viernes, julio 20, 2007

La Vision

He estado dedicado a un libro que escribo en este momento son distintos relatos en desorden que tienen por fin contar distintos enfrentamientos a la Peste. ¿Por qué? Creo que son las enfermedades las mejores pruebas que nos pone la vida en general y el cuerpo en particular, algunos enfermos estan físicamente muy sanos y al revés también sirve. A donde quiero llegar es que la fuerza una epidemia como la Peste Bubonica o Yersinis Pestis, u otra enfermedad, nos pone en un cruce de caminos. Otro elemento en este nuevo libro es que el espacio tiempo debe ser blando, los personajes enfrentan tiempos, animos y vifuraciones temporales. La fisica cuantica endrenta a la historia del mundo, además cuento que estoy estudiando algo de Fisica Cuantica, Geografía, repasando Historia y Mitología para cada una de estas historias. Esta es la primera que nace, no es la primera del libro, pero acá va.

JLFLORES. 14:54 20 de Julio, 2007



La Visión






El pueblo se veía pequeño, sin vida, aún más opaco de lo que él mismo quería creer. Revisó sus recuerdos, pero no apareció nada similar. Estaba acostumbrado a las grandes ciudades, al mar, a ver gente de distintas razas entrando y saliendo, cargando mercadería hacía las islas, hacía el mundo desconocido. Por otro lado también había pasado un tiempo en el campo, ahí laderas verdes le daban saludos amables cada mañana, recordaba haber visitado el destacamento donde vivía su abuelo, un médico muy famoso eso días, la calidez del sur portugues habría de enseñarle tanto, el verano había sido la mejor escuela para un niño de doce años. Pero esto distinto, no era provincia, no era ciudad, era otra cosa, una suma de mediocridades reunidas, gentes grises que miraban su entrada como si llegase un condenado al cadalso; la mayoría eran Shangaan, que hacían trabajos en el destacamento, viviendo en lo que quedaba de su imperio, como hormigas sin una reina.
Todos era iguales, figuras plomizas por el polvo que le había acompañado todo el camino, todos, menos uno, su anfitrión que le esperaba: Paolo DoSantos. El capitán que había solicitado un médico para el cuartel. No parecía gran cosa, si se tomaba en cuenta lo pomposo de su nota, o los apelativos científicos que usó para conseguir que le mandaran un médico.
-Ha llegado usted a justa hora para tomar un refrigerio conmigo y mi mujer. – Dijo el hombrecito que seguía sonriendo.
-Muchas gracias. – Contestó él sin pensar en lo que quería decir tomarse un refrigerio o compartir con la esposa de un oficial.
-Es un viaje muy duro hasta este lugar señor Madeiro. Espero que la Compañía de Mozambique haya asegurado un placentero viaje.
-Esteban, mi padre era el señor Madeiro; y a riesgo de sonar ingrato prefiero dejar atrás este viaje.
-Lo comprendo, por favor, espero que pueda remediar su sufrimiento.
Caminaron en silencio y el reloj decidió que era prudente marcar las cinco de la tarde. Cuando llegaron a la casa del capitán, fueron recibidos por un par de criados, Esteban pudo ver el rostro de desprecio con que miraban a sus jefes, sus ojos grandes, intensos llenos de verdad, era la primera cosa viva que veía desde que había dejado la comodidad de su hogar.
Se sentaron alrededor de una mesa de tamaño mediano, sin los lujos que podría haber esperado de un pomposo capitán de provincia. Todo parecía estar en su lugar, a excepción de una pintura, ya la había visto antes, La Torre de la Canción. Era una obra menor, que buscaba imitar a Goya; pero le parecía misteriosamente terrible, era Babel, en el momento más furioso, en que el mismo Dios sacudió a los hombres y acabo con nuestro idioma en común. Eso estaba cortado, pero todos los hombres son iguales, donde se vaya, los vicios y las virtudes se repetían, aunque este era un pensamiento triste, no era melancolía lo que el cuadro le traía, era más bien miedo.
