miércoles, julio 30, 2008

毒药

- He oído un rumor - comentó Xian Wu -, relativo a que usted... - volvió la cabeza y miró a todos los lados para estar completamente seguro de que él y el farmaceuta estaban solos en la farmacia. El farmaceuta era un hombrecillo con aspecto de Ch’un Shu (hombrecillos que supuestamente vivía en lo límites norte del imperio) , su edad podía ser cualquiera entre los cincuenta y los cien años. Estaban solos; pero, de todos modos, Xian Wu bajó la voz - relativo a que usted tiene un veneno que no deja rastro alguno.
El farmaceuta asintió. Salió del mostrador, cerró la puerta principal y se dirigió a una puerta en la parte posterior.
- Estaba a punto de tomar mi Té - explicó - Acompáñeme a tomar una taza.
Xian Wu le siguió a un cuarto en la parte posterior, cubierto por estantes de botellas, desde el piso hasta el techo. El farmaceuta enchufó una tetera eléctrica, trajo dos tazas y las depositó en una mesa que tenía una silla a cada lado. Indicó una a Xian Wu y él tomó asiento en la otra.
- Bien - señaló -, dígame, ¿a quién desea matar y por qué?
- Eso no importa. ¿No es suficiente que le pague por...?
El farmaceuta le interrumpió levantando una mano.
- Sí, importa. Debo estar convencido de que usted merece lo que puedo darle. De otro modo... - se encogió de hombros.
- Muy bien - aceptó Xian Wu. - Se trata de mi mujer. El porqué... - Empezó la larga historia. Antes de llegar al final, la tetera terminó su tarea y el farmaceuta interrumpió brevemente la historia, para servir el Té. Xian Wu concluyó su narración.
- Sí - asintió el pequeño farmaceuta -, ocasionalmente proporciono un veneno que no deja rastro. Lo hago sin coste alguno, si creo que el caso lo requiere. He ayudado a muchos asesinos.
- Bien - urgió Xian Wu -, démelo entonces, por favor.
- Ya lo he hecho - sonrió el farmaceuta -. Para cuando el Té estuvo listo, ya había decidido que usted lo merecía. Como le dije, es sin cargo alguno. Pero el antídoto tiene un precio.
Xian Wu palideció y tomó sus precauciones, no contra las palabras que pronunciara el farmaceuta sino contra la posibilidad de una traición o alguna forma de chantaje. Sacó una ballesta de su alforja.
El farmaceuta rió quedamente.
- No se atreverá a usar eso. ¿Podría encontrar el antídoto - señaló los estantes - entre tantos millares de botellas? ¿O quizá encontraría un veneno más rápido y virulento? Si cree que estoy fanfarroneando, que no está realmente envenenado, dispare entonces. Sabrá la respuesta dentro de tres horas, cuando el veneno empiece a hacer su efecto.
- ¿Cuánto por el antídoto? - gimió Xian Wu.
- Un precio razonable. Después de todo, hay que vivir. Aunque sea un aficionado a evitar asesinatos, no hay razón para no sacar una pequeña ganancia de ello, ¿no cree?
Xian Wu gruñó y bajó la ballesta, pero la dejó al alcance de la mano, mientras sacaba la cartera. Quizá después de conseguir el antídoto podría usarla. Contó monedas.
El farmaceuta no hizo ningún movimiento para cogerlos.
- Otra cosa, para seguridad de su esposa y mía. Escribirá una confesión de sus intenciones: de sus iniciales intenciones de asesinar a su esposa. Entonces me esperará hasta que yo haya regresado de enviársela por correo a un amigo que trabaja en la policía. El la conservará como evidencia, para el caso de que alguna vez decida matar a su esposa. O a mí. Cuando esté el documento en el correo, me sentiré seguro y podré regresar aquí para facilitarle el antídoto. Le daré papel y pluma...Ah, y otra cosa, aunque no sea una exigencia, desde luego. ¿Quiere correr la voz acerca de mi veneno sin rastros por favor? Uno nunca sabe, señor Xian Wu. Quizá la siguiente vida que salve sea la suya.

lunes, julio 28, 2008

Jaguar, o lo que esperamos





Si ustedes han visto a un padre ansioso, en la sala de espera de cualquier hospital, encendiendo cigarrillo tras cigarrillo. habitualmente por el lado erróneo, se imaginarán la preocupación que padecen.

Pero si creen que eso es preocupación, echen una ojeada a Vicente Sulieta paseando ante la sala de maternidad. Sulieta no solamente enciende al revés los cigarros con filtro, sino que también los fuma así sin notar la diferencia.

Realmente tiene razones para preocuparse. Todo empezó la última vez que visitaron un zoológico. La última vez, en el sentido más estricto de la frase; Sulieta ya no se acercaría nunca más a uno, jamás, ni tampoco su esposa.

Pero hay algo que debemos explicar, para que puedan entender lo que ocurrió aquella tarde. En sus años mozos, Sulieta fue un ardiente estudiante de magia: de magia real, no de simple prestidigitación de club. Por desdicha, sus ensalmos y encantamientos no le proporcionaban resultado, aunque demostrasen ser muy efectivos en los demás.

A excepción de un encantamiento, uno que le permitía convertir a un ser humano en cualquier animal que escogiera y repitiendo el mismo encantamiento al revés nuevamente en ser humano. Un hombre malvado o vengativo hubiera hecho mal uso de esta habilidad, pero Sulieta no era ninguna de las dos cosas y después de algunos experimentos, con sujetos que se ofrecieron de voluntarios por curiosidad, nunca volvió a practicarlo.

Cuando diez años atrás, a la edad de treinta, se enamoró y contrajo matrimonio, lo empleó una vez más, simplemente para satisfacer la curiosidad de su esposa. Cuando le contó sus habilidades, ella dudó y le retó a probarlas; entonces, él la transformó brevemente un una gata siamesa. Ella le hizo prometer que no usaría nuevamente su habilidad anormal y, desde entonces, Sulieta mantuvo su promesa.

A excepción de aquella vez, la tarde de su visita al zoológico. Caminaban a lo largo de la vereda, sin que hubiera nadie más a la vista, cerca del foso de los jaguares. Buscaron a los animales, pero todos se habían retirado a sus cuevas, para descansar. Fue entonces cuando su esposa se inclinó demasiado sobre la barandilla; perdió el equilibrio y cayó al foso. Milagrosamente no se hizo daño al caer.

Ella se puso en pie, mirando hacia arriba; colocó un dedo sobre sus labios y señaló a la entrada de la cueva. El entendió; ella deseaba que la ayudara, pero en silencio, por temor a que cualquier sonido despertara a los jaguares dormidos. El asintió, y ya se volvía para buscar ayuda, cuando una ahogada exclamación de su esposa hizo mirar de nuevo hacia la jaula, y se percató de que sería demasiado tarde.

Un joven jaguar macho salía de la cueva, gruñendo agresivamente y dirigiéndose hacia ella, preparada para matarla.
Sólo había una cosa que hacer a tiempo para salvar la vida de su esposa, y Vicente Sulieta lo hizo. Los jaguares machos no atacan a sus hembras.

Pero, en cambio, tienen otras ideas. Sulieta permaneció retorciéndose las manos en impotente angustia, mientras se veía forzado a presenciar lo que le ocurría a su esposa en el foso . Después de cierto tiempo, el jaguar volvió a la cueva, y entonces. listo para hacer nuevamente el cambio si volvía a aparecer el macho Sulieta pronunció el encantamiento al revés, para volver a su esposa a su forma original. Le indicó que podía apoyarse en los salientes de las paredes del foso y escalar lo suficiente como para que él pudiera extender su mano y sacarla del horrible antro. En unos minutos, ella estaba a salvo. Demudados y exhaustos, tomaron un taxi para ir a casa. Una vez allí acordaron no volver a mencionar el asunto: no podía haberse hecho otra cosa.

Durante unas semanas no mencionaron el infortunio. Pero entonces... bueno, llevaban diez años de casados y deseaban tener niños, pero éstos no llegaban. Ahora, tres semanas después de tu terrible experiencia en el foso
ella estaba esperando... ¿un niño?

¿Han visto ustedes a un padre impaciente paseando por la sala de espera de un hospital, con el aspecto del hombre más preocupado de la tierra? Entonces consideran a Sulieta, quien ahora pasea y espera. Pero ¿qué espera?

martes, julio 22, 2008

Unsuri





Hola amigos aquí les dejo mi último cuento, he tomado el nombre del poeta Unsuri, para crear una ficción, no me odien aquellos que les molesta cuando hago fantasía del pasado.


Unsuri


¿Qué es eso acuoso como el fuego, que pinta el acero como a la seda, en forma de un cuerpo sin un alma, la sangre correrá puramente a través de sus venas?
Se agita y se revuelve el arroyo, se sacude, entonces, un relámpago aparece;
es una flecha veloz, curva, y es como un arco.
Contempla el mundo a través de un catalejo;
¡ Ve cómo los diamantes se entretejen en la seda!
¡Reinado y la felicidad son los tuyos: ser feliz entonces, y ser un rey!
¡Póngase la túnica de la felicidad, yo debo recitar el perga
mino de la realeza!

