadas al costado de los caminos que llevaban a la fabrica comenzaron a iluminarse como diodos en la más oscura noche, la que fue espantada por el más efectivo exorcismo. Mirza había traído luz a las calles del Nuevo Barrio, una nueva era había comenzado para los habitantes, que verían su sueño resguardado y protegido por la electricidad extraída de la tierra. La gente aplaudía, había una sincera alegría en el aire.
-Te aman – dijo el Superintendente.
-Aman la luz, señor, aman no tener miedo.
-Te equivocas, el miedo aún está ahí, sólo lo has disfrazado.
El Superintendente no hablaba mucho, y cuando lo hacía trataba de dejar claro lo que quería decir, le agradaba su ingeniero y quería protegerlo, pero ya era tarde, la chusma lo amaba, pronto llamaría la atención de los Fundadores, tal como pasó con él.
La música estalló en todas las esquinas del Nuevo Barrio las familias, que antes lloraban, ahora celebraban. El licor de malta competía con los destilados de uva, pero ambos tenían el amor incondicional de los hombres.
-¿Cuántos hombres se usaron para terminar esto? – Dijo impaciente la autoridad.
-Ciento doce, señor.
-Detalles.
-Cincuenta humanos, cuarenta Ao Sí, el resto eran asistentes Atlaua y Catequil.
-¿Indígenas?
-Unos pocos señor, la mayoría eran colonos.
-Ten cuidado Mirza, estás al borde de quebrantar una regla primordial, y aunque hayas hecho un buen trabajo, con gusto mandaré a que te encierren si ofendes a los fundadores.
El Superintendente se fue, decía la verdad, si rompía la ley de Xenocontrol, podía encontrarse saludando a la abuela muerte cara a cara, o quizás algo mucho peor. Sólo los colonos podían trabajar en obras de esta importancia, Tocros, Humanos y Ao Sí, que eran considerados los mejores para la labor, al menos según los Códigos de Trabajo y Salud. Según el mismo código, la mano de obra indígena era buena para labores menores, quizás para servir en las casas de los más ricos, o para ser entretención. Mirza sabía bien de que trataba, era un acto de miedo, se inventaban mentiras, rumores oscuros sobre ellos, no se podía confiar en ellos, según la política de los Fundadores, eran perros hambrientos, listos para beber la sangre de la Republica.
Estás palabras eran igual que el silencio para él, la verdad es que los Catequil eran más hábiles que los Ao Sí, y los Atlaua eran más fuertes que los humanos. El estado quería matarlos de hambre, en sus campamentos, en sus reservas, al norte y sur de la ciudad, quería hacerlos pagar por esas primeras guerras que cobraron las vidas de muchos colonos, querían hacerlos pagar por esas sonrisas que siempre portaban por la mañana, por negarse a renunciar a sus viejos dioses, querían hacerlos pagar por que sabían la realidad: los indígenas no necesitaban a los fundadores, a la ciudad, y ninguno de sus dones para seguir existiendo. Para un dios todopoderoso, esto era una cachetada insolente, pero Mirza no estaba interesado en religión alguna. Se quitó las gafas, dejó a un los pesados guantes. Quitó su pechera, atrás quedaba la identidad del ingeniero, podía volver a ser humano, dejó los barrios que lo vieron crecer y se dirigió al casco antiguo de la ciudad, las pequeñas calles se enredaran en su mente, sintió el pulso de una ciudad que no sabía dormir. Es verdad tenía diez años, pero sabía todo lo necesario para vivir sólo, lo había hecho desde la escuela, la compañía, la familia, sólo parecía ser una excusa para dejar de pensar.
La luna estaba partida por la mitad en el limpio cielo, todo era luz, como si se hubiese puesto de acuerdo con los dirigentes de la ciudad para celebrar el día de la independencia. Era posible, todo lo era estos días, en su mente ya no podía distinguir entre los poderes naturales y los del estado. Ambas cosas parecían enredarse en ciertos momentos, él era uno de los culpables, pero no el único.
Su torre estaba a doscientos sesenta y tres metros del centro exacto de la ciudad, esto era un privilegio reservado para unos pocos colonos capaces de destacar entre la multitud, esa era exactamente su situación. Dos años en la Alta Universidad estudiando lo único que le podía dar algo de placer, ciencia, su lugar seguro, su refugio. La energía de la tierra, de los seres vivos, incluso de los elementos, esa era su magia, pero no era la única que recorría las calles de la ciudad. Otros estudiantes estaban muy por sobre su posición, pero el había llegado tan lejos como se podía para un colono de primera generación, en su corazón vivía el miedo de volverse inútil muy pronto.
