martes, julio 22, 2008

Unsuri





Hola amigos aquí les dejo mi último cuento, he tomado el nombre del poeta Unsuri, para crear una ficción, no me odien aquellos que les molesta cuando hago fantasía del pasado.


Unsuri


¿Qué es eso acuoso como el fuego, que pinta el acero como a la seda, en forma de un cuerpo sin un alma, la sangre correrá puramente a través de sus venas?
Se agita y se revuelve el arroyo, se sacude, entonces, un relámpago aparece;
es una flecha veloz, curva, y es como un arco.
Contempla el mundo a través de un catalejo;
¡ Ve cómo los diamantes se entretejen en la seda!
¡Reinado y la felicidad son los tuyos: ser feliz entonces, y ser un rey!
¡Póngase la túnica de la felicidad, yo debo recitar el perga
mino de la realeza!

Abul Qasim Hassan ibn Ahmad 'Unsuri-i Balkhi

I

Hassan había pasado tres años en la cárcel. Era lo bastante grande y seguro, todo en el parecía transmitir el mensaje de “no me toques”, por lo que su mayor problema consistía en encontrar formas de matar el tiempo. Así que se dedicaba a mantenerse en forma, aprendía a hacer trucos con monedas y pensaba muy a menudo en lo mucho que quería a su mujer.
Lo mejor, en opinión de Hassan, y quizá lo único bueno, de estar en la prisión era la sensación de alivio. La sensación de que había caído todo lo bajo que podía caer, de que había llegado hasta el fondo. No le preocupaba que el demonio lo fuera a coger, porque el hombre ya lo había cogido. No le daba miedo lo que el mañana le pudiera traer, porque el ayer se lo había traído.
Hassan decidió que no importaba si uno había hecho aquello por lo que lo habían condenado. Según su experiencia, toda la gente que había conocido en la cárcel se sentía herida por algo: en todos los casos las autoridades habían entendido mal algo, decían que habías hecho algo cuando era falso o, como mínimo, no lo habías hecho tal y como ellos decían. Lo que importaba era que te habían cogido.
Intentaba no hablar demasiado. Sabía que no habían condenas en Ghazni, simplemente te encerraban, te colgaban o te desterraban. Así la vida sigue. Si ninguna de las anteriores ocurría, te limitas simplemente a pasar el tiempo, algún día tendrán que dejarte salir.
Al principio la libertad estaba muy lejos como para que Hassan se concentrara en ello. Luego se convirtió en un rayo distante de esperanza y aprendió a decirse a sí mismo «esto también pasará» cuando la mierda de la cárcel se fuera hacia abajo, como la mierda de la cárcel hacía siempre. Un día se abriría la puerta mágica y por fin saldría por ella. Así que empezó a tachar los días en la pared, leía todo lo que Zhara le mandaba, especialmente unas páginas de Herodoto. Aprendió a hacer trucos con monedas, luego hizo una lista mental de lo que haría cuando saliera de la cárcel.
La lista de Hassan se hizo cada vez más y más corta. Al cabo de dos años la había reducido a tres cosas.
En primer lugar, se tomaría un baño. Un baño de verdad, largo, en una tina. Quizá leería el Corán o quizá no. Unos días pensaba de una manera, otros de otra. En segundo lugar, se secaría con una toalla y se pondría una toga.
No era supersticioso. No creía en nada que no podía ver. Aun así, durante las últimas semanas, sentía que la tragedia se cernía sobre la cárcel, de la misma forma que la había sentido los días anteriores al robo. Tenia una sensación de vacío en la boca del estómago, pero él intentaba convencerse de que no era más que el miedo de volver al mundo de fuera. Pero no estaba seguro. Estaba más paranoico de lo habitual, y en la cárcel lo habitual es mucho, y es una técnica de supervivencia. Hassan se volvió más callado, más sombrío que nunca. Se sorprendió a sí mismo observando el lenguaje corporal de los guardias, de los otros reclusos, intentando hallar una pista que le permitiera averiguar aquella cosa mala que estaba a punto de ocurrir. Estaba seguro de ello.