Abul Qasim Hassan ibn Ahmad 'Unsuri-i Balkhi

I

Hassan había pasado tres años en la cárcel. Era lo bastante grande y seguro, todo en el parecía transmitir el mensaje de “no me toques”, por lo que su mayor problema consistía en encontrar formas de matar el tiempo. Así que se dedicaba a mantenerse en forma, aprendía a hacer trucos con monedas y pensaba muy a menudo en lo mucho que quería a su mujer.
Lo mejor, en opinión de Hassan, y quizá lo único bueno, de estar en la prisión era la sensación de alivio. La sensación de que había caído todo lo bajo que podía caer, de que había llegado hasta el fondo. No le preocupaba que el demonio lo fuera a coger, porque el hombre ya lo había cogido. No le daba miedo lo que el mañana le pudiera traer, porque el ayer se lo había traído.
Hassan decidió que no importaba si uno había hecho aquello por lo que lo habían condenado. Según su experiencia, toda la gente que había conocido en la cárcel se sentía herida por algo: en todos los casos las autoridades habían entendido mal algo, decían que habías hecho algo cuando era falso o, como mínimo, no lo habías hecho tal y como ellos decían. Lo que importaba era que te habían cogido.
Intentaba no hablar demasiado. Sabía que no habían condenas en Ghazni, simplemente te encerraban, te colgaban o te desterraban. Así la vida sigue. Si ninguna de las anteriores ocurría, te limitas simplemente a pasar el tiempo, algún día tendrán que dejarte salir.
Al principio la libertad estaba muy lejos como para que Hassan se concentrara en ello. Luego se convirtió en un rayo distante de esperanza y aprendió a decirse a sí mismo «esto también pasará» cuando la mierda de la cárcel se fuera hacia abajo, como la mierda de la cárcel hacía siempre. Un día se abriría la puerta mágica y por fin saldría por ella. Así que empezó a tachar los días en la pared, leía todo lo que Zhara le mandaba, especialmente unas páginas de Herodoto. Aprendió a hacer trucos con monedas, luego hizo una lista mental de lo que haría cuando saliera de la cárcel.
La lista de Hassan se hizo cada vez más y más corta. Al cabo de dos años la había reducido a tres cosas.
En primer lugar, se tomaría un baño. Un baño de verdad, largo, en una tina. Quizá leería el Corán o quizá no. Unos días pensaba de una manera, otros de otra. En segundo lugar, se secaría con una toalla y se pondría una toga.
No era supersticioso. No creía en nada que no podía ver. Aun así, durante las últimas semanas, sentía que la tragedia se cernía sobre la cárcel, de la misma forma que la había sentido los días anteriores al robo. Tenia una sensación de vacío en la boca del estómago, pero él intentaba convencerse de que no era más que el miedo de volver al mundo de fuera. Pero no estaba seguro. Estaba más paranoico de lo habitual, y en la cárcel lo habitual es mucho, y es una técnica de supervivencia. Hassan se volvió más callado, más sombrío que nunca. Se sorprendió a sí mismo observando el lenguaje corporal de los guardias, de los otros reclusos, intentando hallar una pista que le permitiera averiguar aquella cosa mala que estaba a punto de ocurrir. Estaba seguro de ello.
La última semana fue la peor. En cierto sentido fue peor que los tres años juntos. Hassan se preguntaba si era el tiempo: agobiante, calmado y frío. Parecía como si fuera a haber tormenta, pero nunca llegó. Estaba de los nervios, se le ponían los pelos de punta, sentía algo en el fondo de su estómago que le decía que algo iba mal. El viento soplaba en el patio de ejercicios. Hassan creía que podía oler la nieve en el aire.
Mientras estaba en el único patio del edificio, Abd-el-Arik se acercó a Hassan, le sonrió y le mostró sus viejos dientes. Se sentó junto a él. No eran amigos, uno no debía ser amigo de un soldado, o podía amanecer muerto.
-Tenemos que hablar - le dijo.
Arik no era turco, ni siquiera persa. De hecho era uno de los hombres más negros que jamás había visto Hassan. Podría haber tenido sesenta años. Podría haber tenido ochenta. La única verdad es que el hombre había caminado por todo el imperio, desde el Caspio hasta la India, sin dejar huella alguna. Era soldado de profesión, pero su vida útil ya había terminado, así que le obligaban a tratar con los presos menos peligrosos. Era un padre, consejero y era un Imán, leía el Corán en voz alta, les hacía rezar, a usar la fe contra las cadenas.
-Se avecina tormenta —dijo.
-Eso parece. En las montañas nevará pronto.
-No ese tipo de tormenta. Se acerca una tormenta más grande. Te lo digo, es mejor que estés aquí que fuera en la calle cuando llegue.
-Pronto será Ramadán. El viernes me voy.
Arik miró a Hassan.
-¿De dónde eres? —le preguntó.
-De Balkh.
-Eres un mentiroso de mierda —exclamo el viejo militar—. Me refiero a de dónde vienes. ¿De dónde son tus viejos?
-No lo sé, dicen que mi padre era griego, mi madre era músico —respondió.
-Cuenta lo que quieras. Se avecina una gran tormenta. Pórtate bien, Hassan.
Hassan se pasó la noche medio despierto, dormía y se despertaba continuamente, escuchaba los gruñidos y ronquidos de su nuevo compañero de celda, que estaba en la litera de abajo. Unas cuantas celdas más allá un hombre gemía, se desgarraba en gritos y sollozaba como un animal, y de vez en cuando alguien le gritaba que se callara de una puta vez. Hassan intentó no escucharlos. Se dejó envolver por los minutos vacíos.
Arik volvió a aparecer ante sus ojos:
-¿Hassan? Sígueme.
Hassan analizó su conciencia. Estaba tranquila, lo que en un cárcel no significaba, tal y como había comprobado, que no estuviera metido en algún problema. Los hombres andaban más o menos uno junto al otro. El ruido de los pies resonaba al caminar sobre la piedra y el metal.
Hassan notaba el sabor del miedo en la parte de atrás de la garganta, amargo. Estaba ocurriendo lo malo...
Desde el fondo de su cabeza una voz le susurraba que le iba a caer otro año a su sentencia, que lo iban a meter en una celda de aislamiento, que le iban a cortar las manos, la cabeza. Se dijo a sí mismo que eran imaginaciones suyas, pero su corazón latía desbocado, como si fuera a atravesarle el pecho en cualquier momento.
-No te entiendo, Hassan —exclamó.
-¿Qué no entiende, señor?
-A ti. Eres muy tranquilo, joder. Muy educado. Esperas como si fueras un viejo, pero ¿cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiocho?
-Treinta y dos, señor.
-¿Y qué eres? ¿Gitano? ¿Cristiano?
-No que yo sepa, señor. Quizás lo soy y aún no me entero.
-A lo mejor es verdad que tienes sangre griega.
-Podría ser, señor. —Hassan se mantenía erguido y miraba al frente, sin dejar que aquel hombre le sacara de sus casillas.
-Hassan, te vamos a poner en libertad esta misma tarde. Saldrás unos cuantos días antes.- Asintió y esperó la segunda parte de la noticia... –Tu mujer. ha muerto a primera hora de la mañana. Ha sido rápido Alá en su misericordia se la llevo antes que al resto.
-¿Al resto?
-Si, es la plaga. Cierran pueblos y ciudades, no vayas rumbo al nororiente. Sólo hay muerte ahí.
Hassan asintió de nuevo, pero no dijo nada.
Aturdido, fue a recoger sus pertenencias, aunque la mayoría las regaló, ¿qué eran? Pedazos de una vida vivida a medias. Lo único que sintió fue el libro de Herodoto que le había regalado Zhara. Era libre, pero ahora no significaba mucho.