Había muchas maneras de hacerse útil en la ciudad, la mayoría de los inmigrantes se hacía comerciante, pero habían otros que llegaban aún más lejos: estaban los Escribas y los Planificadores, que eran las mascotas de los políticos, ellos a su vez provenían de familias cercanas a los Fundadores, eran los únicos que eran capaces de presentarse para ocupar cargos públicos, la clase dirigente estudiaba política y filosofía, pero estos eran a su vez simples perros falderos de los Fundadores. Sólo había una casta que podía ganar el respeto total, por la fuerza, o por el miedo, eran aquellos capaces de doblar la realidad, de canalizar energías directamente, eran entrenados directamente bajo la supervisión de los Fundadores y el Consejo de los Siete. Les llamaban Hechiceros, Magos, o Cambiantes; como fuese, eran ellos los que ocupaban las torres más altas de la ciudad. Servían a la Iglesia de la Santa Verdad, aunque no eran sacerdotes, pero eran sumamente valiosos para la Inquisición, y sus cacería de todo aquello que ponía en peligro a los ciudadanos. No habían muchos Cambiantes, ni debía de haberlos. Mirza les odiaba con todo su corazón, eran bestias que experimentaban con la vida, transformándola en aberraciones innombrables, como dije, les odiaba, pero más que eso, les temía, eran el mejor elemento de control que tenía la republica.
Entró en su departamento, encendió un farol de gas, pudo ver a sus creaciones moviéndose aquí y allá. Artefactos voladores, armas sumergibles, imitaciones de los humanoides que podía observar en las calles de Dadaín. Sus favoritos eran los constructos, seres animados que había creado a partir de vidas cercenadas, los había reparado y los había cambiado. Aretha era una muñeca a vapor, delicada, mimosa, que sólo se movía en espacios pequeños, la había creado a partir de un pajarito medio muerto que había aparecido en su ventana, Margarita era una gata mecánica, que dormía casi todo el día, Valiente, el soldado era quien le enseñaba el valor de seguir adelante y custodiaba sus libros. Eran vidas quebradizas, rescatadas de las manos de la vieja muerte. Esa era su mundo, al menos desde que había dejado a su madre, miles de ensoñaciones arrojadas sobre un suelo que no estaba limpió dos días seguidos.
Se sentía demasiado agobiado como para ir a su cama, de modo que subió hasta el palomar, donde sus aves estaban cantando la tranquila canción de la ignorancia. Se recostó junto a la jaula, cerró los ojos y escuchó la fiesta avanzar sin él, era verdad, el pueblo le conocía, era uno de ellos, después de todo, pero si quería conservar su trabajo y su taller, debía regresar a su intima invisibilidad.
Las campanas de la iglesia comenzaron a doblar, era el llamado a la letanía de medianoche. Pero Mirza Albarrazán ya estaba dormido.
III
El viejo Odo sabía muy bien como comportarse en la ciudad, mantenía su cabeza abajo y su carrito asegurado firmemente en la parte menos transitada de la textil. Se sentía en paz ahí, nadie molesta a los más pobres entre los pobres, nadie preguntaba los secretos de Odo, nadie ponía su pellejo, al menos no estos días.
Sólo los misioneros de la Iglesia de la Santa Verdad venían bajo los callejones, a veces llevaban una taza de té caliente, o algo de comida, pero siempre dejaban el Libro de Leviatán. La mayoría de los chicos lo rechazaban la primera o la segunda vez, luego, antes de lo que creían, estaban leyendo el primer capitulo, y aún antes de los previsto eran conversos. Si querías evitarlo, bueno, el libro ardía muy bien en la noche y acompañaba dignamente las fogatas por las frías noches del otoño. Había que temerle a la gente del libro, como a cualquier otro que fuese capaz de creer en algo sin pedir una mediana explicación.
Odo era un Ao Sí, sus miembros eran alargados, su piel de un dorado claro. Como muchos los miembros de su etnia tenía los ojos de un violeta intenso, sus orejas terminaban en punta, aún tenía los seis aretes de su “maisai”, aunque estaba lejos de cumplir las costumbres de su pueblo, su cabello era largo y desordenado, dejó su barba larga, para pasar más por un humano, había dejado atrás su vida, ni siquiera tenía recuerdos muy claros de ella, era como un sueño, o la vida de otro.
-Odo – dijo la voz, no era desconocida, pero no por ello menos inesperada – cuesta encontrarte estos días.
-¿A mi…a mi? – pudo articular con la dificultad que tienen los que han pasado días sin hablar.
-Si a ti Odo.
-Ya veo… vas a disparar – dijo apuntando ala ballesta de su agresor – es lo que ustedes hacen, disparar, matar, cegar. Esas lindas cositas que ustedes hacen.
-Sí Odo, cuando es necesario, lo hacemos. Dime Odo, ¿recuerdas los campos de concentración? ¿recuerdas la guerra?
-No… no quiero hablar de eso. Además fue hace una vida atrás.
-No tienes elección. Debes regresar con nosotros.
-Tu no tienes elección… Sara, ¿es ese tu nombre aún? Así te bautizaron tus padres. Mejor dispara… no voy a volver.