La última semana fue la peor. En cierto sentido fue peor que los tres años juntos. Hassan se preguntaba si era el tiempo: agobiante, calmado y frío. Parecía como si fuera a haber tormenta, pero nunca llegó. Estaba de los nervios, se le ponían los pelos de punta, sentía algo en el fondo de su estómago que le decía que algo iba mal. El viento soplaba en el patio de ejercicios. Hassan creía que podía oler la nieve en el aire.
Mientras estaba en el único patio del edificio, Abd-el-Arik se acercó a Hassan, le sonrió y le mostró sus viejos dientes. Se sentó junto a él. No eran amigos, uno no debía ser amigo de un soldado, o podía amanecer muerto.
-Tenemos que hablar - le dijo.
Arik no era turco, ni siquiera persa. De hecho era uno de los hombres más negros que jamás había visto Hassan. Podría haber tenido sesenta años. Podría haber tenido ochenta. La única verdad es que el hombre había caminado por todo el imperio, desde el Caspio hasta la India, sin dejar huella alguna. Era soldado de profesión, pero su vida útil ya había terminado, así que le obligaban a tratar con los presos menos peligrosos. Era un padre, consejero y era un Imán, leía el Corán en voz alta, les hacía rezar, a usar la fe contra las cadenas.
-Se avecina tormenta —dijo.
-Eso parece. En las montañas nevará pronto.
-No ese tipo de tormenta. Se acerca una tormenta más grande. Te lo digo, es mejor que estés aquí que fuera en la calle cuando llegue.
-Pronto será Ramadán. El viernes me voy.
Arik miró a Hassan.
-¿De dónde eres? —le preguntó.
-De Balkh.
-Eres un mentiroso de mierda —exclamo el viejo militar—. Me refiero a de dónde vienes. ¿De dónde son tus viejos?
-No lo sé, dicen que mi padre era griego, mi madre era músico —respondió.
-Cuenta lo que quieras. Se avecina una gran tormenta. Pórtate bien, Hassan.
Hassan se pasó la noche medio despierto, dormía y se despertaba continuamente, escuchaba los gruñidos y ronquidos de su nuevo compañero de celda, que estaba en la litera de abajo. Unas cuantas celdas más allá un hombre gemía, se desgarraba en gritos y sollozaba como un animal, y de vez en cuando alguien le gritaba que se callara de una puta vez. Hassan intentó no escucharlos. Se dejó envolver por los minutos vacíos.
Arik volvió a aparecer ante sus ojos:
-¿Hassan? Sígueme.
Hassan analizó su conciencia. Estaba tranquila, lo que en un cárcel no significaba, tal y como había comprobado, que no estuviera metido en algún problema. Los hombres andaban más o menos uno junto al otro. El ruido de los pies resonaba al caminar sobre la piedra y el metal.
Hassan notaba el sabor del miedo en la parte de atrás de la garganta, amargo. Estaba ocurriendo lo malo...
Desde el fondo de su cabeza una voz le susurraba que le iba a caer otro año a su sentencia, que lo iban a meter en una celda de aislamiento, que le iban a cortar las manos, la cabeza. Se dijo a sí mismo que eran imaginaciones suyas, pero su corazón latía desbocado, como si fuera a atravesarle el pecho en cualquier momento.
-No te entiendo, Hassan —exclamó.
-¿Qué no entiende, señor?
-A ti. Eres muy tranquilo, joder. Muy educado. Esperas como si fueras un viejo, pero ¿cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiocho?
-Treinta y dos, señor.
-¿Y qué eres? ¿Gitano? ¿Cristiano?
-No que yo sepa, señor. Quizás lo soy y aún no me entero.
-A lo mejor es verdad que tienes sangre griega.
-Podría ser, señor. —Hassan se mantenía erguido y miraba al frente, sin dejar que aquel hombre le sacara de sus casillas.
-Hassan, te vamos a poner en libertad esta misma tarde. Saldrás unos cuantos días antes.- Asintió y esperó la segunda parte de la noticia... –Tu mujer. ha muerto a primera hora de la mañana. Ha sido rápido Alá en su misericordia se la llevo antes que al resto.
-¿Al resto?
-Si, es la plaga. Cierran pueblos y ciudades, no vayas rumbo al nororiente. Sólo hay muerte ahí.
Hassan asintió de nuevo, pero no dijo nada.
Aturdido, fue a recoger sus pertenencias, aunque la mayoría las regaló, ¿qué eran? Pedazos de una vida vivida a medias. Lo único que sintió fue el libro de Herodoto que le había regalado Zhara. Era libre, pero ahora no significaba mucho.