II
Las calles cantaban alegría, aún más fuerte de lo que esperaba. Los colores eran muchos más brillantes de lo que podía recordar. Tenía suficiente dinero como para comprar nuevas ropas, podía buscar a su hermano, pedir un préstamo, vivir como comerciante. No era mala idea, sonaba tranquilo, honesto.
Tomó un baño en el barrio rojo. Los hombres andaban desnudos, soportando el calor. Algunos compartían besos y caricias. Hassan se limitó a cerrar los ojos. Debía estar llorando a Zhara. Debía afrontar su duelo. Alá había decidido otra cosa, ¿qué era la peste? Otro juego, igual que la prisión. Una muerte que iba y venía, de cuando en vez. Nadie pensaba mucho en ella, excepto cuando se llevaba a su familia.
Recordó sus primeros versos, habían sido escritos para ella, nadie más podía entenderlos. Muchos grandes poetas, al igual que él, venían de linajes mixtos. No era necesario ser noble para adular a los príncipes. Pronto se alzaría un nuevo héroe, Mahmud, incluso en la cárcel se hablaba de él. Había ayudado a su padre, el salvaje Sebuk Tigin, contra los turcos del Khan. Luego había recuperado Ghazni de manos de su hermano Ismail, al que mandó a un fuerte, tan al occidente, que nadie esperó saber algo de él.
Hassan había visto, cuando aún él era un cachorro, a Tigin entrar en Balkh, Bactra, la llamaba. Los griegos habían amado el lugar mucho antes que él, se había nutrido una tierra mucho más vieja y firme que un simple imperio. Su hubiese quedado ahí, pero estaba enfermo y regresó al alero de su hijo.
Algo había aprendido algo mirando los ojos de un príncipe. No había nada en ellos que tu no pudieses conquistar. Sólo jugaban otro juego, uno en el que él no podía entrar. No había fuego sagrado en el corazón del nuevo emperador, pero pronto necesitaría que alguien contara las suficientes historias, escribiera los poemas necesarios, para hacer creer que así era. Hassan sabía algo sobre si mismo que pocas veces admitía tan soberbio era su pecado. Era un poeta, muy a pesar suyo. Y la envidia por aquellos que habían logrado vivir de sus canciones, quemaba ahora en su pecho, era una desesperación aún más grande que el dolor de su pérdida. Zhara sabía dominar incluso sus lados más oscuros, ¿qué sería de él ahora? No pudo llorar, así que simplemente se durmió esperando que alguien más pudiese vivir su vida.
Dos hombres aparecieron ante sus ojos aún dormidos. Uno de ellos estaba desnudo, tenía una cicatriz enorme en el pecho, la habían hecho con fuego, nada raro entre los esclavos turcos. El otro era un hombre mayor, probablemente ya había pasado los cincuenta hace unos cuantos años. Parecía árabe y vestía una suave túnica blanca, que humildemente caía sobre su cuerpo. Contrastaban en todo sentido, desde su color, hasta su expresión. El hombre desnudo era blanco, su cabello claro y tenía una expresión sombría; el viejo era otro cuento, su piel era morena, su barba blanca, su sonrisa amplia.
-Por favor – dijo el hombre de la túnica – no se asuste señor, he venido a hacerle una propuesta de negocios. Su nombres es Abul, ¿no es así?
-Hassan, nunca uso Abul, ese el nombre de mi padre – contestó él sin ganas de seguir hablando.
-Entiendo, los hijos siempre piden independencia. Luego somos viejos, morimos y llamamos a nuestros padres. Ah, pero no estoy aquí para hablarle de las ironías de la vida. Supongo que usted ya sabe suficiente de ellas.
Hassan asintió con un movimiento breve.
-Bien. Debe estar tranquilo – continuó – debemos hablar de negocios. Entiendo que usted conoce los pueblitos y caminos de aquí a Multan.
-Solía hacerlo. He estado tres años en prisión.
-Lo sé, también sé que no es un criminal. Pagaré con monedas de plata cada día que pase conmigo. Debo llegar a Multan sin percances, usted puede ayudarme.
-No quiero volver a la cárcel, me colgarían.
-Lo sé, no volverá.
El hombre de la cicatriz permanecía silencioso, hasta que simplemente soltó unas palabrotas que sonaron como un verdadero trueno.
-Es un cobarde – dijo – es el hijo de una prostituta y un griego. ¿Quién necesita a un cobarde?
-El sultán es hijo de esclavos y te cortarían la lengua por decirlo en alto – dijo Hassan poniéndose de pie – monedas, suena como algo que necesito. Controle a su perro y seremos todos muy felices.
-Bien – dijo el viejo – confío se llevarán bien caballeros. Ahora, vístanse, tenemos que visitar a algunas personas antes de salir.

III
La ciudad no era demasiado extensa, pero crecía. La gente buscaba seguridad, eso generalmente se encontraba donde el hombre más fuerte del momento reinara. No habían muchos más fuertes que Mahmud, los persas habían visto como turcos y árabes se ponían cómodos en esta tierra. Mercaderes de oriente venían cada cierto tiempo, las riquezas que traían hacían soñar a muchos, no a Hassan, para él no había mucho que añorar en esos días, sólo cruzar esa inmensa barrera que se paraba entre él y su destino, sea cual fuese este.
El extraño permitía que todo el mundo le llamara señor Sabbath, pero no era judío, al menos no en apariencia. Al gigante le llamaban Bora, nadie especulaba sobre su origen, pero hablaba, pensaba y comía como un nómada.
El burdel de Anahita era uno de los más famosos de la ciudad, era caro, y debías vestir como un señor para que uno de los eunucos de la puerta no te masacrara por entrar sin permiso. Habían llegado a la ciudad hace muy poco, venían del oeste, bailarinas, espacios abiertos para fumar, buen vino. Todo lo que el Corán podía prohibir, fácilmente entregado a las manos del consumidor.
Sabbath se sentó sobre unos cojines hermosamente trabajados, Hassan estaba inquieto, pero decidió de que era sólo el espíritu de la prisión que seguía hablando a su oído.
-No hay mejores damas que aquellas que Anahita escoge – dijo el viejo sonriendo – todas damas libres, de África hasta India, las chicas se pelean por trabajar con ella. Incluso escuché que se trajo una cristiana, una hispana, me hubiese gustado verla.
-¿Qué pasó con ella? – interrumpió Hassan que hasta entonces sólo escuchaba su propio ruido interior.
-No mucho, se casó con un mercader. Algunos tienen toda la suerte.
-Es verdad.
El vino era bueno, pero estaba lejos de ser el mejor, Sabbath bebió tres vasos al hilo y luego se recostó. Puso la boquilla del narguile en su boca, estaba listo para una buena siesta. Hassan no tuvo problemas, era un buen bebedor. Por alguna razón recordó algo que había leído sobre su propio pueblo en Herodoto, “…les gustaba acompañar las comidas con mucho vino y acababan todos ebrios, pero estaba prohibido orinar o vomitar delante de alguien”. Se preguntaba si es que la historia iba siempre para adelante, ¿no daría unos veinte pasos para atrás antes de dar uno para adelante?
-Cuidado – dijo Sabbath incorporándose – este vino es de aquellos que te hacen pensar.
La última bailarina salió a enfrentar a su público. Sus ojos verdes y cabello negro contrastaban con lo pálido de la habitación. Era más que hermosa, cruzaba por mucho el umbral de la belleza tradicional.
-Debo tenerla – dijo Hassan.
-Tú y unos miles más – dijo Bora sonriendo – jamás nadie a podido pagar el precio que ella pide.
-No hay vírgenes en un burdel.
-Sí las hay – intervino Sabbath – las hay, les presento a Anahita.
Las caderas de la joven pasaron cerca del rostro del viejo hombre, quien sólo pudo aumentar aquella sonrisa que tenía a Hassan algo aburrido. Cuando el baile hubo terminado, el público desapareció, algunos marcharon con alguna chica, otros se iban a casa borracho, lamentando su condición u otro pesar más profundo.
La bailarina/regenta se aproximó a Sabbath, como si este fuese su huésped más amado y respetado, se inclinó sobre este besando su frente.
-¿Cómo te tratan estos días?
-No tan bien como a ti.
-No me adules, estoy vieja, mis poderes se van con cada día. Los hombres ya no desean como deseaban antes, los dioses son pudorosos en esta época.
Hassan no entendía todas las palabras, hablaban en un persa salpicado con griego y árabe. Pero podrían estar hablando de comérselo vivo y aún así no dejaría de mirar a la chica que desgraciadamente tenía ojos para el vejestorio.
-Vengo a despedirme – dijo el viejo, luciendo extraordinariamente serio –mañana partimos rumbo a Multan, tenemos una caravana lista. Habrá que esperar un tiempo para volver a vernos.
-Así es. Sabes que esperaré.
Sabbath se levantó y recuperó la sonrisa. Ordenó a sus guardias levantarse, cosa que hicieron no sin algún esfuerzo. La chica dio un último abraso al viejo
-No me olvides – dijo ella en voz muy baja, pero aún audible.
-No es justo que me pidas eso, si debo olvidarte, pues lo haré.
Nadie aportó nada más a la despedida, sólo se marcharon. Entrando a la noche sin mucho más que pensamientos cruzados.
Hassan tenía la increíble sensación de estar entrando a otro mundo, parecido al suyo, pero donde las cosas eran algo más de lo que lucían. Todo estaba bien para él, si eso significaba dejar de pensar en Zhara por un momento.