La saeta voló veloz y no hizo más que aún más silencio, la caída del cuerpo tampoco, Odo sólo pesaba cincuenta kilos, se dice que el alma tiene un cierto peso, es posible, pero el alma de Odo ya había volado hace un par de años, y ni siquiera la mañana se dio cuenta de lo que había ocurrido.
IV
La naturaleza no posee imaginación suficiente para crear algo como Dadaín, la ciudad se extendía a ambas orillas del río Asmodai, hasta el océano formando un semicírculo, un largo puente, creado hace treinta años, le permitía abrazar a la pequeña isla de Roble Seco, donde la ciudad continuaba, la bahía guardaba grandes embarcaciones a vela y vapor, además de un gran número de zeppelines, globos y aparatos voladores más sofisticados. Las calles que llegaban hasta al puerto, también cruzaban el centro de la ciudad, donde podías fácilmente perderte entre las pequeñas calles que formaban geometrías dignas de una locura profunda. Un pequeño tranvía recorría sobre las delgadas calles, incluso trepaba alturas sobre y por el costado de las fabricas, debían asegurar la llegada de los trabajadores y funcionarios. La gran mayoría de las construcciones no pasaban los tres pisos, excepto por las grandes torres y habían exactamente seis de ellas. La Alta Universidad, la Hospedería Universitaria, la Iglesia de la Santa Verdad, El Consejo de los Cinco, La Torre Carmesí y Matriz Alastor, o la Casa de Alastor, donde los Fundadores se escondían de su creación. Está última era la más alta, y un gran faro brillaba sobre ella, más como signo de poder que cualquier otra cosa. La luz apuntaba indiscriminadamente a una zona de la ciudad, como si la observase, nunca apuntaba dos noches seguidas al mismo lugar, y cuando miraba la vida de algún infeliz ciudadano, esta parecía ponerse en vitrina frente a sus pares. Lejos de la luz de la Casa Matriz, estaban las fabricas que funcionaban gracias al vapor de las plantes termales, o gracias al carbón de las minas, y las textiles, que constituían la fuente de trabajo de los habitantes de la ciudad, más allá de ellas, el Barrio Nuevo, donde los más recientes inmigrantes encontraban un hogar. Nuevas capillas se construían en él, algunas con religiones traídas desde los viejos pueblos, desde naciones caídas, eran permitidas con algunas limitaciones, pero eran cerradas inmediatamente si es que alguno de sus clérigos parecía amenazar a la iglesia oficial. De todas formas, pocos construían tan veloz como los arquitectos que trabajaban para la Iglesia de la Santa Verdad. La ciudad tenía un fin, pero su poder se extendía más allá, los caminos hacía el norte se internaban tan lejos como la barrera de Tiberio y la vieja colonia que ahí existió, ahora usada como reserva para unos pocos y moribundos exiliados, por el sur los caminos se abrían paso por la selva, las montañas, pasando por las reservas indígenas, las minas de carbón y las villas de colonos, hasta nuevamente encontrarse con el mar. Dadaín era grande, fuerte, prospera, no había otra ciudad como ella en esta parte del planeta, y si la hubo, fue rápidamente extinta por la guerra, la plaga o ambas. Claro que habían rivales, poderosos, con flotas aún mejor preparadas para guerra, pero no se hablaba de eso, no era de buena educación.
María Ojos de Sangre conocía bien el suelo que pisaba, es más podía sentir cada centímetro asfaltado de la ciudad, sus pies descalzos podían informarle de donde estaba, aún cuando sus ojos y el resto de sus sentidos estuviesen perdidos. Era una Cambiante, y una muy buena, a sus doce años ya superaba a muchos adultos, pero no le gustaba alardear, era peligroso provocar envidias entre gente que podía derretir el metal, o jugar con tu carne como si fuese arcilla. Respiro profundo y exhaló, usar su Ken no era fácil, debía de concentrarse. Primero borró la boca de su rostro y la reemplazó por una en su mano derecha, luego puso su cabello blanco y sus ojos completamente negros. “Demonizar” su cuerpo era obligatorio si quería lidiar con hombres mayores. Debía asustar, así que decidió levitar exactos siete centímetros y dejar que sólo la punta de sus dedos tocasen el suelo. Estaba lista.
El cuartel de la guardia mantenía siempre sus puertas abiertas, sobretodo durante el turno nocturno, cuando las verdaderas cosas malas pasaban. María cruzó el portal, y flotó por el pasillo. El oficial de turno botó café por la nariz al ver la aparición, era un oficial con pocos años de servicio, pero ya había visto el mal que el hombre le hace al prójimo, aún así la aparición le había aterrado, era su primer encuentro con un Cambiante.
-Su señoría – la llamó torpemente.
-Trajeron un cuerpo, un vago, asesinado, si no me equivoco.
-Así es, su majestad… está en la hielera. Abajo.
-Llévame.
-Sí… señoría altísima.