II
Las calles cantaban alegría, aún más fuerte de lo que esperaba. Los colores eran muchos más brillantes de lo que podía recordar. Tenía suficiente dinero como para comprar nuevas ropas, podía buscar a su hermano, pedir un préstamo, vivir como comerciante. No era mala idea, sonaba tranquilo, honesto.
Tomó un baño en el barrio rojo. Los hombres andaban desnudos, soportando el calor. Algunos compartían besos y caricias. Hassan se limitó a cerrar los ojos. Debía estar llorando a Zhara. Debía afrontar su duelo. Alá había decidido otra cosa, ¿qué era la peste? Otro juego, igual que la prisión. Una muerte que iba y venía, de cuando en vez. Nadie pensaba mucho en ella, excepto cuando se llevaba a su familia.
Recordó sus primeros versos, habían sido escritos para ella, nadie más podía entenderlos. Muchos grandes poetas, al igual que él, venían de linajes mixtos. No era necesario ser noble para adular a los príncipes. Pronto se alzaría un nuevo héroe, Mahmud, incluso en la cárcel se hablaba de él. Había ayudado a su padre, el salvaje Sebuk Tigin, contra los turcos del Khan. Luego había recuperado Ghazni de manos de su hermano Ismail, al que mandó a un fuerte, tan al occidente, que nadie esperó saber algo de él.
Hassan había visto, cuando aún él era un cachorro, a Tigin entrar en Balkh, Bactra, la llamaba. Los griegos habían amado el lugar mucho antes que él, se había nutrido una tierra mucho más vieja y firme que un simple imperio. Su hubiese quedado ahí, pero estaba enfermo y regresó al alero de su hijo.
Algo había aprendido algo mirando los ojos de un príncipe. No había nada en ellos que tu no pudieses conquistar. Sólo jugaban otro juego, uno en el que él no podía entrar. No había fuego sagrado en el corazón del nuevo emperador, pero pronto necesitaría que alguien contara las suficientes historias, escribiera los poemas necesarios, para hacer creer que así era. Hassan sabía algo sobre si mismo que pocas veces admitía tan soberbio era su pecado. Era un poeta, muy a pesar suyo. Y la envidia por aquellos que habían logrado vivir de sus canciones, quemaba ahora en su pecho, era una desesperación aún más grande que el dolor de su pérdida. Zhara sabía dominar incluso sus lados más oscuros, ¿qué sería de él ahora? No pudo llorar, así que simplemente se durmió esperando que alguien más pudiese vivir su vida.
Dos hombres aparecieron ante sus ojos aún dormidos. Uno de ellos estaba desnudo, tenía una cicatriz enorme en el pecho, la habían hecho con fuego, nada raro entre los esclavos turcos. El otro era un hombre mayor, probablemente ya había pasado los cincuenta hace unos cuantos años. Parecía árabe y vestía una suave túnica blanca, que humildemente caía sobre su cuerpo. Contrastaban en todo sentido, desde su color, hasta su expresión. El hombre desnudo era blanco, su cabello claro y tenía una expresión sombría; el viejo era otro cuento, su piel era morena, su barba blanca, su sonrisa amplia.
-Por favor – dijo el hombre de la túnica – no se asuste señor, he venido a hacerle una propuesta de negocios. Su nombres es Abul, ¿no es así?
-Hassan, nunca uso Abul, ese el nombre de mi padre – contestó él sin ganas de seguir hablando.
-Entiendo, los hijos siempre piden independencia. Luego somos viejos, morimos y llamamos a nuestros padres. Ah, pero no estoy aquí para hablarle de las ironías de la vida. Supongo que usted ya sabe suficiente de ellas.
Hassan asintió con un movimiento breve.
-Bien. Debe estar tranquilo – continuó – debemos hablar de negocios. Entiendo que usted conoce los pueblitos y caminos de aquí a Multan.
-Solía hacerlo. He estado tres años en prisión.
-Lo sé, también sé que no es un criminal. Pagaré con monedas de plata cada día que pase conmigo. Debo llegar a Multan sin percances, usted puede ayudarme.
-No quiero volver a la cárcel, me colgarían.
-Lo sé, no volverá.
El hombre de la cicatriz permanecía silencioso, hasta que simplemente soltó unas palabrotas que sonaron como un verdadero trueno.
-Es un cobarde – dijo – es el hijo de una prostituta y un griego. ¿Quién necesita a un cobarde?
-El sultán es hijo de esclavos y te cortarían la lengua por decirlo en alto – dijo Hassan poniéndose de pie – monedas, suena como algo que necesito. Controle a su perro y seremos todos muy felices.
-Bien – dijo el viejo – confío se llevarán bien caballeros. Ahora, vístanse, tenemos que visitar a algunas personas antes de salir.