IV
Los caminos eran viejos, algunos ya estaban aquí cuando Alejandro levantó su campamento. Muchos magos decían que si uno ponía su oído en el camino podía escuchar los cascos marchando rumbo al nororiente. Era su mujer quien sabía de esas cosas, media centena de cuentos habían compartido desde el momento en que se casaron. Historias antiguas, griegas y persas por igual. Ella era mejor que él contando historias, de eso no había duda, la diferencia estaba en el más sencillo de ángulos, ella hacía que cada frase, cada pequeña entonación, naciese de su propia vida. Eran sus historias, no importaba el autor, pues después de contadas eran suyas.
Acamparon cerca de un pequeño monte, a orillas del camino. Debían ser cuidadosos, no eran tiempos seguros, no estaban en un lugar seguro.
-No puedo ver mucho más allá de la fogata – dijo Hassan buscando escuchar un consuelo al temor que nacía en su pecho.
-¿Qué quieres ver? Te puedo contar lo que hay ahí afuera, nada y más nada. – contestó Sabbath, casi burlándose.
-Pudimos haber seguido adelante, al menos hasta encontrar algún pueblo – dijo Hassan arrojando una ramita a la fogata – estoy seguro que hay uno o dos por esta zona.
-Seguro, pero nos desviaríamos de nuestro camino. Además tenía planeado pasar la noche exactamente en este lugar.
-¿Le gustar pasar fríos y correr riesgos?
-No, no es eso. Aunque tienes razón en algo, hago esto sólo por amor al riesgo, a mi edad las cosas pueden ponerse aburridas. Pero algunos lugares son más de lo que parecen. En esta misma esquina, hombres más grandes que nosotros estuvieron parados. Temieron, pelearon, algunos lloraron. ¿No te emociona seguir los pasos de Alejandro?
No respondió.
-Aprecio tu sentido de la humildad – continúo Sabbath – pero no me lo creo, en el fondo tienes el mismo sueño de gloria que aquel general macedonio. Claro deseas otras cosas, pero en el fondo es lo mismo. Él quería llegar a la India, tú a la corte. Pues es lo mismo, manteniendo las proporciones. No hablemos más, por la mañana entenderás porque dormimos aquí, aunque no lo creas ahora.
Hassan se durmió bajo un cielo sin estrellas o luna a las cuales admirar. En sus sueños no ocurría gran cosa, quizás soñaba con algo de conocimiento, esos eran los sueños más coherentes. Los demás eran demasiado dispersos para siquiera recordarlos. Este era diferente, parecía más sólido, firme. Estaba en la pequeña casa que compartía con su mujer, un pavo real caminaba entre las habitaciones. Las cosas, a excepción del ave, era prácticamente igual a como las recordaba. Parada sobre el portal de entrada estaba Zhara. Vestía su ropa de a diario y cubría su cabeza tapada con un hiyab y el rostro con un Itam. No era algo típico en ella, que siempre había sonreído libre. Había un olor en el ambiente. No era incienso o mirra, no era otro olor, uno que jamás había sentido antes. ¿Era el olor de la muerte? ¿Así olía la peste?
-Eres tú – dijo ella.
-Pues sí, es mi sueño, así que es bastante probable que sea yo. Pensé que me esperarías en Ghazni. Pero regresaste con tus padres.
-Así es. Estaba sola, no sabía cuando saldrías. Me vine con mi primo Omar, él cuidó de nosotros, puso comida en nuestra mesa, puso compañía en mi cama. Lo siento.
-Yo lo siento más.
-Estaba tan sola. Tres años te fuiste, de haber tenido hijos los hubiese cuidado, pero sólo estaban los hijos de Omar, todos están aquí conmigo ahora. Lo curioso es que no siento culpa, he pecado muy seriamente, pero no siento que sea culpable.
-Yo tampoco te culpo, ahora descubre tu rostro mujer, soy tu esposo.
-No, ya no lo eres. Nuestra unión era hasta la muerte, y la muerte ya nos ha separado. He venido a advertirte, ese hombre es peligroso, es un demonio. Quiere que dejes de ser tu mismo, Hassan, él quiere robarte tu vida.
-No tengo mucho que pueda ser robado.
-Sí lo tienes. Tienes mi recuerdo, ¿quieres perder mi recuerdo? Si tu quisieras podrías regresar todas las noches, haríamos el amor, hablaríamos de los viejos tiempos, reiríamos de los viejos amigos.
Por primera vez, desde que dejó la prisión, Hassan sentía miedo. Abrió los ojos y trató de alejar las palabras, la visión y el aroma. Entendió que debía llorar, lo hizo, también dibujó una oración en su pensamiento. Los muertos debían de ser velados, o se volvían peligrosos.
Retomaron el camino por la madrugada. Hassan montaba inseguro, lentamente comenzaba a quedarse atrás. Sabbath, le esperó.
-Parece que has pasado mala noche.
-No me lo creería – dijo Hassan con un ademán de manos algo grosero.
-Te sorprendería saber la capacidad que tengo para creer.
-Hablé con mi esposa, no sé si fue un sueño, o una visión.
-Eso lo explica todo. Pues bien, los muertos siempre me han asustado mucho. Trato de lidiar con ellos lo menos posible, pero en lugares como estos, es imposibles evitarlos siempre. Sabía algo pasaría por la noche, no sabía que fuera ella a quien enviasen. Muy bajo si me preguntan.
-¿Quién la envió?
-No estoy muy seguro, jamás he sido interprete de sueños. Hay criaturas que no pueden vivir en la tierra de los hombres, Alá se los prohibió, pero se las arreglan para mandar mensajes en sueños, o visiones. Algunas de esas criaturas son hermosas, como los ángeles del firmamento, otras son tristes, como los viejos dioses que caminan entre los hombres. Pero hay cosas, mucho más siniestras, que no quieren que lleguemos a Multan.
-Ella dijo que eras un demonio.
-Oh, es verdad, algunas veces lo soy. Pero mi naturaleza no es el tema, cuando lleguemos a la ciudad muchas cosas cambiarán. Estamos aquí para corregir un gran error. El mundo no será el mismo, nunca más. ¿Le tienes miedo al cambio?
-No, lo que venga no puede ser peor que el ahora.
-Sana actitud.
Hassan repitió su gesto grosero, la verdad es que no entendía lo que el hombre quería decirle y apretó la marcha del caballo. Bora sonrió, luego dio una mirada a su patrón. Éste ordenó al gigante que se adelantara, que si encontraba ayuda en algún pueblo comprara comida, consiguiera algo de vino y agua. Don noches pasaron, no regresó. No lo buscaron, Sabbath lo entendió inmediatamente, era esa bruma que rodeaba todo lo que veía. Con cada paso que dieron, un nuevo muro de niebla se levantaba. Con el rabillo del ojo Hassan pudo ver figuras que iban y venían en ella, parecían hombres, niños, o mujeres, pero había algo a su andar, en sus llamadas, que les revelaba como lo que eran. Zhara estaba entre ellos. Sabía que entre las nubes que velaban su visión, ella estaba mirando sus ojos. Habían voces ahí abajo, él había conocido a esa gente, había comprado su leche, había comido la carne de sus animales. Los muertos estaban pidiendo su parte, aferrándose a lo único que tenían. Todo había sido un juego hasta ahora, por primera vez el miedo se había subido junto a Hassan para compartir su montura.