María sabía que podía destruirlo con una palabra, pero esa no era su función, se divertía lo suficiente haciendo su papel, pero tenía una misión que pretendía cumplir, era el precio que se pagaba por ser una “Prematura”.
La morgue no era muy grande, tres cadáveres dormitaban sobre mesas de aluminio, esperando que alguien comenzara a rearmar sus historias, esa era la labor de la doctora Iblis. Quien ya había comenzado la disección del hombre que simplemente fue conocido como Odo. Su pecho abierto revelaba una cavidad toráxica normal, una pequeña descolocación en los pulmones, lo que era normal en los trabajadores ancianos y en quienes habían estado expuesto mucho tiempo a los vapores que emanaban de las industrias del carbón. Las tres etnias eran idénticas, al menos en su morfología interna, ella lo sabía, a pesar de la política de Xenocontrol que impedía las mezclas y hacía insistencia en la separación racial. Pero la doctora Iblis, sabía cuando callar.
-Doctora… - dijo maría con la voz apagada que surgía de su mano derecha – los Fundadores están muy interesados en este caso, quisiera que me entregara inmediatamente un informe sobre sus… hallazgos en este caso.
-La muerte es fácil de determinar, fue causado por esto – dijo entregando el diminuto proyectil que el anciano tenía en su cuello. Estaba envenenado con una neurotóxina, como el que poseen algunos reptiles.
-¿Reptiles dice usted?
-Así es.
-¿Qué edad tenía el sujeto?
-Cien o ciento diez, un anciano entre su raza. No veo porque enviar un investigador especial por un simple vago.
-No le debe interesar a usted mi motivación de investigar o dejar de hacerlo.
María escudriñó el cuerpo, jamás había visto un Ao Sí desnudo. Era como un humano estirado, parecía débil, casi inútil para las labores propias de una ciudad, pero su cuerpo aún no se volvía la masa llena de olores que eran los demás humanoides al morir.
-Sólo me llama la atención una cosa – dijo con serenidad la doctora – es esa mancha en forma de media luna.
-Sí la veo. Es una marca que los primeros colonos se hicieron durante la guerra. Gracias doctora, espero su informe final.
Cuando María salió, el aire parecía haberse hecho más ligero. La doctora soltó un suspiro, y prosiguió con su trabajo.
V
Los colores de la mañana siempre sorprendían a Mirza, abrió el palomar y dejo que las aves volaran, regresarían un poco más tarde, después de hacer ejercicio, tenían demasiado miedo para aceptar la libertad que ofrece Dadaín. Abajo en la habitación del chico, una sinfonía de despertadores, relojes y juguetes parecían llenar el ambiente de una dulce esquizofrenia. Eran las seis y media de la mañana, la hora de los muertos, decía su madre. Tomó un poco de leche caliente antes de vestir su traje de trabajo, el tranvía lo llevó con el ritmo de una tortuga coja, pero finalmente arribaba a una nueva obra.
El Consejo le había negado el permiso para tomar el control de este Termocentro, se lo habían dado a Lefchoike, uno de los pocos Mokthra que hacían de Dadaín su hogar, quizás en señal de buena fe con su ciudad, Pigmaleón, con la que se había sostenido una larga y penosa guerra comercial que había retrasado el crecimiento de ambas en unos diez añios, o para impedir que el chico aumentara su popularidad. Nada de eso importaba, el trabajo era excitante, la planta extraería calor desde el núcleo de la tierra y permitiría mejorar la distribución de energía en la ciudad.
El extranjero no era popular entre los trabajadores locales, pero había seleccionado un grupo de fuertes Tocros, con doble paga, para que hicieran el trabajo duro, asustando a los posibles insurrectos en el camino. La faena comenzaba, y los esquiroles de Lefchoike levantaron el taladro, mientras los trabajadores de Mirza aseguraron las paredes que rodeaban la excavación.
Las maquinas a vapor rugían como lo debía de hacer un dragón, o una tormenta. El Mokhtra era inescrutable, quizás en parte porque su raza no tenía una boca para sonreír, sino una larga trompa como la de una mariposa, sus ojos eran dos grandes bolas negras que no cambiaban nunca de actitud, su cuerpo estaba cubierto de un bello blanquecino, podías distinguir un Mokhtra de otro por sus alas, no habían un par igual a otro, ni siquiera entre hermanos gemelos. La comunicación con ellos era algo que pocos soportaban, pues hablaban directo a tu cabeza, una paratelepatía limitada les hacía con mucho, uno de los humanoides más extraños que el creador pudo imaginar, nada de esto realmente importaba para Mirza, un hombre era un hombre, el envase daba lo mismo.
-Pronto alcanzaremos la profundidad que necesitaremos para plantar la primera semilla. – Dijo el extraño poniendo en claro su respeto por Mirza.
-Si queremos que el crezca bien tenemos que asegurar el piso primero.
-Ya lo hicimos, mis Tocros trabajaron doble turno – dijo mientras encendía un cigarro que comenzaba a aspirar con su trompa.