III
La ciudad no era demasiado extensa, pero crecía. La gente buscaba seguridad, eso generalmente se encontraba donde el hombre más fuerte del momento reinara. No habían muchos más fuertes que Mahmud, los persas habían visto como turcos y árabes se ponían cómodos en esta tierra. Mercaderes de oriente venían cada cierto tiempo, las riquezas que traían hacían soñar a muchos, no a Hassan, para él no había mucho que añorar en esos días, sólo cruzar esa inmensa barrera que se paraba entre él y su destino, sea cual fuese este.
El extraño permitía que todo el mundo le llamara señor Sabbath, pero no era judío, al menos no en apariencia. Al gigante le llamaban Bora, nadie especulaba sobre su origen, pero hablaba, pensaba y comía como un nómada.
El burdel de Anahita era uno de los más famosos de la ciudad, era caro, y debías vestir como un señor para que uno de los eunucos de la puerta no te masacrara por entrar sin permiso. Habían llegado a la ciudad hace muy poco, venían del oeste, bailarinas, espacios abiertos para fumar, buen vino. Todo lo que el Corán podía prohibir, fácilmente entregado a las manos del consumidor.
Sabbath se sentó sobre unos cojines hermosamente trabajados, Hassan estaba inquieto, pero decidió de que era sólo el espíritu de la prisión que seguía hablando a su oído.
-No hay mejores damas que aquellas que Anahita escoge – dijo el viejo sonriendo – todas damas libres, de África hasta India, las chicas se pelean por trabajar con ella. Incluso escuché que se trajo una cristiana, una hispana, me hubiese gustado verla.
-¿Qué pasó con ella? – interrumpió Hassan que hasta entonces sólo escuchaba su propio ruido interior.
-No mucho, se casó con un mercader. Algunos tienen toda la suerte.
-Es verdad.
El vino era bueno, pero estaba lejos de ser el mejor, Sabbath bebió tres vasos al hilo y luego se recostó. Puso la boquilla del narguile en su boca, estaba listo para una buena siesta. Hassan no tuvo problemas, era un buen bebedor. Por alguna razón recordó algo que había leído sobre su propio pueblo en Herodoto, “…les gustaba acompañar las comidas con mucho vino y acababan todos ebrios, pero estaba prohibido orinar o vomitar delante de alguien”. Se preguntaba si es que la historia iba siempre para adelante, ¿no daría unos veinte pasos para atrás antes de dar uno para adelante?
-Cuidado – dijo Sabbath incorporándose – este vino es de aquellos que te hacen pensar.
La última bailarina salió a enfrentar a su público. Sus ojos verdes y cabello negro contrastaban con lo pálido de la habitación. Era más que hermosa, cruzaba por mucho el umbral de la belleza tradicional.
-Debo tenerla – dijo Hassan.
-Tú y unos miles más – dijo Bora sonriendo – jamás nadie a podido pagar el precio que ella pide.
-No hay vírgenes en un burdel.
-Sí las hay – intervino Sabbath – las hay, les presento a Anahita.
Las caderas de la joven pasaron cerca del rostro del viejo hombre, quien sólo pudo aumentar aquella sonrisa que tenía a Hassan algo aburrido. Cuando el baile hubo terminado, el público desapareció, algunos marcharon con alguna chica, otros se iban a casa borracho, lamentando su condición u otro pesar más profundo.
La bailarina/regenta se aproximó a Sabbath, como si este fuese su huésped más amado y respetado, se inclinó sobre este besando su frente.
-¿Cómo te tratan estos días?
-No tan bien como a ti.
-No me adules, estoy vieja, mis poderes se van con cada día. Los hombres ya no desean como deseaban antes, los dioses son pudorosos en esta época.
Hassan no entendía todas las palabras, hablaban en un persa salpicado con griego y árabe. Pero podrían estar hablando de comérselo vivo y aún así no dejaría de mirar a la chica que desgraciadamente tenía ojos para el vejestorio.
-Vengo a despedirme – dijo el viejo, luciendo extraordinariamente serio –mañana partimos rumbo a Multan, tenemos una caravana lista. Habrá que esperar un tiempo para volver a vernos.
-Así es. Sabes que esperaré.
Sabbath se levantó y recuperó la sonrisa. Ordenó a sus guardias levantarse, cosa que hicieron no sin algún esfuerzo. La chica dio un último abraso al viejo
-No me olvides – dijo ella en voz muy baja, pero aún audible.
-No es justo que me pidas eso, si debo olvidarte, pues lo haré.
Nadie aportó nada más a la despedida, sólo se marcharon. Entrando a la noche sin mucho más que pensamientos cruzados.
Hassan tenía la increíble sensación de estar entrando a otro mundo, parecido al suyo, pero donde las cosas eran algo más de lo que lucían. Todo estaba bien para él, si eso significaba dejar de pensar en Zhara por un momento.

