viernes, diciembre 07, 2007

La Triste, pero Increible Historia del Niño Tortuga y la Chica Pájaro

Seguimos, ya terminé la segunda parte. en unos días terminaré esta novela y me tiro de cabeza a la Crónicas de Alicia o la Novela de Alicia, el proyecto que gane en mi corazón...

Termina un año duro, bueno, todo es bueno si aprendes, pero ha sido duro.

Ya no doy más lata, nos vemos hermanos y hermanas.


XIX


Cada criatura en este, y en otros mundos, tiene una línea de pensamiento única. Miremos un rato a los caracoles, siempre pensando en el mañana, cargando con su pasado, dialogando bajo la o las lunas llenas, contando experiencias en un tono resignado y siempre muy correcto. Los pájaros suelen ser distintos, acelerados, sin gran grandes compromisos, simplemente van por ahí gritando, cantando, piando. Entre caracoles y pájaros había una guerra, una antigua como el universo mismo, Kilim, al ser al menos, dos tercios, ave, sabía bien a quien seguir en esta guerra. Así es como esa noche, los hombres del Sheik Barak el Blanco comieron un gran festín de caracoles, así olvidaron dos cosas terribles que pasaban a su alrededor, una, que la temperatura había llegado a los tres grados bajo cero, dos, que estaban en el valle de Uhk-Marak, la tierra del innombrable, camino obligatorio para llegar al lugar pactado con Kilim.
Este valle ofrece de todo lo que un pueblo necesita, un pequeño río que permite cultivos limitados, un microclima algo más amistoso que el resto del desierto y barreras naturales contra el enemigo. Un lugar perfecto si no fuese porque era el nido del descreador, la criatura que no debe ser. Incluso los demonios, son reticentes de venir a este lugar, pero Kilim era un demonio en una situación excepcional, la única forma de hacerlos sentir bien era darles de comer caracoles, el enemigo más sencillo de lidiar en estos momentos.
Quizás Barak estaba cometiendo un error, él no estaba destinado a ser un héroe, la verdad le bastaba con ser un cortesano feliz, disfrutar de una buena carpa, quizás unas cuantas chicas, algo de opio, vino; ah y esas grandes comidas, como su primo Guldan, que es capaz de comerse un cerdo el sólo, y nadie le dirá nada. Claro su primo “sólo” es un duque, no un Sheik.
El cielo negro de la noche no tenía idea de lo que ocurre dentro de la cabeza del Sheik, pero sí sabía otras cosas, sabía por ejemplo, que el monzón estaba por empezar trayendo dulces sorpresas al buen líder y sus, muy deficientemente preparados, hombres.

Boskoh era un Tugereb muy dentro de lo común, tenía sus ojos brillantes, de un rojo intenso, su piel ceniza cubría su cuerpo dándole la apariencia de un carbón andante. Su armadura era ligera, portaba dos espadas rectas, que había robado en las tierras del norte. No tenía muy claro lo que ocurría, ni porque marchaban a terrenos tan complejos, donde su caballo se negaba a entrar. Pero era fiel a su amo, no por él mismo, es que amaba a su nación, si el Sheik moría, también lo haría su pueblo.
El viento helado hacía que los exactos treinta y dos pelos que le quedaban en la parte trasera del cuello se le erizaron, como si alguien lo mirase, desde muy lejos. Tomó sus espadas y se puso en guardia, pero absolutamente nada pasó. Soltó una risita de alivio al ver que nada pasaba, enfundó sus espadas y se sentó a esperar su relevo. Pensó un momento en la riqueza que podría hacer saqueando Bajo Raíz, luego pensó en lo bueno que sería tener vehículos que volaran, eso haría una gran diferencia para la economía Tugereb. Luego ya no pensó más, pues una cadena, de no más de tres centímetros de diámetro atravesó, a una velocidad de seiscientos kilómetros por hora el cuello del soldado, quien es diez segundos casi perdía el conocimiento, justo cuando una segunda cadena atravesaba la pierna derecha y el brazo derecho, esta vez haciendo un semicírculo perfecto, y luego un estilizado tirón que levantaba al Tugereb sin arrástralo o dejar huella por la arena, lo que no hubiese importado, pues en ese momento comenzó el viento sur a arrastrar todo lo que la arena guardaba, sin dejar en pie más que dos tristes rocas.
El relevo de Boskoh, un hombre leal a la familia real, y que conocía muy bien estos valles, encontró las espadas, botas y herramientas de su compañero, en un rincón y con una sustancia mucosa que lo envolvía, una curiosidad, esto no era trabajo de Gnolls, de Kobolds o de algún animal, si las leyendas eran cierto, esto podía ser un buen motivo para partir la marcha antes del amanecer.
Quiso correr hasta donde su líder, pero antes de llegar, se dio cuenta de que era seguido, no por hombres, no por ser conocido alguno. Miró hacia atrás y pudo ver el conjunto de cadenas que componían a un ser del tamaño de un hombre alto, cuyos ojos en verde escondían la silueta del descreador. Se dejó caer risco a bajo, todo era mejor que “desmorir”. Corrió, y perdió una sandalia, corrió y arrasó una colonia de hormigas inteligentes, una especie única en el desierto, no hubiese sido nada si la reina no hubiese sido herida. Corrió y llegó al campamento, no quería provocar pánico, no quería asustar a aquellos que no eran completamente leales a la causa. Pero no pudo evitarlo y soltó un grito tan agudo que recordó a los lechones sacrificados cada calenda, un grito tan poco masculino, que muchos tuvieron la idea de que se había el roto el código del desierto: “las mujeres no deben estar en el ejército”. Pero no era eso, ni era otra cosa imaginable.
El Sheik sabía que eso podía pasar, se llevo una mano al rostro, y ordenó lo único que podía hacer, ordenar una retirada hacía las colinas, donde el descreador no podía subir gracias a una magia antigua, anterior a los dioses. Sabía que perdería hombres, pero eso sería conversación de otro día.
-¡Por la causa! ¡Busquen refugio! – Fue lo más valiente que supo decir, mientras el viento soplaba tan fuerte como sabía hacerlo.
Quizás Kilim repararía este hecho, quizás no, pero ahora el buen Sheik solo pensaba en su hermano y maldita la hora que se le ocurrió morir como un héroe.

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