Mirza trataba seriamente de sentir simpatía por este ser, que trabajaba turnos dobles y hablaba sin mover los labios, pero no podía, y lo peor es que no sabía porque, se sentía sucio por el sólo hecho de rechazar a una persona sólo por su piel.
Los Tocros eran gigantes cornudos que habían servido como primeros colonos para los Fundadores, su piel era dura y su fuerza descomunal, pero eran torpes, se decía que eran de capacidad intelectual limitada, pero esto puede haber sido un cuento de los xenófobos humanos. Lo que si era cierto es que la fuerza de la naturaleza era muy grande en ellos, como sí los poderosos Tocros hubiesen sido hechos para vivir en la libertad de un bosque oscuro y profundo; pero eso fue antes de la colonización.
-¿Ves esos pájaros negros? – Dijo el Mokhtra señalando a tres buitres que rondaban sobre sus cabezas.
-Sí, son buitres cabeza blanca.
-Nos han seguido desde anoche. La muerte está cerca.
-Quizás, Abuela Muerte nunca anda muy lejos.
-¿Quién?
-Es un cuento de las colonias. La vida es hija de la muerte, por eso siempre vamos a ella, la Muerte es nuestra Abuelita.
-Entiendo.
Era imposible saber si el ingeniero sonreía, pero a Mirza le pareció que sí. Entonces el taladro comenzó a hacer un extraño ruido como si algo tan duro como el acero estuviese haciendo frente a sus pretensiones.
-¡Deben parar el barreno! – Gritó Mirza hacía los trabajadores que estaban sobre la muralla.
-¿De qué hablas?
Él no podía explicarlo, sentía el pesar del caos en el aire, algo caería sobre ellos, pero no sabía decirlo; pero no podía explicar así que saltó sobre los trabajadores, los Tocros le esquivaron, pero uno de ellos le empujó contra una pared tan fuerte, que Mirza pudo sentir como explotaba el hueso de su brazo izquierdo. Los obreros pudieron ver esto y le recogieron, alejándose, pero era tarde ese pesar ya estaba aquí. La explosión fue tremenda, pero la implosión era peor, debido a la fuerza de esta, el suelo comenzó a consumirse a si mismo, devorando a gran parte de los esquiroles, el Mokhtra elevó un vuelo veloz y pudo salir, pero no tenía la fuerza de rescatar a nadie. El saldo final fue la muerte de cinco colonos, tres Tocros y dos humanos, muchos otros estaban heridos, entre ellos el mismo Mirza, quien fue llevado como un héroe al único hospital de la ciudad. El Hospital de la Sagrada Caridad era dirigido por las monjas de la Iglesia de la Santa Verdad, o como eran conocidas entre el pueblo, las Hermanas de La Verdad.
Los doctores hablaron de amputar el brazo del chico, otros de los inútil que quedaría. Las monjas rezaron junto a su cama la primera noche, hasta que el mismo Mirza supo la respuesta, ya había hecho la prueba con sus “Constructos” , de manera que comenzó a dibujar, sabía que su brazo no curaría, pero lo necesitaba y la tecnología en prótesis era muy deficiente. Mandó a llamar a Lefchoike quien estuvo contento de ayudar, y más tarde dirigir la operación.
Los doctores temían por que el resultado no fuera el optimo, otros lo consideraron herejía, la misma Iglesia dio un permiso especial para realizarla, pero el resultado no podía ser imaginado: Mirza se había construido un exoesqueleto que cubría ligeramente el antebrazo y se hacía más grueso hasta llegar al hombro, a la altura del codo tenía una válvula conectada a sus tendones destrozados, en pocos días comenzó a mover su extremidad con la misma delicadeza kjghque antes, claro que había molestias, la máquina era a vapor autogenerado, por lo que hacía algunos ruidos y era pesada, ya que tuvo acceso sólo a algunos metales para su construcción. El proceso entero de rehabilitación duró una semana y al final de este, ya estaba listo para regresar al trabajo. Pero alguien tenía algo que decir al respecto, era el Superintendente, el viejo reptil que había supervisado su obra anterior.
-Sobreviviste a la embestida de una de esas bestias – dijo forzado a romper su habitual silencio.
-Tocro, y no fue su culpa.
-Ya veo, ¿y a quién culpas?
-A nadie, sólo fue un error, ahí abajo había algo inesperado, algo que debimos conocer.
-Es probable, pero saber mucho también es un problema por estos lados. Ya sabes, los Fundadores controlan cada uno de nuestros pasos.
-¿Qué quiere decir?
-Nada sólo te pido que mires por la ventana.
Mirza corrió la horrible y blanquecina cortina de hospital, tan sólo para encontrarse con una multitud que les esperaba, todos coreaban su nombre. Los que sabían escribir, habían hecho pancartas, otros arrojaban confeti.
-Eres un héroe, ahora has sido santificado en tu rol, el colono que salva a los suyos, así te llaman.