IV
Los caminos eran viejos, algunos ya estaban aquí cuando Alejandro levantó su campamento. Muchos magos decían que si uno ponía su oído en el camino podía escuchar los cascos marchando rumbo al nororiente. Era su mujer quien sabía de esas cosas, media centena de cuentos habían compartido desde el momento en que se casaron. Historias antiguas, griegas y persas por igual. Ella era mejor que él contando historias, de eso no había duda, la diferencia estaba en el más sencillo de ángulos, ella hacía que cada frase, cada pequeña entonación, naciese de su propia vida. Eran sus historias, no importaba el autor, pues después de contadas eran suyas.
Acamparon cerca de un pequeño monte, a orillas del camino. Debían ser cuidadosos, no eran tiempos seguros, no estaban en un lugar seguro.
-No puedo ver mucho más allá de la fogata – dijo Hassan buscando escuchar un consuelo al temor que nacía en su pecho.
-¿Qué quieres ver? Te puedo contar lo que hay ahí afuera, nada y más nada. – contestó Sabbath, casi burlándose.
-Pudimos haber seguido adelante, al menos hasta encontrar algún pueblo – dijo Hassan arrojando una ramita a la fogata – estoy seguro que hay uno o dos por esta zona.
-Seguro, pero nos desviaríamos de nuestro camino. Además tenía planeado pasar la noche exactamente en este lugar.
-¿Le gustar pasar fríos y correr riesgos?
-No, no es eso. Aunque tienes razón en algo, hago esto sólo por amor al riesgo, a mi edad las cosas pueden ponerse aburridas. Pero algunos lugares son más de lo que parecen. En esta misma esquina, hombres más grandes que nosotros estuvieron parados. Temieron, pelearon, algunos lloraron. ¿No te emociona seguir los pasos de Alejandro?
No respondió.
-Aprecio tu sentido de la humildad – continúo Sabbath – pero no me lo creo, en el fondo tienes el mismo sueño de gloria que aquel general macedonio. Claro deseas otras cosas, pero en el fondo es lo mismo. Él quería llegar a la India, tú a la corte. Pues es lo mismo, manteniendo las proporciones. No hablemos más, por la mañana entenderás porque dormimos aquí, aunque no lo creas ahora.
Hassan se durmió bajo un cielo sin estrellas o luna a las cuales admirar. En sus sueños no ocurría gran cosa, quizás soñaba con algo de conocimiento, esos eran los sueños más coherentes. Los demás eran demasiado dispersos para siquiera recordarlos. Este era diferente, parecía más sólido, firme. Estaba en la pequeña casa que compartía con su mujer, un pavo real caminaba entre las habitaciones. Las cosas, a excepción del ave, era prácticamente igual a como las recordaba. Parada sobre el portal de entrada estaba Zhara. Vestía su ropa de a diario y cubría su cabeza tapada con un hiyab y el rostro con un Itam. No era algo típico en ella, que siempre había sonreído libre. Había un olor en el ambiente. No era incienso o mirra, no era otro olor, uno que jamás había sentido antes. ¿Era el olor de la muerte? ¿Así olía la peste?
-Eres tú – dijo ella.
-Pues sí, es mi sueño, así que es bastante probable que sea yo. Pensé que me esperarías en Ghazni. Pero regresaste con tus padres.
-Así es. Estaba sola, no sabía cuando saldrías. Me vine con mi primo Omar, él cuidó de nosotros, puso comida en nuestra mesa, puso compañía en mi cama. Lo siento.
-Yo lo siento más.
-Estaba tan sola. Tres años te fuiste, de haber tenido hijos los hubiese cuidado, pero sólo estaban los hijos de Omar, todos están aquí conmigo ahora. Lo curioso es que no siento culpa, he pecado muy seriamente, pero no siento que sea culpable.