V
Los ríos Ravi y Chanab se daban un abrazo, seguir su unión fue sencilla, el campo salvaje se transformó en uno humano con la misma velocidad que el rayo aparece en las montañas.
Las paredes de la enorme urbe eran altas y orgullosas, las ciudades no sólo son lugares, son declaraciones que hacemos para combatir nuestra pequeñez individual, en grupo somos valientes, en grupo poseemos aquello que con las manos se nos hace resbaloso, lejano, o simplemente intangible. Muchos habían poseído Multan, desde hace más años de aquellos que normalmente podía contar. Los infieles no habían querido dejarla ir, pero la gente del oeste los tomó por la fuerza, sobrepasando sus murallas, asediando a cada ciudadano. Pero su mano fue blanda, querían el oro, no el alma de sus habitantes. Si es que Mahmud estaba destinado a ser un emperador tendría que tomarla por si mismo, tendría que domarla, la sola idea de una ciudad libre era un peligro tan grande como la muerte misma.
Cruzaron las enormes puertas que brillaban doradas como el sol mismo. Permanecieron ambos en silencio, se sentían incómodos dentro de su ropa. Como si ser ellos mismos fuese una terrible carga en esos momentos. Incluso Sabbath había permanecido en silencio, observaba a los pequeños humanos caminar de un lado a otro. Algunos árabes notaron su presencia, y se quedaban mirándolos. Indios, budistas y otros seres más extraños adornaban con sus colores un paisaje que se ponía aún más raro a cada mirada. Sobre todos los edificios destacaba el templo del dios sol. Algunos peregrinos hacían pequeños rebaños, que los soldados debían controlar.
-Contempla Hassan, no volverás a ver algo como esto. Alejandro entró en ella derramando sangre, los Hunos la saquearon, pero debieron dejarla por temor a sus dioses, después de que Mahumud la tome, otros la poseerán con vehemencia. La violaran, estamos viendo el último rasgo de un mundo antiguo mi querido Hassan, pero no perdamos tiempo vamos al templo, Bora nos espera ahí, junto a la persona que vinimos a ver.
-Es una ciudad infiel.
-Oh. Es fiel, pero no a la misma persona que tú, vamos, no tenemos que hacer esperar a nuestros amigos.
Sobre la entrada del templo, estaba Bora. Vestía las ropas de un Brahaman. Naranjo y rojo. Su pecho descubierto mostraba a todos su cicatriz, llevaba la cabeza calva. De algún modo era otro hombre, pero seguía siendo él. Hizo una reverencia a Sabbath.
-Los esperábamos – dijo.
-¿Cómo llegaste? – preguntó impaciente Hassan – no pudiste haber tomado una ruta más corta.
-No he dejado la ciudad en meses – dijo sonriendo – creo que deben seguirme.
Entraron por pasillos delgados, era un templo diseñado con cuidado. Sus arquitectos lograron crear una de las ilusiones más inusuales, subías y bajabas de nivel, sin realmente realizar la operación. No habían escaleras, simplemente una línea recta que a veces te conducía hacía arriba, otras, abajo.
-Fue el vino, en el burdel – dijo Hassan ya sin la ansiedad que le había dominado – cuando lo bebí algo cambió en mí, dejé el mundo, ¿no es así?
-Más bien, entraste en él – dijo Sabbath sonriendo – pronto terminará esto y entenderás porque estamos aquí.
La habitación del ídolo estaba vacía de no ser por un hombre, que vestido con una elegante túnica azul rezaba con una vehemencia febril. Bora portaba una gran daga plateada, su mango era una diosa que Hassan no podía nombrar. Cuando el hombre dejó de rezar, se levantó y dejó descubierto su rostro.
-Abul Qasim Hassan ibn Ahmad 'Unsuri-i Balkhi, te presento a Hassan. Pero creo que ya se conocían.
Los hombres eran iguales, y se contemplaron casi sin sorpresa, era como si lo hubiesen anunciado años antes. Abul tenía aspecto más descansado, era más delgado, llevaba su cabeza casi rapada; pero podrían haber pasado por hermanos gemelos si no fuera por el hecho de que eran la misma persona.
-De algún modo su historia, que debió de ser una sola se dividió – dijo Sabbath sonriente mientras jugaba con la daga que acababa de quitarle a Bora – por un lado la historia de Abul ocurrió en abundancia, fue entregado a los monjes, no conoció el Islam hasta que llegaron los árabes. Es un poeta triste, jamás a vivido, carece de esa poderosa visión que sus colegas tanto pavonean. Es célibe, vive encerrado, esperando que la muerte lo lleve a un mundo mejor. Por otro lado Hassan vivió la pobreza, aprendió a leer y escribir gracias a un buen Imán. Trató de ser comerciante, las deudas lo dejaron en prisión, su esposa está muerta. El mundo alrededor suyo se ha torcido, está tocado por esta anomalía, o como quieran llamarla. No sé quien cometió este error, pero estamos aquí para solucionarlo.
-Una mierda, no te creo nada – interrumpió Hassan.
-No, hermano, ¿nunca sentiste que debías ser algo que no eras? Sabes que el mundo está cambiando, perteneces a esos cambios, pero no sabes como. Yo lo sé, pero no pertenezco, estamos incompletos porque somos una sola persona.
-¿Y Zhara?
-No lo sé – contestó Sabbath – debemos sellar la herida, lo que suceda después de eso, pues no puedo predecirlo. Sé que el brillo del mundo será distinto, ni mejor ni peor, pero será otro, en todo sentido. Destruiremos esta realidad y la reemplazaremos por otra, nueva, mejor, fresca. Deben usar la Purga, uno tendrá que matar al otro, así sólo habrá existido una historia, mejorada, sana.
-Yo no puedo matar – dijo Abul.
La daga quedó en medio de ambos hombres, Abul temblaba, pero se arrojó de igual manera. La Purga arremetió contra Hassan, pero no dio en el blanco. Otro intentó fracasaba, pero esta vez tuvo un costo para el atacante, quien calló sobre sus pasos y permitió maniobrar a su enemigo, tres años en la cárcel, había pasado por esto antes, amenazado por hombres aún más fuertes que él. Abul no dijo palabra alguna mientras la vida terminaba de huir de su cuerpo. Asesinarse, un termino imposible, nacía en el acto. La sangre corría por el brazo del poeta, ya no había Abul o Hassan. Otra cosa brillaba tras esos ojos, y en todo aquello que les rodeaba.
Sabbath permaneció en silencio, hasta que la muerte dominó la escena. Cogió la Purga y miró al ganador, o mejor dicho, miró aquello que el ganador acababa de crear.
-¿Quién eres? – preguntó aún con el arma en la mano.
-Unsuri – dijo haciendo una pausa – estamos en Multan, ¿no es así?
No hubo más que hacer, una mirada en otra dirección, no hubo cadáver, de un segundo a otro no había señor Sabbath. Sólo Bora, el ayudante de Unsuri, poeta de la corte. Caminaron fuera del templo, luego fuera de la ciudad. Juntos entraron en el palacio de Ghazni, fueron presentados por el hermano del Sultán. Ambos, en un día muy cercano, se llamarían amigos.
Los meses, las historias y los años pasaron, Mahmud destruyó Multan, al templo, al ídolo. Todo el tiempo su poeta estuvo con él. Diecisiete veces atacó India, y el escribano cumplió su faena, fiel a los hechos algunas veces, fiel al futuro, otras veces. Cuatrocientos poetas trabajaron para él noche y día, cuidando al Sultán hasta el día que debió cantar su prosa fúnebre, luego cantaría para el hijo. Malik-us Shu'ara, le decían, el príncipe de los poetas. Entretejido por rumores, por historias, cogió amantes, por algunas sufrió, a otras llenó de lotos, canciones e hijos. Nadie supo realmente quien había sido años antes , sólo fue seguro que jamás nunca se escucho hablar de una mujer llamada Zhara.

domingo, julio 20, 2008

Manzanas




Clive Baker y Neil Gaiman han hecho miles de versiones de los cuentos infantiles, sentí que era el tiempo de hacer la mía.



Manzanas






No sé qué clase de ser sea ella. Nadie lo sabe. Mató a su madre al nacer, pero eso no es suficiente para juzgar. Me llaman sabia pero estoy lejos de serlo, pues todo lo que pude vaticinar fueron fragmentos, momentos congelados atrapados en pilas de agua o en la fría superficie de un trozo de cristal azogado. Si hubiera sido sabia no habría tratado de cambiar lo que vi. Si hubiera sido sabia me habría inmolado antes de encontrarla, antes de haberlo atrapado a él.

Sabia, y hechicera, es lo que ellos dicen; y yo había visto su ostro varonil en sueños y en superficies reflejantes durante toda mi vida: dieciséis años de soñar con él antes de que él atara su caballo junto al puente esa mañana y preguntara por mi nombre.

Me ayudó a subir en su alto caballo y cabalgamos juntos hacia mi pequeña cabaña, mi cara sepultada en el oro de su cabellera. Él reclamó lo mejor que yo tenía; el derecho de un Rey, hablando con propiedad.

Por la mañana su barba era de un rojo cobrizo, y lo conocí, no como a un rey, porque no sabía nada de reyes en ese entonces, sino como mi amado. Él obtuvo todo lo que quiso de mí, el derecho de los reyes, pero volvió a mí al día siguiente y la noche después: su barba tan roja, su cabello del color del oro, sus ojos tan azules como el cielo en verano, su piel bronceada con el agradable tono del trigo maduro.
Su hija era sólo una niña: de no más de cinco años de edad cuando llegué al palacio. Un retrato de su madre muerta colgaba en la habitación de la princesa, en su torre: una mujer alta, el cabello del color de un bosque oscuro, ojos del color de la nuez.
Ella era de una sangre diferente a la de su pálida hija. La niña no comía con nosotros. No sé en que parte del palacio comía ella. Yo tenía mis propias recámaras. Mi esposo, el Rey, tenía sus propias habitaciones también. Cuando lo deseaba enviaba por mí y yo iba a él, y le complacía, y me complacía en él. Una noche, muchos meses después de haber sido traída al palacio, ella vino a mis habitaciones. Tenía seis años. Yo estaba bordando a la luz de la lámpara, entrecerrando los ojos bajo el humo y la caprichosa iluminación. Cuando erguí el rostro ella estaba ahí.

-¿Princesa?
Ella no dijo nada. Sus ojos eran negros como el carbón, negros como su cabello; sus labios, más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes parecían afilados incluso entonces, bajo la luz de la lámpara.
-¿Qué haces fuera de tu recámara?
-Tengo hambre.— dijo, como cualquier niño.
Era invierno, cuando la comida fresca es un sueño de calidez y luz del sol, pero yo tenía tiras de manzanas maduras, descorazonadas y resecas, colgando de las vigas de mi
recámara, y bajé una manzana para ella.
-Toma.
El Otoño es la temporada para desecar, para preservar; en un tiempo para recoger manzanas, para derretir la grasa de los gansos. El Invierno es la temporada del hambre, de la nieve, de la muerte; y es también el tiempo para el Festín del Equinoccio, cuando frotamos la grasa de los gansos en la piel de un cerdo entero, relleno con las manzanas del otoño, luego lo asuramos o doramos, y nos aprestamos a disfrutar del coscurro. Ella tomó la manzana seca de mi mano y comenzó a mascarla con sus afilados dientes amarillos.
-¿Está buena?
Ella asintió. Yo había temido a la pequeña princesa desde el principio, pero en ese momento me ablandé y, con mis dedos gentilmente, palmeé su mejilla. Ella me miró y sonrió (rara vez sonreía), luego hundió su diente en la base de mi pulgar, e hizo brotar sangre. Yo comencé a gritar, por el dolor y la sorpresa, pero ella me miró y yo guardé silencio. La pequeña princesa afirmó su boca en mi mano y lamió, mamó, bebió. Cuando concluyó, dejó mi recámara. Bajo mi mirada el corte que ella había hecho comenzó a cerrarse, a cicatrizar, a sanar. Al día siguiente era una cicatriz vieja: podía haberme hecho ese corte con una navaja en mi niñez. Había sido congelada por ella, poseída y dominada. Eso me atemorizó, más que la sangre en la que se había nutrido. Después de esa noche cerré las puertas de mi recámara al anochecer, tapiándola con una viga de roble, e hice que el herrero forjara barras de hierro, que colocó en mis ventanas. Mi marido, mi amado, el rey, enviaba por mí cada vez menos, y cuando iba hacia él lo encontraba mareado, torpe, confundido. Ya no pudo hacer el amor como un hombre lo hace, y no me permitía darle placer con mi boca: la única vez
que traté, se estremeció violentamente, y comenzó a llorar. Retiré mi boca y lo abracé fuerte hasta que el llanto pasó; se quedó dormido, como un niño.