-No es verdad, no pude salvar a todos.
-No importa, el Consejo ya lo sabe. Te lo advertí ahora debo escoltarte ante ello.
Mirza sintió un escalofrío, los Fundadores conocían su nombre y su juguete preferido, el Consejo de los Siete, había decidido llamarlo. Ya era malo tener diez años y ser el fetiche favorito de la Escuela Biogeólogos, haber dejado a su familia, hasta ahora se limitaba a vivir como una rareza, ahora realmente era una rareza, y tendría que vivir para siempre detrás de una vitrina.
VI
Sara encendió la última vela, su sortilegio estaría listo en un momento. Era circulo perfecto con la simetría perfectamente dibujada. Había puesto un signo por cada una de las estaciones de su calvario. “Nefando”, por sus años de guerra y dolor, “Arcadia”, por sus años aprendiendo en el frío desierto del norte, “Shebu”, por sus hijos muertos y el recuerdo suave de su piel, sólo faltaba “Ezequiel” , el don de profetizar. Luego haría un ligero corte en su palma derecha y dejaría la sangre caer sobre un plato con azufre bien colocado en el extremo norte del diagrama, el cual encendió sin provocación alguna, alzado un fuego azul. La poca ropa que aún portaba quedó atrás, dejando su cuerpo bronce desnudo en esa fría caverna. Su compañera entró sigilosa, esperando no interrumpir el ritual, pero sabía muy bien que eso era imposible.
-Toma la espada que está en la esquina – dijo Sara sin dudar demasiado.
Argenta lo hizo, era un arma arcaica, pero los Ao Sí aún la ocupaban en las ceremonias de Leviatán, claro que esto era muy diferente. Provenían de guerras anteriores a la que peleaban hoy, combates que se llevaron a cabo en lugares muy lejanos, casi olvidados por todos, excepto por ella. Ella podía ver aquellos lugares que viven en el rabillo del ojo, ese era el regalo de su madre, al igual que el pedazo de acero que Argenta tenía en su mano.
-Si me equivoco, quiero que la uses para matarme.
-No, no podré. Eres lo único que tengo para amar.
-Somos exiliados, no debemos amar, debemos matar, vengar, poseer la sangre de quien nos robó el pasado. Debemos descubrir quienes éramos, rápido, voy a quemar mi Ken, ¿estás conmigo o no?
-Lo… estoy.
Sara bebió una mezcla preparada por las mujeres de la aldea, sintió el fuego de mil soldados muriendo en su garganta, la memoria no volvía a ella, pero si el odio, era fresco, sabía quien era su enemigo y que hacer con él. La llama de su vida se encendió tan fuerte que quemó el color de sus ojos hasta dejarlos grises.
-¡Sara! – Gritó Argenta mientras levantaba el arma.
-¡Estoy en el infierno!
Pero ya era tarde, la fuerza de Sara no era para ser detenida por el acero, y el arma de desintegró entre las manos de Argenta, quien caía rendida al lado de la única persona capaz de leer sus sueños.
-Ahora lo entiendo, la pureza, el rostro verdadero de Dios – dijo Sara – sé distinguir tus blasfemias carne.
Se arrodilló frente argenta quien derramó un lagrimón y susurro un nombre, esperando clemencia.
-Sara.
-Sí, soy yo, y también soy algo más, no hay tiempo de explicar, tengo que hablarle a mi pueblo.
-¿Tú pueblo?
-Sí.
Sara no pensó en vestirse, dejo la caverna, Argenta quiso seguirla pero se dio cuenta de que no podía avanzar, algo la ataba a aquella oscuridad. Entonces vio un bulto en el suelo, al principio no entendió, luego se dio cuenta, era su cuerpo, la espada había atravesado su pecho. Estaba muerta, o algo así. La desesperación comenzó a consumir su piel, y pronto el fuego la rodeó, era el sacrificio que Sara debía hacer para alcanzar el cielo, mandar lo único que amaba, derecho al infierno. Un grito mudo pudo ser oído por todos los seres incapaces de ignorarlo, nadie sonrió, ningún signo recorrió los cielos, pero todos supieron que el miedo había regresado a este lado de la creación.
VII
María entró en la torre de los Fundadores, había quitado su Ken del rostro, ahora podía caminar, hablar, y respirar sin ahogarse. Esperó en una improvisada salita de espera, entonces, envuelto en el vapor de la cámara de salvación, surgía Abigor, el mentor de los nuevos Cambiantes. Vestía la túnica roja larga que debía ocupar por su cargo, mientras que su rostro había desaparecido por completo, siendo reemplazado por el dibujo de una profunda espiral, que enloquecería a quien se quedara mirándole. Su Ken era tan fuerte que los objetos a su alrededor cambiaban con sólo tocarlos. Todo lo que su chica había visto, él ya lo sabía, era un don que tenía, la Visión de los Otros, la llamaba, pero aún así, quería escuchar que tenía que decir su mejor alumna.