-¿Qué le parece la pintura? – Dijo la mujer sonriendo desafiante.
-No sé mucho de arte señora, sólo la miraba por curiosidad.
-Hacemos todo por curiosidad mi querido doctor, no se engañe usted.
Esteban sonrió, por primera vez desde que había dejado Maputo, estaba contento de haber llegado a un lugar donde se usara el ingenio, se sorprendía a si mismo por su altanería, defecto heredado, pero no por ello menos incomodo.
Comieron un plato inusual para el lugar, liebre asada, muy bien preparada. La criada mayor sería los platos unos tras otros con precisión matemática, las más pequeñas seguían las ordenes un poco más lento, y a veces cometiendo pequeños pecados de etiqueta.
-Me gustan muchos estos indígenas, son mucho más educados que los que teníamos en Beira – Dijo el capitán con una sonrisa negligente. – Sus palabras me intrigan –
Dijo levantándose para encontrase con la más vieja de las sirvientas. – Dime que significa Xikwembu.
La mujer sin levantar la vista contestaba:
-Dios. Significa, dios.
El capitán sonrió después de comprobar su propio entendimiento. Pero su mujer quería captar aún más la atención de Esteban.
-¿Cuál es tu verdadera motivación para estar aquí Esteban? – Preguntó abriendo sus ojos dorados.
-La verdad quería huir de Europa. Estuve en Francia durante la gran guerra, con mi padre, ustedes ya conocen la historia.
-Efectivamente. – Dijo el capitán cerrando la conversación.
Después de ese pequeño y abrupto escollo la conversación siguió un ritmo fluido. Hasta que los comensales cayeron en el sopor del vino y la comida, yéndose a dormir todos, con la excepción de Madeiro, que aún no podía sentirse cómodo en su cama. Un rato pensó en las pretensiones británicas de sus empleadores, después se fue a los nativos, con sus ojos grandes, llenos de furia contenida; luego en pensó en Carlos Villarroel, su camarada en la universidad, también hijo de un ilustre, pero mucho más libre y ciertamente mucho más inteligente. Se casaba a los dieciocho años con la mujer que ambos querían, ciertamente había en él una imposibilidad, una barrera que jamás lo dejaría ser. También pensó en la madre de Villarroel, una dama antigua, hermosa y exótica que moriría pocos meses después que Carlos dejara la escuela. Sus pensamientos estaban cansados de su cuerpo, pero ni Villarroel, ni la madre de este estaban con él hoy y debía enfocarse, pensar en cual sería su misión, la salud de los hombres de la Compañía y los militares que la cuidaban, otro pensamiento estaba sobrando.
El techo le parecía infinito, se sentía engañado, había querido trabajar en la realidad, como lo había hecho en la guerra, pero estaba, como siempre, sirviendo a los ricos, los que sinceramente no estaban dispuestos a escucharlo, aún así claro estaba que algo no le estaban diciendo, pero quizás era mejor así, la feliz ignorancia era más tibia que sus sábanas.

Por la mañana DoSantos preparó un recorrido a la pequeña villa, donde vivían la mayor cantidad de trabajadores de la compañía, la mayoría empleados en el ferrocarril. Se veía un poco más nervioso que el día anterior, por lo que Esteban podía permitirse el comenzar ha hacer preguntas, pero prefirió callar en esta ocasión, no por temor, sino porque se había dicho a sí mismo que era mejor dejarse sorprender por las circunstancias.
-Madeiro le voy a decir porque le traje a este lugar, porque le invité a este punto muerto.
-Usted quiso invitar a mi padre, ¿no es así?
-No, en realidad, lo necesitaba a usted. La compañía escuchó que era usted el experto en infecciones de guerra, y había controlado un foco de Tifus en su momento.
-¿Tenemos tifus en esta zona? ¿Por qué no se sabe nada en Lisboa?