Recorrí su piel con mis dedos mientras dormía. Estaba cubierto por una multitud de cicatrices viejas. Pero no pude recordar la presencia de esas marcas en los días de nuestro cortejo, excepto una, en su costado, donde un jabalí lo había corneado cuando era joven. Rápidamente se convirtió en la sombra del hombre que yo había conocido y amado junto al puente. Sus huesos resaltaban, blancos y azules, bajo su piel. Estuve con él hasta el final: sus manos eran frías como la piedra; sus ojos, de un azul lechoso; su cabello y barba, marchitos, débiles y opacos. Murió sin confesión, su piel arañada y picada de la cabeza a los pies por pequeñas y antiguas cicatrices. Casi no pesaba nada. La tierra estaba endurecida por el frío, y no pudimos cavar una tumba para él, así que construimos un túmulo de piedras y rocas sobre su cuerpo, como recordatorio solamente, porque quedaba muy poco de él para proteger del hambre de las bestias y las aves. Así que fui reina. Y era estúpida, y joven (dieciocho veranos habían ido y venido desde que vi la luz por primera vez) y no hice lo que ahora habría hecho.

Si volviera a ese día, habría hecho que le sacaran el corazón, ciertamente. Pero luego haría que le cortaran la cabeza y los brazos y las piernas también. La habría hecho desviscerar. Y luego habría contemplado en la plaza del pueblo cómo el verdugo calentaba al rojo blanco las llamas con un fuelle, contemplado sin parpadear mientras él depositaba cada uno de sus restos en el fuego. Habría hecho colocar arqueros en torno a la plaza, con órdenes de matar cualquier ave o bestia que se acercara a las amas, cualquier cuervo o perro o halcón o rata. Y no cerraría los ojos hasta que la princesa fuera cenizas, y el más suave viento pudiera esparcirla como la nieve. No hice esto, y hay que pagar por nuestros errores.

Dicen que fui engañada; que no era su corazón. Que era el corazón de un animal; un ciervo tal vez, o un jabalí. Eso dice la gente, y están equivocados. Y algunos dicen (pero esa es su mentira, no la mía) que el corazón me fue entregado, y que yo lo devoré. Las mentiras y las medias verdades surgen como la nieve, cubriendo las cosas que recuerdo, las cosas que vi. Un paisaje, irreconocible después de una tormenta de nieve; eso es en lo que ella ha convertido mi vida. Había cicatrices en mi amado, en las caderas de su padre. Yo no fui con ellos. Se la llevaron en el día, mientras dormía, y estaba débil. Se la llevaron al corazón del bosque, y ahí abrieron su blusa, y extrajeron su corazón, y la dejaron muerta en una zanja, para ser tragada por el bosque. El bosque es un lugar oscuro, la frontera de muchos reinos; nadie sería tan estúpido como para reclamar jurisdicción sobre él. En el bosque viven los forajidos. En el bosque viven los ladrones, y los lobos también. Puedes cabalgar por el bosque durante días sin ver a nadie; pero hay ojos sobre ti todo el tiempo. Me trajeron su corazón. Supe que era el suyo: un corazón de cerda o corza no habría seguido latiendo y palpitando después de haber sido extraído. Lo llevé a mi recámara.

No lo devoré: lo colgué de las vigas sobre mi cama, lo ensarté en un trozo de cordel que yo había llenado con bayas de serbal de cazadores, encarnados como el pecho de un petirrojo, y con cabezas de ajo.

Afuera caía la nieve, cubriendo las huellas de mis hombres, cubriendo su pequeño cuerpo en el bosque, donde yacía. Hice que el herrero removiera las barras de hierro de mis ventanas; pasaba algún tiempo en mi habitación cada tarde de esos breves días invernales, observando el bosque hasta que caía la oscuridad. Había, como ya lo he dicho, gente en el bosque. Algunos de ellos venían para la Feria de Primavera, gente avariciosa, fiera, peligrosa; algunos eran achaparrados: enanos, pigmeos, jorobados; otros tenían dientes enormes y la mirada ausente de los idiotas; otros tenían dedos como aletas o garras de cangrejo. Salían del bosque arrastrándose cada año en la Feria de Primavera, que se llevaba a cabo cuando la nieve se había derretido.
Cuando era una joven doncella había trabajado en la feria, y ellos me habían asustado entonces, la gente del bosque. Le decía la fortuna a los transeúntes, mirando en una pila de agua, y más tarde, cuando fui mayor, en un disco de cristal azogado, su anverso bañado en plata: el regalo de un mercader cuyo caballo extraviado yo había visto a través de una pila de tinta.
Los vendedores de la feria tenían miedo de la gente del bosque; clavaban sus mercancías en las tablas de sus puestos, hogazas de pan de jengibre o cinturones de cuero clavados en la madera con grandes clavos de hierro. Si sus mercancías no estaban clavadas, decían ellos, la gente del bosque las tomaría y se las llevaría corriendo, royendo el pan de jengibre o haciendo azotar los cinturones.
Y sin embargo la gente del bosque tenía dinero: una moneda por aquí, otra por allá, algunas veces manchadas de verde por el tiempo sobre la tierra, en las monedas un rostro que resultaba desconocido hasta para los más viejos de entre nosotros. También traían cosas para mercar, y así la feria continuaba, sirviendo a los parias y a los enanos, sirviendo a los ladrones (si eran circunspectos) que caían sobre los raros viajeros de tierra smás allá del bosque, o sobre los gitanos, o sobre los venados. (Esto era latrocinio a los ojos de la ley. Los venados eran propiedad de la reina.) Los años pasaron lentamente, y mi pueblo declaró que los gobernaba con sabiduría. El corazón colgaba aún sobre mi cama, palpitando suavemente en la noche. Si hubo alguien que guardara luto por la niña, yo no vi evidencia de ello, ella era materia de pesadillas en ese tiempo, y ellos se creían bien librados de ella.

Pasó una Feria de Primavera tras otra, cinco ferias, cada una mas triste, más pobre, más miserable que la anterior. Cada vez venía menos gente desde el bosque a comprar. Los que lo hacían parecían vencidos y ausentes. Los vendedores dejaron de clavar sus mercancías en las tablas de sus puestos. Y para el quinto año no vino sino un puñado de gente desde el bosque, una temerosa confusión de hombrecillos peludos, y nada más. El Señor de la Feria, con su paje, vino a mí cuando la feria terminó. Lo había
conocido superficialmente, antes de ser reina.
-No vengo a ti como mi reina. — dijo.
No dije nada; escuché.
-Vengo a ti porque eres sabia. —continuó— Cuando eras niña encontraste un potro extraviado observando en un receptáculo de tinta; cuando eras doncella encontraste a un niño perdido que se había alejado de su madre, observando ese espejo tuyo. Tú conoces secretos y puedes rastrear cosas perdidas.

-Reina mía—preguntó— ¿qué está llevándose a la gente del bosque? El próximo año no habrá Feria de Primavera. Los viajeros de otros reinos se han vuelto insuficientes y escasos, la gente del bosque casi ha desaparecido. Otro año como éste y todos padeceremos hambre.

Ordené a mi doncella que trajera mi cristal. Era algo simple, un disco de cristal con un reverso de plata que yo mantenía envuelto en piel de corzo en un cofre en mi recámara. Lo trajeron entonces, y miré en él.

Ella tenía doce años y no era ya una niña. Su piel aún era pálida, sus ojos y cabello negros como el carbón, sus labios rojo sangre. Llevaba la misma ropa que había llevado cuando partió del castillo (la blusa, la falda), sólo que estaba muy descuidada, muy raída. Sobre ella llevaba una capucha de cuero, y en lugar de botas llevaba bolsas de cuero sobre sus pequeños pies. Estaba de pie en el bosque, junto a un árbol. Mientras observaba, en el ojo de mi mente, la vi bordear, y hollar, y revolotear, y saltar de un árbol a otro, como un animal, un lobo o un murciélago. Estaba siguiendo a alguien. Era un monje. Vestía arpillera, y sus pies estaban desnudos y endurecidos y llenos de costras. Su barba y tonsura eran largos, crecidos, desaliñados.

Ella le observó desde los árboles. Eventualmente él se detuvo para pasar la noche y comenzó a hacer fuego, poniendo las ramas en el suelo, rompiendo el nido de un petirrojo a manera de combustible. Tenía yesca en su manto, e hizo chocar el pedernal contra el acero hasta que las chispas hicieron presa en las ramas y el fuego ardió. Había habido dos huevos en el nido que había encontrado, y los comió crudos. No pudieron haber sido un gran alimento para un hombre de su tamaño. Permaneció sentado a la luz de las llamas, y ella salió de su escondite. Se puso en cuclillas al otro lado del fuego, y él miró fijamente. Y luego sonrió, como si no hubiera visto otro humano en mucho tiempo, y le llamó a su lado. Ella se levantó y rodeó el fuego, y esperó a un brazo de distancia. Él hundió sus manos en su manto hasta que halló una moneda (una pequeña moneda de cobre), y se la arrojó. Ella lo atrapó y asintió, acercándose a él. Él jaló de la cuerda en su cintura, y su manto se abrió. Su cuerpo era tan velludo como el de un oso. Ella lo empujó sobre el musgo. Una mano se arrastró, como una maraña, a través de las marañas de vello, hasta cerrarse sobre su hombría; la otra mano trazó un círculo en el pezón izquierdo de él. Él cerró los ojos y una de sus enormes manos escudriñó bajo su falda. Ella acercó su boca al pezón que había estado acariciando, su piel blanca y lisa sobre el cuerpo lanudo de él. Ella hundió sus dientes en su pecho profundamente. Sus ojos se abrieron; luego se cerraron nuevamente, y ella bebió.