-Yo tampoco te culpo, ahora descubre tu rostro mujer, soy tu esposo.
-No, ya no lo eres. Nuestra unión era hasta la muerte, y la muerte ya nos ha separado. He venido a advertirte, ese hombre es peligroso, es un demonio. Quiere que dejes de ser tu mismo, Hassan, él quiere robarte tu vida.
-No tengo mucho que pueda ser robado.
-Sí lo tienes. Tienes mi recuerdo, ¿quieres perder mi recuerdo? Si tu quisieras podrías regresar todas las noches, haríamos el amor, hablaríamos de los viejos tiempos, reiríamos de los viejos amigos.
Por primera vez, desde que dejó la prisión, Hassan sentía miedo. Abrió los ojos y trató de alejar las palabras, la visión y el aroma. Entendió que debía llorar, lo hizo, también dibujó una oración en su pensamiento. Los muertos debían de ser velados, o se volvían peligrosos.
Retomaron el camino por la madrugada. Hassan montaba inseguro, lentamente comenzaba a quedarse atrás. Sabbath, le esperó.
-Parece que has pasado mala noche.
-No me lo creería – dijo Hassan con un ademán de manos algo grosero.
-Te sorprendería saber la capacidad que tengo para creer.
-Hablé con mi esposa, no sé si fue un sueño, o una visión.
-Eso lo explica todo. Pues bien, los muertos siempre me han asustado mucho. Trato de lidiar con ellos lo menos posible, pero en lugares como estos, es imposibles evitarlos siempre. Sabía algo pasaría por la noche, no sabía que fuera ella a quien enviasen. Muy bajo si me preguntan.
-¿Quién la envió?
-No estoy muy seguro, jamás he sido interprete de sueños. Hay criaturas que no pueden vivir en la tierra de los hombres, Alá se los prohibió, pero se las arreglan para mandar mensajes en sueños, o visiones. Algunas de esas criaturas son hermosas, como los ángeles del firmamento, otras son tristes, como los viejos dioses que caminan entre los hombres. Pero hay cosas, mucho más siniestras, que no quieren que lleguemos a Multan.
-Ella dijo que eras un demonio.
-Oh, es verdad, algunas veces lo soy. Pero mi naturaleza no es el tema, cuando lleguemos a la ciudad muchas cosas cambiarán. Estamos aquí para corregir un gran error. El mundo no será el mismo, nunca más. ¿Le tienes miedo al cambio?
-No, lo que venga no puede ser peor que el ahora.
-Sana actitud.
Hassan repitió su gesto grosero, la verdad es que no entendía lo que el hombre quería decirle y apretó la marcha del caballo. Bora sonrió, luego dio una mirada a su patrón. Éste ordenó al gigante que se adelantara, que si encontraba ayuda en algún pueblo comprara comida, consiguiera algo de vino y agua. Don noches pasaron, no regresó. No lo buscaron, Sabbath lo entendió inmediatamente, era esa bruma que rodeaba todo lo que veía. Con cada paso que dieron, un nuevo muro de niebla se levantaba. Con el rabillo del ojo Hassan pudo ver figuras que iban y venían en ella, parecían hombres, niños, o mujeres, pero había algo a su andar, en sus llamadas, que les revelaba como lo que eran. Zhara estaba entre ellos. Sabía que entre las nubes que velaban su visión, ella estaba mirando sus ojos. Habían voces ahí abajo, él había conocido a esa gente, había comprado su leche, había comido la carne de sus animales. Los muertos estaban pidiendo su parte, aferrándose a lo único que tenían. Todo había sido un juego hasta ahora, por primera vez el miedo se había subido junto a Hassan para compartir su montura.