-Escúcheme bien por favor, esto no es asunto de Portugal, esto es un asunto entre privados, pero contestando su pregunta, no creo que se Tifus.
-¿Cólera?
-Tal vez, por el olor es posible, quiero que vea por usted mismo.
La pequeña finca de los Castellanos estaba justo afuera de la ciudadela, no era más que una hacienda en medio de dos cerros cruzados, comiendo el despojo que soplaba del este constantemente, tierra vieja, cansada de tanto andar, para cuando el polvo ha sido filtrado por esta tierra, y baja hacia Maputo, ya ha sido revivida, pues a consumido vida, y puede crear vida otra vez, acá arriba, sobre el lomo de África, morir es más sencillo. Permítanme hablar algo sobre Castellanos era un viejo esclavista casado con una mujer británica, juntos emprendieron una aventura comercial, la idea era aprovechar la cercanía con Rodhesia, y traficar Marfil hacía un destino más glamoroso, esta idea finalmente moría junto a estos cónyuges, más tarde la Compañía de Mozambique había tomado la parcela a fin de dar casa a los trabajadores africanos que habían alcanzado un cierto estatus, pero conservó el nombre del esclavista a fin de no parecer débil frente a los rivales que asomaban cada cierto tiempo.
Adolfo Ndau y sus dos hijas eran los únicos habitantes de la parcela que parecían haber enfermado. Esteban prefirió comenzar por el padre. El hombre era un hombre fuerte de casi metro noventa, cien kilos muy musculado, y de aspecto juvenil, había sido capataz en la región por los últimos cinco años, pero no era nativo, así que no se había ganado el amor de sus subalternos, quienes le hacían sentir más un portugués que un Bantú. Como fuese era un hombre apreciado por el capitán y su ausencia le complicaría la vida a todos.
Los ganglios de Ndau estaban inflamados, su cuello mostraba una pequeña pelotita en su costado izquierdo. Esteban revisó las ingles de su paciente, entonces supo que algo había pasado, algo que no le querían contar:
-¿Cuándo empezó esto? – Preguntó al hombre.
El silencio fue la única respuesta:
-Puedes hablar. – Decretó el Capitán.
-Hace dos días, antes del viento.
Esteban siguió su examen, había manchas amoratas en su pecho. Nada que pudiese darle un diagnostico tranquilo, así que procedió a examinar a las niñas. La más pequeña, María, era quien presentaba más fiebre y rechazaba el agua, así que su estado ya había cruzado el estado de crítico. Los ganglios de la niña estaban tan inflamados que habían comenzado a supurar una sustancia blanquecina y sangre, el doctor hizo un corte en cruz sobre uno de ellos, y pudo ver que la carne había comenzado a presentar signos de putrefacción. Con ese resultado en la cabeza, desistió de examinar a la otra hermana. Necesitaba aire y conminó al capitán a tomar aire en uno de los patios interiores de la propiedad.
-¿Dónde estaba Ndau esta semana?
-En labores de campo con el resto de los trabajadores, asegurando la explanada del ferrocarril. Cerca del convento. Es ahí donde quiero asignarlo, la explanada.
-Muy bien, nadie me habló de conventos.
-Bueno, no son realmente un convento, los Dominicos hicieron una capilla y una escuela, pero durante la guerra la mayoría de los padres y los niños dejaron la zona. Ahora son unos pocos locos los que quedan ahí, pronto su orden les pedirá retirarse.
Dos horas de viaje junto al Capitán era más de lo que Esteban estaba listo para aguantar, pero cuando llegaron, se encontraron con el primer pulmón vivo de la región; una meseta alta, donde el tren habría de pasar. Al menos cincuenta trabajadores fueron visto a lo largo de la vía, cuando se detuvieron fueron recibidos por Matéu, un mestizo que tenía a cargo la supervisión del campamento de trabajadores. Era un hombre alto y delgado con una sonrisa casi sin dientes, lo que contrastaba con su ropa de labores puramente británica y muy bien producida.