Se montó en él, y tomó alimento. Al hacer esto, un líquido tenue y negruzco comenzó a escurrir de entre sus piernas...
-¿Sabes qué es lo que está reteniendo a los viajeros? ¿Qué le está pasando a la gente del bosque? —preguntó el Señor de la Feria.
Guardé el espejo en la piel de corzo, y le dije que yo me encargaría personalmente de hacer del bosque un lugar seguro una vez más. Tenía que hacerlo, aunque ella me causaba terror. Yo era la reina. Una mujer estúpida habría ido entonces al bosque a intentar atrapar a la criatura; pero ya había sido estúpida una vez y no deseaba serlo una segunda. Pasé el tiempo sobre viejos libros. Lo pasé con las gitanas (quienes cruzaban por nuestro país a través de las montañas del sur, en lugar de cruzar el bosque hacia el norte y el oeste) . Me preparé a mí misma y obtuve las cosas que iba a necesitar, y cuando los primeros copos de nieve comenzaron a caer, yo estaba lista.
Desnuda estaba yo, y sola en la torre más alta del palacio, un lugar abierto al cielo. Los vientos helaban mi cuerpo; mis vellos se iban erizando como piel de gallina sobre mis brazos y mis caderas y mis pechos. Yo llevaba una cuenco de plata, y una canasta en la que había colocado un cuchillo de plata, un alfiler de plata, una
tenazas, una túnica gris, y tres manzanas verdes. Puse todo en el suelo y permanecí ahí, desvestida, en la torre, humilde frente al cielo nocturno y el viento. Si algún hombre me hubiera visto ahí de pie, yo hubiera arrancado sus ojos; pero no había nadie que me pudiera espiar. Las nubes cruzaban el cielo, ocultando y develando la luna menguante. Tomé el cuchillo de plata y corté en mi brazo izquierdo: una, dos, tres veces. La sangre escurrió hacia el cuenco: rojo luciendo negro bajo la luz de la luna. Agregué el polvo del frasco que colgaba de mi cuello. Era un polvo café, hecho de hierbas secas y de la piel de cierta clase de sapo, y de algunas otras cosas. Este polvo espesaba la sangre, y al mismo tiempo impedía su coagulación. Tomé las tres manzanas, una por una, y agujeré su piel con delicadeza con mi alfiler de plata. Luego coloqué las manzanas en el tazón de plata y las dejé asentarse ahí mientras los primeros y diminutos copos de nieve del año caían lentamente sobre mi piel, y sobre las manzanas, y sobre la sangre.

Cuando la aurora comenzó a iluminar el cielo me abrigué con el manto gris, y tomé las rojas manzanas del tazón de plata, una por una, alzando cada una y dejándolas caer en mi canasta con unas tenazas de plata, cuidando de no tocarlas. No quedaba nada de mi sangre ni del polvo café en el tazón de plata, nada excepto un residuo negro, en el interior. Enterré el tazón en la tierra. Luego invoqué un hechizo sobre las manzanas (como una vez, años antes, junto a un puente, había invocado un hechizo sobre mí), para que ellas fueran, más allá de toda duda, las más maravillosas manzanas del mundo, y el rubor carmesí de su piel fue del cálido color de la sangre fresca. Bajé la capucha de mi capa hasta cubrir mi cara, y tomé cintas y hermosos ornamentos de cabello, los coloqué sobre las manzanas en la canasta de mimbre, y me caminé sola dentro del bosque hasta llegar a su morada: un enorme despeñadero de piedra arenisca lleno de cavernas profundas que penetraban en la pared de roca.
Había árboles y montículos alrededor, y yo avancé ágilmente y en silencio de árbol en árbol sin tocar una sola ramilla ni hoja seca. Eventualmente encontré un lugar para esconderme, esperé, y observé. Algunas horas después, un grupo de enanos salió arrastrándose del agujero en la caverna frontal: feos hombrecillos, deformes y peludos, los antiguos habitantes de este país. Se les veía sólo raramente ya. Desaparecieron en el bosque, y ninguno de ellos me descubrió, aunque uno se detuvo a orinar sobre la roca donde yo estaba escondida. Esperé. Nadie más salió. Fui a la entrada de la caverna y llamé con una voz vieja y quebrada. La cicatriz en mi dedo latió y palpitó en la medida en que ella se aproximaba, saliendo de la oscuridad, desnuda y sola. Tenía 13 años de edad, mi hijastra, y nada manchaba la perfecta blancura de su piel, excepto por la lívida cicatriz en su pecho izquierdo, donde había estado su corazón, arrancado hacía mucho tiempo. El interior de sus muslos estaba manchado por una suciedad negra y húmeda. Ella me miró a los ojos, estando yo oculta bajo mi capa. Me miró con voracidad.

-Cintas, patroncita, hermosas cintas para su cabello.
Ella sonrió y me atrajo hacia ella. Un tirón, la cicatriz en mi mano me llevaba hacia ella. Hice lo que había planeado hacer, pero lo hice más rápidamente de lo que había pensado: dejé caer mi canasta y chillé como la decrépita buhonera que pretendía ser, y huí. Mi capa gris era del color del bosque, y yo era rápida; no me atrapó. Logré volver al palacio. No pude verlo. Pero, sin embargo, imaginémoslo por un momento, la niña volviendo, frustrada y hambrienta, a su caverna, y encontrando mi canasta abandonada en el suelo. ¿Qué habrá hecho?

Me gusta creer que primero jugó con las cintas, las enredó en su cabello, las enrolló en torno a su pálido cuello o a su breve cintura. Y entonces, curiosa, revolvió la tela para ver que más había en las canasta; y vio las rojas, rojas manzanas. Olían a manzanas frescas, desde luego; y también olían a sangre. Y ella estaba hambrienta. La imagino escogiendo una manzana, presionándola contra su mejilla, sintiendo su fría uniformidad sobre su piel. Y ella abre la boca y la muerde profundamente...
Cuando llegué a mis habitaciones, el corazón que colgaba de las vigas del techo, con las manzanas y el jamón y las salchichas secas, había dejado de latir. Colgaba ahí, silenciosamente, sin vida ni movimiento, y me sentí segura de nuevo. Ese invierno las nieves fueron altas y profundas, y tardaron en derretirse.

Para la primavera todos estábamos hambrientos. La Feria de Primavera mejoró ligeramente ese año. La gente del bosque era escasa, pero estaban ahí, y había viajeros de las tierras más allá del bosque. Vi a los hombrecillos peludos de la caverna del bosque comprando y regateando piezas de vidrio, y bloques de cristal y de cuarzo. Pagaron por el vidrio con monedas de plata: los despojos de las depredaciones de mi hijastra. Cuando se supo qué era los que estaban comprando, la gente del pueblo se apresuró a sus hogares y volvieron con sus cristales de la suerte, y, en algunos casos, con láminas enteras de vidrio. Consideré brevemente el hacer matar algunos de los hombrecillos, pero no lo hice. En tanto que el corazón colgara silencioso e inmóvil y frío, de la viga de mi recámara, yo estaba a salvo, y también lo estaban la gente del bosque y, por lo tanto, eventualmente, la gente del pueblo.