V
Los ríos Ravi y Chanab se daban un abrazo, seguir su unión fue sencilla, el campo salvaje se transformó en uno humano con la misma velocidad que el rayo aparece en las montañas.
Las paredes de la enorme urbe eran altas y orgullosas, las ciudades no sólo son lugares, son declaraciones que hacemos para combatir nuestra pequeñez individual, en grupo somos valientes, en grupo poseemos aquello que con las manos se nos hace resbaloso, lejano, o simplemente intangible. Muchos habían poseído Multan, desde hace más años de aquellos que normalmente podía contar. Los infieles no habían querido dejarla ir, pero la gente del oeste los tomó por la fuerza, sobrepasando sus murallas, asediando a cada ciudadano. Pero su mano fue blanda, querían el oro, no el alma de sus habitantes. Si es que Mahmud estaba destinado a ser un emperador tendría que tomarla por si mismo, tendría que domarla, la sola idea de una ciudad libre era un peligro tan grande como la muerte misma.
Cruzaron las enormes puertas que brillaban doradas como el sol mismo. Permanecieron ambos en silencio, se sentían incómodos dentro de su ropa. Como si ser ellos mismos fuese una terrible carga en esos momentos. Incluso Sabbath había permanecido en silencio, observaba a los pequeños humanos caminar de un lado a otro. Algunos árabes notaron su presencia, y se quedaban mirándolos. Indios, budistas y otros seres más extraños adornaban con sus colores un paisaje que se ponía aún más raro a cada mirada. Sobre todos los edificios destacaba el templo del dios sol. Algunos peregrinos hacían pequeños rebaños, que los soldados debían controlar.
-Contempla Hassan, no volverás a ver algo como esto. Alejandro entró en ella derramando sangre, los Hunos la saquearon, pero debieron dejarla por temor a sus dioses, después de que Mahumud la tome, otros la poseerán con vehemencia. La violaran, estamos viendo el último rasgo de un mundo antiguo mi querido Hassan, pero no perdamos tiempo vamos al templo, Bora nos espera ahí, junto a la persona que vinimos a ver.
-Es una ciudad infiel.
-Oh. Es fiel, pero no a la misma persona que tú, vamos, no tenemos que hacer esperar a nuestros amigos.
Sobre la entrada del templo, estaba Bora. Vestía las ropas de un Brahaman. Naranjo y rojo. Su pecho descubierto mostraba a todos su cicatriz, llevaba la cabeza calva. De algún modo era otro hombre, pero seguía siendo él. Hizo una reverencia a Sabbath.
-Los esperábamos – dijo.
-¿Cómo llegaste? – preguntó impaciente Hassan – no pudiste haber tomado una ruta más corta.
-No he dejado la ciudad en meses – dijo sonriendo – creo que deben seguirme.
Entraron por pasillos delgados, era un templo diseñado con cuidado. Sus arquitectos lograron crear una de las ilusiones más inusuales, subías y bajabas de nivel, sin realmente realizar la operación. No habían escaleras, simplemente una línea recta que a veces te conducía hacía arriba, otras, abajo.
-Fue el vino, en el burdel – dijo Hassan ya sin la ansiedad que le había dominado – cuando lo bebí algo cambió en mí, dejé el mundo, ¿no es así?
-Más bien, entraste en él – dijo Sabbath sonriendo – pronto terminará esto y entenderás porque estamos aquí.
La habitación del ídolo estaba vacía de no ser por un hombre, que vestido con una elegante túnica azul rezaba con una vehemencia febril. Bora portaba una gran daga plateada, su mango era una diosa que Hassan no podía nombrar. Cuando el hombre dejó de rezar, se levantó y dejó descubierto su rostro.
-Abul Qasim Hassan ibn Ahmad 'Unsuri-i Balkhi, te presento a Hassan. Pero creo que ya se conocían.
Los hombres eran iguales, y se contemplaron casi sin sorpresa, era como si lo hubiesen anunciado años antes. Abul tenía aspecto más descansado, era más delgado, llevaba su cabeza casi rapada; pero podrían haber pasado por hermanos gemelos si no fuera por el hecho de que eran la misma persona.