-Doctor lo hemos estado esperando. – Dijo con alegría. – Dos hombres tienen la fiebre.
El capitán, que ya había tenido suficiente se quedaba en el vehiculo, mientras Matéu conducía al buen doctor. Se abrieron paso entre viandas a medio servir y el desorden del medio día. La carpa que tenía a los enfermos era notablemente antihigiénica, el olor dulzón de la podredumbre lo inundaba todo. Los síntomas eran ligeramente distintos a los vistos anteriormente. Esta vez tenían algo prestado a la tifoidea, lo que en parte era buena noticia porque con un poco de hidratación podría al menos estabilizar a los pacientes; era la primera noticia positiva que le parecía oír con respecto a este brote infeccioso.
Matéu y el Capitán concordaron en invertir los últimos días del mes en transformar algunas aulas de la escuela en hospital, al menos para permitir el mejor descanso de los pacientes. Algunos de los pocos curas que aún quedaban en la iglesia ayudaban con alegría en esta misión, especialmente el padre Bernardo, quien además tenía conocimientos medios de medicina, y había estado haciendo de médico hasta entonces. Matéu, Bernardo y Esteban se habían transformado en una trilogía religiosa respetada por la mayoría de los trabajadores, lo que era un privilegios si se considera el profundo resentimiento que los hombres del destacamento provocaban en su entorno.
Bernardo mostraba especialmente afecto por el doctor, a lo largo de las semanas se mostró cada vez más afable con él. Era un chico pequeño, rubio, de labios rosados y medianamente carnosos, sus ojos titilaban al hablar, lo que le daba un aspecto de niña pequeña, muy fino, imagen que se escondía tras Matéu, que podía ser todo lo brusco que fuese necesario para sacar el trote a sus hombres. El hospital estuvo listo antes de lo predicho, pero también, antes de lo predicho, nuevos enfermos comenzaron a llegar. Lenta y constantemente, ganglios inflamados, vómitos y sangrado se hicieron más frecuentes, la gente del destacamento dejó de aparecer, entonces Bernardo tuvo la respuesta, los habían aislado; miedo que fue considerado como cumplido una vez que los soldados impidieron a los curas recoger el correo. La desesperación corría por la espalda de Esteban, pero no era el aislamiento, era el hecho de que aún no había podido encontrar la fuente de la enfermedad. No habían arroyos, exceso de ratas o moscas. El agua que sacaban era de un pozo a poco más de doscientos metros de las obras, se hacía necesario chequear el pozo, lo más rápido posible.
Matéu apareció esa especialmente helada mañana con rostro pálido, y sosteniendo una maleta de herramientas vacía.
-Los nativos dicen que ha caído la gran maldición.
-¿De qué me hablas? – Dijo Esteban no dando real crédito a su escucha.
-Sí, los nativos de la zona han dejado los trabajos, dicen que el Capitán ha matado a una sus sirvientas, hijas de un viejo muy importante para los locales, la plaga es culpa suya. Un espíritu muy negro se ha comido a los portugueses.
-No sé de que hablas, pero no temas, iré al pozo hoy, saldremos de dudas sobre el foco de la enfermedad.
El primer ejercicio fue tomar muestras del agua, pero fuera del contenido biológico normal, no tenía gran aporte que hacerle a la investigación. Quizás debía descender al pozo mismo, Bernardo se ofrecía a hacer de asistente, siempre dispuesto a ayudar con sus modos afables y de niñita, asustado, pero al mismo tiempo confiado en el poder del doctor. Hicieron un juego de cuerdas, y dos trabajadores ayudaron en la dura operación.