Mi cumpleaños número veinticinco llegó; mi hijastra había mordido del fruto envenenado hacía dos inviernos cuando el príncipe llegó a mi palacio. Era alto, muy alto, con fríos ojos verdes y la piel atezada de aquellos que vienen de más allá de las montes. Marchaba con una pequeña comitiva: los suficientemente grande como para defenderle, los suficientemente pequeña para que otro monarca (yo, por ejemplo) no lo considerara como una potencial amenaza. Yo fui pragmática, pensé en la alianza de nuestras tierras, pensé en un reino que se extendiera desde los bosques por todo el sur hasta el mar; pensé en mi amado de barbas y cabello dorados, muerto estos ocho años; y, en la noche, fui a la habitación del príncipe. Yo no soy inocente, aunque mi difunto marido, quien fue una vez
mi rey, fue realmente mi primer amante, no importa lo que la gente diga. Al principio el príncipe parecía excitado. Hizo que me despojara de mi camisa, y me hizo ponerme de pie sobre la ventana abierta, lejos del fuego, hasta que mi piel se puso fría como la piedra. Luego me pidió que yaciera boca arriba, con las manos dobladas sobre mis pechos, y los ojos bien abiertos, pero mirando solamente las vigas del techo. Me dijo que no me
moviera, y que respirara lo menos posible. Me imploró que no dijera nada. Separó mis piernas. Fue entonces cuando estuvo dentro de mí. Mientras él comenzaba embestir dentro de mí, sentí alzarse mis caderas, me sentí a mi misma moviéndome para alcanzarlo, giro por giro, empuje por empuje como piedra de molino. Gemí. No puede evitarlo. Su virilidad se deslizó fuera de mí. Yo la alcancé y la toqué, una cosa pequeña y resbalosa.
-Por favor— dijo suavemente —No debes moverte ni hablar.
Sólo quédate quieta ahí sobre la piedra, tan fría, tan bella. Traté, pero él había perdido esa fuerza que lo había tornado viril y, en un momento, abandoné la habitación del príncipe, sus lágrimas y maldiciones aún resonando en mis oídos. Se marchó temprano a la mañana siguiente, con todos sus hombres, cabalgando dentro del bosque. Imagino su entrepierna en ese momento, mientras cabalgaba, un nudo de frustración en la base de su virilidad. Imagino sus pálidos labios cerrados fuertemente. Entonces imagino su pequeña tropa cabalgando a través del bosque, llegando finalmente al túmulo de vidrio y cristal de mi hijastra. Tan pálida. Tan fría. Desnuda bajo el cristal, apenas más que una niña, y muerta. En mi imaginación, casi puedo sentir la súbita turgencia de su virilidad dentro de sus calzas, visualizar la lujuria que se apoderó de él entonces, las oraciones que murmuró por lo bajo en agradecimiento por su buena fortuna. Lo imagino negociando con los hombrecillos peludos, ofreciéndoles oro y especias por el adorable cadáver bajo el montículo de cristal.
¿Habrán tomado el oro de buena gana? ¿O habrán mirado a aquellos hombres en sus caballos, con sus afiliadas espadas y sus alabardas, dándose cuenta que no tenían alternativa? No lo sé. No estaba ahí; no estaba observando. Sólo puedo imaginarlo...
Manos, apartando los bloques de cristal y cuarzo de su cuerpo frío. Manos, acariciando gentilmente sus frías mejillas, moviendo su brazo frío, regocijándose de encontrar el cadáver aún fresco y plegable.
¿La habrá hecho suya ahí, enfrente de todos? ¿O hizo que la llevaran a algún rincón escondido antes de montarla? No puedo saberlo. ¿Fue él quien hizo botar la manzana fuera de su garganta? ¿O fueron los ojos de ella los que se abrieron lentamente mientras él arremetía sobre su cuerpo helado; su boca abriéndose, esos labios rojos desprendiéndose el uno del otro, esos afilados dientesamarillos cerrándose sobre su cuello moreno, mientras la sangre, que es la vida, escurría por su garganta, llevándose consigo el
trozo de manzana, mi manzana, mi veneno? Lo imagino; no los sé.
Pero sé esto: que estuve despierta toda la noche, con los ojos abiertos bajo su corazón que se agitaba y latía una vez más. Sangre amarga goteó sobre mi rostro esa noche. Mi mano ardía pulsaba como si hubiera estrellado la base de mi pulgar contra una roca.
Hubo golpes violentos en mi puerta. Sentí miedo, pero soy una reina, y no debo mostrar miedo. Abrí la puerta. Primero unos hombres irrumpieron en mi recámara y me
rodearon, con su espadas afiladas y sus alabardas. Y entonces él entró y me escupió en la cara. Finalmente, ella entró en la habitación, como lo había hecho el día en que me convertí en reina y ella era una niña de seis. No había cambiado. No realmente. Jaló el cordel en que estaba colgado su corazón. Apartó las bayas de serbal de cazadores una a una; arrancó las cabezas de ajo, ahora bulbos secos después de todos estos años; entonces tomó lo suyo, su corazón batiente, una cosa insignificante, no más grande que el de una cabra hembra o de una osa, la sangre desbordando en su mano a intervalos. Sus uñas deben haber sido tan afiladas como el cristal: abrió su pecho con ella, pasándolas sobre la lívida cicatriz. Su pecho se abrió, súbitamente, hueco y sin sangre. Ella lamió su corazón, una vez, la sangre escurriendo por sus manos, y metió el corazón en las profundidades de su pecho.

La vi hacerlo. La vi cerrar la carne de su pecho una vez más. Vi la cicatriz púrpura comenzar a desvanecerse. Su príncipe lo miró todo preocupado por un instante, pero de cualquier manera la rodeó con sus brazos, y permanecieron ahí, uno junto a el otro, y esperaron. Ella siguió fría, y las florescencias de la muerte permanecieron en
sus labios, la lujuria de él no disminuyó. Me dijeron que se iban a casar y que los reinos se unirían después de todo. Me dijeron que yo estaría con ellos el día de su boda.
Aquí la historia comienza a tornarse candente. Le habían dicho a la gente cosas malas sobre mí; un poco de verdad para dar sabor al plato, pero mezclada con muchas mentiras. Fui atada y aprisionada. Me mantuvieron en una pequeña celda de piedra bajo el palacio, y permanecía ahí todo el otoño. El día de hoy me sacaron; arrancaron los pocos andrajos que aún cubrían mi cuerpo, y lo lavaron, afeitaron mi cabeza y mi entrepierna, y embarraron mi piel con grasa de ganso. La nieve caía en el momento en que me trasladaban, (dos hombres sobre cada mano, dos hombres sobre cada pierna) completamente expuesta, y despatarrada, y helada, a través de las muchedumbres del equinoccio, y me trajeron a este horno. Mi hijastra estaba ahí con su príncipe. Me miró en mi indignidad, pero no dijo nada. Mientras me ponían dentro, burlada y escarnecida, vi un copo de nieve caer sobre su mejilla y permanecer ahí sin derretirse. Cerraron la puerta del horno tras de mí. Se está poniendo caliente aquí dentro, y afuera están cantando y festejando y golpeando en las paredes del horno. Ella no se estaba riendo, ni burlándose, ni hablando. Ella no me miró de reojo ni volteó el rostro. Simplemente me miró; y por un momento me vi reflejada en sus ojos. No voy a gritar. No les daré esa satisfacción. Tendrán mi cuerpo, pero mi alma y mi historia son mías, y morirán conmigo. La grasa comienza a derretirse y a relucir sobre mi piel. No haré ningún sonido. No debo pensar más en esto. Debo pensar, mejor, en el copo de nieve sobre su mejilla. Pienso en su cabello, negro como el carbón; en sus labios, rojos como la sangre; en su piel, blanca como la nieve.

viernes, julio 11, 2008

Premio TauZero para novela corta


Saludos amigos/as, les invito a participar en un concurso literario, muchos de ustedes son grandes escritores, esta permitido participar con sus novelas, las que ya he leído, por favor no se me achunchen y denle con fuertza.


BASES PREMIO TAUZERO DE NOVELA CORTA DE FANTASÍA Y CIENCIA FICCIÓN 2008

1. Pueden optar al Premio las narraciones inéditas que se puedan enmarcar dentro del género de la fantasía y la ciencia ficción. Por narración inédita debe entenderse creaciones literarias cuya versión final no esté publicada en su totalidad en medios físicos (libros o revistas, entre otros) o electrónicos (blogs, foros, portales web, ezines entre otros).

2. La inscripción y participación de los concursantes será gratuita.

3. Las obras presentadas, escritas en castellano, deben ser enviadas únicamente por medio electrónico en formato .odt (OpenOffice), .doc o .rtf (MS-Word), a doble espacio, y con una extensión aproximada entre 70 y 100 páginas, de 30 líneas de 70 caracteres (entre 150.000 y 210.000 caracteres). La novela debe estar contenida en un único archivo. Su tamaño en kilobytes no debe superar los 2 Megabytes, y debe estar firmada únicamente con el seudónimo del autor.

4. Para inscribir la novela en el Premio el autor debe especificar sus datos en el formulario online habilitado para tal fin: nombre completo, seudónimo, número de identificación personal (R.U.T., D.N.I. o similar), dirección postal, email de contacto. En ese mismo formulario debe ingresar el archivo de la novela.

5. El formulario de inscripción online se encuentra en la siguiente dirección electrónica: http://www.tauzero.org/premio2008

6. Un mensaje de confirmación de participación en el Premio TauZero 2008 le será enviada al autor por correo electrónico, toda vez que el proceso de inscripción finalice en forma correcta.

7. El plazo de envío de los archivos al Premio TauZero finaliza el 15 de noviembre de 2008.

8. Se entregará un premio único de USD350 al ganador del concurso. Si el jurado lo cree oportuno, se definirán una o más menciones especiales.

9. La decisión del jurado, que será inapelable, se hará pública durante diciembre de 2008.

10. El Premio TauZero 2008 podrá ser declarado desierto.

11. Los ganadores del Premio TauZero 2008 y menciones especiales ceden los derechos de la primera edición electrónica y de la primera edición en papel, ambas en castellano, a TauZero, y renuncian a cualquier remuneración económica procedente de dichas ediciones.

12. La novela ganadora, así como otras novelas seleccionadas por el jurado, serán publicadas en formato libro por TauZero si hay acuerdo con alguna editorial.

13. Las novelas enviadas al Premio TauZero 2008 pueden ser publicadas en el ezine TauZero.
14. La participación en el PREMIO TAUZERO DE NOVELA CORTA DE FANTASÍA Y CIENCIA FICCIÓN 2008, supone la aceptación de estas bases.

15. Las consultas adicionales pueden ser efectuadas escribiendo a la dirección de correo electrónico ezine(at)tauzero.org.

Santiago de Chile, Junio de 2008

jueves, julio 10, 2008

Alicia en Facebook


Hola chicos, Alicia se entro en Facebook veamos que pasará.

No me resulta el lnk, pongo la diré aquí: http://www.facebook.com/group.php?gid=17579639175&ref=ts

martes, julio 01, 2008

El Hombre de Papel


Muchos de mis trabajos me han enseñado cosas sobre mi mismo, como por ejemplo, lo malo o lo bueno que soy coordinando gente, haciéndome cargo de esto o lo otro. Escribir siempre ha sido mi "real trabajo" escondido o sobre la superficie de la mágica mesa de este puto país.

En fin, debo muchos escritos, pero estoy avanzando, mi vida, pues podría ser más ordenada, pero está bien. Fuerza a todos mis amigos, y a los otros más fuerza porque si me van a odiar, refresquen mi memoria...soy un abuelo, yo no recuerdo afrenta alguna.