-De algún modo su historia, que debió de ser una sola se dividió – dijo Sabbath sonriente mientras jugaba con la daga que acababa de quitarle a Bora – por un lado la historia de Abul ocurrió en abundancia, fue entregado a los monjes, no conoció el Islam hasta que llegaron los árabes. Es un poeta triste, jamás a vivido, carece de esa poderosa visión que sus colegas tanto pavonean. Es célibe, vive encerrado, esperando que la muerte lo lleve a un mundo mejor. Por otro lado Hassan vivió la pobreza, aprendió a leer y escribir gracias a un buen Imán. Trató de ser comerciante, las deudas lo dejaron en prisión, su esposa está muerta. El mundo alrededor suyo se ha torcido, está tocado por esta anomalía, o como quieran llamarla. No sé quien cometió este error, pero estamos aquí para solucionarlo.
-Una mierda, no te creo nada – interrumpió Hassan.
-No, hermano, ¿nunca sentiste que debías ser algo que no eras? Sabes que el mundo está cambiando, perteneces a esos cambios, pero no sabes como. Yo lo sé, pero no pertenezco, estamos incompletos porque somos una sola persona.
-¿Y Zhara?
-No lo sé – contestó Sabbath – debemos sellar la herida, lo que suceda después de eso, pues no puedo predecirlo. Sé que el brillo del mundo será distinto, ni mejor ni peor, pero será otro, en todo sentido. Destruiremos esta realidad y la reemplazaremos por otra, nueva, mejor, fresca. Deben usar la Purga, uno tendrá que matar al otro, así sólo habrá existido una historia, mejorada, sana.
-Yo no puedo matar – dijo Abul.
La daga quedó en medio de ambos hombres, Abul temblaba, pero se arrojó de igual manera. La Purga arremetió contra Hassan, pero no dio en el blanco. Otro intentó fracasaba, pero esta vez tuvo un costo para el atacante, quien calló sobre sus pasos y permitió maniobrar a su enemigo, tres años en la cárcel, había pasado por esto antes, amenazado por hombres aún más fuertes que él. Abul no dijo palabra alguna mientras la vida terminaba de huir de su cuerpo. Asesinarse, un termino imposible, nacía en el acto. La sangre corría por el brazo del poeta, ya no había Abul o Hassan. Otra cosa brillaba tras esos ojos, y en todo aquello que les rodeaba.
Sabbath permaneció en silencio, hasta que la muerte dominó la escena. Cogió la Purga y miró al ganador, o mejor dicho, miró aquello que el ganador acababa de crear.
-¿Quién eres? – preguntó aún con el arma en la mano.
-Unsuri – dijo haciendo una pausa – estamos en Multan, ¿no es así?
No hubo más que hacer, una mirada en otra dirección, no hubo cadáver, de un segundo a otro no había señor Sabbath. Sólo Bora, el ayudante de Unsuri, poeta de la corte. Caminaron fuera del templo, luego fuera de la ciudad. Juntos entraron en el palacio de Ghazni, fueron presentados por el hermano del Sultán. Ambos, en un día muy cercano, se llamarían amigos.
Los meses, las historias y los años pasaron, Mahmud destruyó Multan, al templo, al ídolo. Todo el tiempo su poeta estuvo con él. Diecisiete veces atacó India, y el escribano cumplió su faena, fiel a los hechos algunas veces, fiel al futuro, otras veces. Cuatrocientos poetas trabajaron para él noche y día, cuidando al Sultán hasta el día que debió cantar su prosa fúnebre, luego cantaría para el hijo. Malik-us Shu'ara, le decían, el príncipe de los poetas. Entretejido por rumores, por historias, cogió amantes, por algunas sufrió, a otras llenó de lotos, canciones e hijos. Nadie supo realmente quien había sido años antes , sólo fue seguro que jamás nunca se escucho hablar de una mujer llamada Zhara.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

es bueno escuchar sobre condenas que pueden no ser cumplidas, mientras lo peor todavía puede no haber ocurrido.

Me gustó mucho


saludos


Javier.

VERDE dijo...

No había leído nunca alguna historia de esos lugares. La verdad, no leo mucho. Estuvo genial. Gracias.