Esteban descendía despacio, mientras sentía que la humedad se hacía más cercana. Dentro del pozo encontró una serie de pasillos, pero sólo uno era lo suficientemente grande como para que pasara un tipo como Madeira. Tomó las muestras que corresponden de paredes, suelo, hasta que se percató que era una estructura hecha por el hombre, el pasillo se hacía parejo, hasta que llegó una bóveda inclinada, donde se apreciaba una sobria y mínima construcción islámica. Conforme avanzó pudo encontrar uno tras otro cadáver de rata, tapó su boca. La mayoría de los cadáveres eran tan recientes, que le pareció ver como se movían una u otra. Entendía lo que pasaba, el trabajo de dinamita en los ferrocarriles liberó a la peste, que vivía en las pulgas, infectando a las ratas que estaban más cerca de la superficie, llevando a esta la oscura muerte que estaba por tomar muchas vidas. Esta era una pequeña mezquita, no debe ser raro que sus habitantes trajeran la peste de oriente, y luego los Dominicos quemaran el edificio, pero no a sus ratas.
Comenzó su camino de regreso, pero este parecía oscurecerse le parecía oír voces, transpiraba helado, ¿se estaba sugestionando o efectivamente tenía la peste? Le pareció ver a una mujer amamantando en una esquina de la caverna, luego tuvo la certeza de ver doctores con máscaras en formas de animales terribles caminando a contra luz. La única figura era la de un chino joven, vestido de azul, con mirada serena, que caminaba hacia él. Dijo unas palabras en mandarín y le dejaba una cajita de madera del tamaño de un puño sobre su costado, entonces todo fue noche. Nunca dejó de oír esas voces, italiano, ruso, latín, su mente aún trabajaba traduciendo palabras. “La peste es un lugar”, “La peste esta viva”. No hacía sentido alguno. Se sintió cubierto por un baño tibio, no estaba ya en una caverna, esta en el estómago de una bestia, este era el hogar de la peste.
Esteban surgía del pozo, le parecía haber bajado una o dos horas, estaba seguro de haber perdido su conciencia por un largo rato, llevaba una cajita de madera, el sol le mostraba todo su esplendor y el adornado, para nada chino, era arabesco, todo lo demás debía ser una ensoñación por el encierro. Al abrir la cajita el viento que reinaba en el destacamento comenzó a soplar. No había señales de Bernardo, o los ayudantes. Así que regresó al campamento, los trabajadores le dieron una recepción distante y muy contraria a lo que habían mantenido hasta el momento, uno de ellos, se había envalentonado lo suficiente como para hablarle.
-Señor debe irse. Ya no hay enfermos, y tampoco los habrá más; la cuarentena ha terminado, le damos las gracias, pero usted esta manchado por Wele Gumali, verá usted, la vida tiene dos caras, Omuwanga es la luz, y Gumali la noche, la muerte, usted besó a la noche, ya no debe estar con nosotros, busque otros horizontes mi señor, acá no encontrará nada.
-¿Bernardo, los curas? Puedo pedir que me lleven al destacamento.
-Bernardo y Matéu están muertos…La peste mi señor, pasó hace unos minutos, los curas ya se fueron, hace varios días y no vaya al destacamento, lo dejaremos en el cruce de caminos, como dije, se va o se va; este lugar ya no lo quiere.
-No entiendo, como es posible todos eso en unas horas.
-Señor usted ha estado fuera dos meses.
La sentencia silenció los pensamientos del joven Esteban Madeiro, desaparecido, decretado muerto por la peste, resucitado de la misma boca de la peste. Así fue como dos hombres altos y con rostros sin expresión se pararon junto al doctor, quien tuvo que caminar unas horas más pues estaba empeñado en reportar lo ocurrido al destacamento. Pero simplemente no pudo encontrarlo, había sido tragado por la tierra que traía el furioso viento. Se sentó a orillas del camino que le llevaría al tren, sin entender lo ocurría, quizás no debía entender. Nada vivía en ese minuto dentro de él, algo en su alma había doblado por la esquina equivocada y había bebido de esa realidad que no queremos entender. El horizonte le pareció especialmente limpio, dos aves surcaron el cielo, mientras, lejos en otros mundos alguien pronunciaba su nombre.

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