-¿Qué te enseñó nuestro amigo?
-Que hay gente que piensa que puede huir de si mismo.
-Así es mi dulce niña. ¿Qué crees que era?
-Creo que era un Kallikantzaro, un pastor rebelde.
-Así es, nuestro amigo era un dedicado sacerdote; su congregación marchó más allá de la barrera del norte y creo su propia colonia, al principio los Fundadores lo permitieron, incluso alentaron a que recorrieran esta tierra más allá de sus fronteras. Hija, quiero que sepas, que nosotros somos capaces de un mal ilimitado, somos capaces de la crueldad más enorme, pero aunque nos portemos como el mismo demonio, hay siempre quienes serán peores – en ese momento el anciano prefirió sentarse y acabar con el hechizo, revelando su rostro – uno de esos pocos peores fue aquella a quien llamaban Esperanza, séptima hija de una séptima hija, la más poderosa de los herejes, sus ojos eran capaces de ver más allá de la cortina, se dice que vio incluso a los seres del pozo. Uno de ellos le prometió algo, mi maestro dice que fue la vida eterna en la sangre de su descendencia, otros como, mi padre, decía que le había dado el don de matar a los Fundadores. Pero el resultado era el mismo, demasiado poder para un mortal.
-… y enloqueció.
-Y enloqueció. Hizo su vida en base al último capitulo del Libro de Leviatán, en un versículo pequeño y oscuro que nadie estudiaba hace más de un siglo ya no le bastaba con el buen Libro de Leviatán, debía encontrar el capítulo que faltaba, “vendrá un nuevo redentor, que escribirá un nuevo libro, y regresará a los hijos de Ao a sus hogares, justo antes del Armagedón. ”. Su revelación era una cruelmente lógica, debía cambiar el viejo régimen por uno nuevo, y escribió su propio código el Libro de Behemot, ahora estaba lista para levantar una rebelión, primero atacaron como guerrilleros, luego como terroristas y causaron mucho daño, pero los Fundadores lo esperaban.
-¿Lo esperaban?
-Así es, otras colonias, incluso otras naciones se habían levantado contra nuestra ciudad, y es lógico que así sea. No interrumpas más, ahora atiende, las guerras siempre terminan siendo desastre, no importa quien gane. La sangre salió al encuentro del agua, los aborígenes tomaron el partido de Esperanza, al menos por un tiempo, hasta que se dieron que su causa no era la misma. Acorralada por dos frentes, Esperanza invocó a la Plaga. Si es que vieses lo que la enfermedad hace a los pueblos, hermano devorando a hermano, dientes afilados asaltando los caminos, Canibalismo, y otras depravaciones peores. Y esa fue la caída de muchos de nuestros ciudadanos, incluso destruyó a los propios seguidores de su causa, ¿y sabes lo peor? Eso era justamente lo que quería, que murieran inmolados, así nacieron los Santos de Behemot. Sus iglesias se abrieron en los caminos más allá de la frontera del norte, y la muerte caminó libre por quince años, luego todo fue silencio, el ejército llegó hasta la colonia, la demolió. Destruimos iglesias, santuarios, y refugios, se cazó a todos los seguidores, se los marcó como Kallikantzaros, que quiere decir, demonios en la lengua de los indígenas.
-¿Los Fundadores no hicieron nada?
-O sí, pero ellos no se mancharon las manos, para eso se creo el Consejo de los Siete, elegido por el pueblo. Así los responsables fueron cada uno de los ciudadanos de Dadaín. Verás, las naciones hacen estás cosas de cuando en vez, para eso estamos nosotros, los protectores de los inocentes, los asesinos. Ellos habían sido animales con nosotros, y nosotros fuimos bestias aún peores con ellos. No se me estuvo permitido saber lo que ocurrió ahí, en los campos de exterminio, pero sé que no fue bueno, hija mía. Sus gritos llegaron hasta los oídos de Dios y sé que no se nos ha perdonado. Pensamos que los habíamos acabado a todos, pero ya vez que somos falibles, seres que estamos condenados al error.
El maestro cerró su boca, transformó nuevamente su rostro en aquella espiral que invitaba a enloquecer, comenzó una lenta salida pero antes se volvió, dio una última mirada a su alumna.
-El libro tiene mejores preguntas que respuestas – dijo – lo que es bueno.
-¿Cuáles son mis ordenes?
-Duerme, se una niña de doce años, quizás así tengamos mejores oportunidades a sobrevivir si es que la plaga ha regresado.
No había sentido en esas palabras, ¿era cariño? ¿se estaba rindiendo? María Ojos de Sangre se quedó sentada ahí, ante los grandes ojos de los Fundadores que por ahora sólo mantenían el silencio.
VIII
A esta altura cualquiera debía pensar que Mirza era un monstruo, una criatura aberrante que a sus diez años era capaz de prodigios que jamás se han visto, eso era en parte cierto, pero no era ni la mitad de bestia que la mayoría de los chicos de esa edad. Era un niño, y habían numerosas pruebas de ello, el mismo día de su cumpleaños número seis su profesor de Termobilogía decidió que estaba cansado de los emigrantes que hacían invisible la escuela, de manera que cuando Mirza tardó mucho en el baño durante una clase de cálculo, el viejo vetusto vio la oportunidad para castigar al chico dándole tarea de alumnos de último grado, mismas que él las que resolvió correctamente, sin complicación. La ira del agresor no pudo ser contenida, de manera que obligó al chico a trabajar tres clases fuera, en el patio, resolviendo teoremas eternos, bajo la lluvia y el frío de julio, pero Mirza no sólo salió airoso de esas circunstancias, si no que decidió tener una pequeña venganza con aquel xenófobo profesor. Lo primero fue modificar, con ayuda de sus compañeros, la mesa de este. Colocó cuatro válvulas de nitrógeno comprimido, que previamente había robado del taller de tecnología, al interior de cada pata de la mesa, luego hizo que Ana, su compañera preferida, y la única que creía en la viejas tradiciones, maldijera la mesa para que el maestro no dejara de sentarse ese día en ella. Era un conjuro simple, que podían hacer casi todos los niños de la vieja colonia. Resultó, el hombre se sentó, como todos los días, para torturar a sus alumnos, indignos de la ciudad, entonces la maldita mesa comenzó a elevarse y con ella el maestro, sus papeles, su maleta; todo lo que le rodeaba retaba a la gravedad, excepto sus pantalones, que se quedaban en tierra firme. El extraño ser del aire cruzó el delgado techo de la sala con su cabeza, luego, a diez metros de altura, se desplomó sobre la piscina de cultivo, donde alumnos menores ponían sus ranas y salamandras. Nadie fue herido, al menos físicamente, pero Mirza fue acusado de herejía, intento de homicidio, y faltas graves a la disciplina, el reformatorio era lo que docentes y directiva pedían, incluso aparecieron voces que exigían a la Inquisición su intervención pronta, pero eso no ocurrió, director y profesor fueron transferidos a las escuelas rurales. Un capitán de la armada reemplazó al director, y un doctor de la universidad tomó la clase, algo raro había pasado, pero no lo sabrían hasta unos años después.
Las puertas del Consejo eran enormes, incluso un Tocro robusto se hubiese visto pequeño ante la magnífica y radiante entrada, el Superintendente mantenía su habitual silencio, no quería ser parte de esto bajo ninguna circunstancia, pero no tenía forma de evitarlo. Los guardias del Consejo prontamente les rodearon y le escoltaron ante el elevador. Veinticinco pisos subió hasta que se detuvo en seco, con un estruendo que parecía el canto de un sirena resfriada. Era un edificio frío, y todo parecía ser diseñado para ser impersonal, el Consejo de los Siete era una institución pasajera, cuyos integrantes duraban once años sin posibilidad de ser reelectos, era la única forma que tenían los ciudadanos para intervenir en la vida política de Dadaín, a través de estos gobernadores. Tres de ellos eran elegidos democráticamente entre el pueblo, dos eran escogidos por los fundadores, los otros dos eran un representante de la Iglesia, y uno del ejército. Enoch había sido el último de los grandes líderes de la gente, había comenzado el trabajo para las personas del Barrio Nuevo, pero era viejo, y su días eran cortos, al igual que su visión del futuro, al menos eso era lo que pasaba por la cabeza del buen superintendente.
Los Gobernadores aparecieron uno a uno, dos humanos, dos Ao Sí, dos Tocros y un puesto vacío, Mirza tenía un mal presentimiento.
-Bienvenido – dijo Huemac, que hablaba por los Ao Sí.
-Nos honras – dijo Ramírez, que hablaba por los Tocros
Los humanos guardaron silencio.
-Estamos por comenzar un nuevo periodo electoral – dijo Huemac – falta uno de los candidatos elegidos por el pueblo. Tú serás el candidato.
Mirza trató de hablar, pero se quedó en silencio, leía lo que había más allá de esas palabras. ¿Gobernador? ¿A los diez años?
-No te estamos dando a elegir – dijo Sannim, uno de los humanos, hablando por si mismo.
-Es orden de los Fundadores – dijo David, otro de los humanos, derramando odio.
Mirza se dio vuelta en dirección al Superintendente, que lo miraba con tristeza.
-Lo siento dijo.
El niño le regaló una sonrisa, la verdadera voz de los hombres le cantaba otra vez, como las olas en la playa, sabía que estaba atrapado, como en los viejos días del colegio, a merced de quienes tenían los brazos más fuertes. Cerró los ojos y esperó. Afuera una débil lluvia comenzaba, y la ciudad, al menos por unos segundo tuvo que guardar silencio.
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2 comentarios:
Deberías tomarte en serio esto de escribir.
Me gustó y me dio un poco de miedo, aunque no sea de horror, quizás eso da más miedo.
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